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Narrativa latinoamericana | Gonzalo Celorio (Premio Cervantes 2025): "Ese montón de espejos rotos" (memorias)

Memorias del Premio Cervantes 2025 que registran su pasión por el bolero, "en el que reside nuestra sensibilidad más entrañable, identitaria y resonante".   

Gonzalo Celorio y su libro de memorias "Ese montón de espejos rotos" (Tusquets Editores, Barcelona, 2025).
Gonzalo Celorio y su libro de memorias "Ese montón de espejos rotos" (Tusquets Editores, Barcelona, 2025).

Ese montón de espejos rotos fue publicada en 2025 por Tusquets Editores, y es considerada "una obra deslumbrante que entrelaza la vida pública del reconocido académico, maestro y editor, con su mundo más íntimo y sus pasiones: la literatura, la música popular, la amistad y los rituales cotidianos. Un relato magistral que es, al mismo tiempo, memoria personal y reflejo de la vida cultural de México", según Planeta de Libros México.

Ese montón de espejos rotos

(Memorias, fragmento)

Nostalgia prematura

Al lado de mi casa, en la esquina del mercado de Mixcoac (Tiziano y Miguel Ángel), había una tienda de discos que, a manera de publicidad y a altísimos decibeles, expedía infatigables boleros.

Los muchos discos de los que me fui haciendo sonaron y resonaron noche a noche en mi tocadiscos, lo mismo en mi soledad que en mi compañía —discreta o multitudinaria—, con obsesiva perseverancia. Tanta, que, si ponía en la tornamesa un acetato del lado A, temía que se escuchara del lado B.

El bolero: un género popular procedente de la España del siglo XVIII, que en el XIX viajó a la mayor de las Antillas, donde fue adquiriendo peculiaridades propias con el concurso de criollos, negros y mulatos. Un género independizado de España en la Cuba todavía española, que sustituyó la pandereta y las castañuelas por percusiones locales, como la clave y el bongó ("Oiga usted cómo suena la clave; / oiga usted cómo suena el bongó", diría Agustín Lara), y abandonó la teatralidad coreográfica del original a favor del canto, entonado con el sentimiento personal que cada intérprete les fue imponiendo a sus letras amorosas y melancólicas. Un género que también fue modulado por las cuerdas agudas de las guitarras del son yucateco, que ampliaron al Caribe su acta de nacimiento, porque las fronteras políticas no siempre se corresponden con las fronteras artísticas y culturales. Un género que se expandió de su natal geografía caribeña por todo el continente americano, y que incluso regresó, modificado y autónomo, a la propia España como un retorno más de las carabelas colombinas. Un género fértil, matriz de muchas variantes, el bolero afro, el bolero tropical, el bolero moruno, el bolero mambo, el bolero camp, el bolero guaguancó, el feeling, el bolero ranchero, el bolero rock, el bolero flamenco. Un género, en fin, en el que reside nuestra sensibilidad más entrañable, identitaria y resonante; la conjunción de una música adherente y una letra que puede ir de la más sublime expresión poética del amor anhelante al aullido del desengaño, el reclamo y el desprecio, porque el bolero no canta tanto al amor feliz como al amor desgraciado, al amor prohibido, al amor imposible; al único y verdadero amor eterno: el amor no correspondido.

Con sus palabras domingueras, su musicalidad cadenciosa, sus referencias elegantes, el bolero es un reducto de la poesía modernista prohijada por Rubén Darío. ¿O qué son, si no, imágenes como "blanco diván de tul aguardará tu exquisito abandono de mujer", "tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar", o "como un abanicar de pavos reales en el jardín azul de tu extravío" de Agustín Lara; o "Bésame con frenesí" del chiapaneco Alberto Domínguez Borrás, autor también de Perfidia, un bolero que llegó a ser bailado por nadie menos que Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca? Es también, como el propio modernismo, uno de los últimos suspiros del espíritu romántico que, como digo, canta al amor ausente, al amor irrecuperable de La que se fue, diría José Alfredo Jiménez. Por cierto, qué prodigio, digno, toda proporción guardada, de El Quijote o Las Meninas, que en la canción del hidalguense que empieza diciendo "Estoy en el rincón de una cantina...", José Alfredo pida que le canten La que se fue, que es otra canción de su propia autoría.

La nostalgia ya no es lo que era antes se titula el suspirante libro autobiográfico de Simone Signoret. Pues con una nostalgia mal habida, digamos que prematura, me entusiasmé con la música de mis mayores. Me pregunto de dónde, cómo, por qué nació ese gusto extemporáneo, una suerte de nostalgia más de la nostalgia misma que de una música que no podía añorar. Y no la podía añorar porque no había sido la música de mi generación, ritmada por el rock y la canción de protesta, que desplazaron los gustos de mis hermanos mayores en la consola de la casa, cuyo mayor alarde de modernidad hasta entonces había sido tocar los discos de Ray Conniff y algunas baladitas insulsas del hit parade.

Por esos tiempos de mi "nostalgia prematura", el ideario de la Revolución cubana latía en nuestros juveniles corazones como una esperanza política para toda América Latina, y la música de aquel país mantuvo el prestigio que había tenido fuera de sus fronteras insulares desde antes de la insurrección guerrillera. Y aun lo acrecentó con la Revolución por el renombre internacional de sus grandes conjuntos —de la Orquesta Aragón de Cienfuegos a La Sonora Matancera y sus famosos vocalistas Bienvenido Granda, Celio González, Celia Cruz—; por el reconocimiento de que gozaron muchos cantantes que se quedaron en Cuba, como Benny Moré y su Banda Gigante, o los representantes del llamado feeling, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Elena Burke, Omara Portuondo, o por la emergencia de las canciones revolucionarias —"Un Fidel que vibra en la montaña, / un rubí, cinco franjas y una estrella" o "En eso llegó Fidel, / se acabó la diversión, / llegó el Comandante y mandó parar"—, tan celebrada por la juventud que veneraba al Che Guevara y a Camilo Cienfuegos, y después por la nueva trova de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Pero también por el exilio o la diáspora de enormes voces, como Olga Guillot o la propia Celia Cruz, que fueron escuchadas con un fervor anterior al cisma revolucionario y que perduró más allá de las ideologías y las posiciones políticas.

En 1974 viajé por primera vez a Cuba. Ese mi primer viaje a la isla, que repetiría a lo largo de las cuatro décadas siguientes en un sinnúmero de ocasiones que se cuentan por decenas, se debió a una visita oficial a Cuba del entonces secretario de Educación Pública de México, Víctor Bravo Ahuja. En esa década de los setenta, yo trabajaba con su esposa, Gloria Ruiz, en un proyecto sociolingüístico de El Colegio de México. Mi directora me invitó a participar en la comitiva del secretario como precoz miembro de una comisión de cultura, integrada por Carlos Pellicer —¡qué privilegio!—, Héctor Azar y Alberto Dallal.

"Esa música a la que tanto me aficioné le dio a mi vida un ritmo y una cadencia que me acompañaron en la soledad".

Regresé de ese viaje con los oídos rebosantes de sones cubanos, que no sólo sonaron sino resonaron, solidarios, durante toda la visita, desde aquel viejo bolero traído de España y transformado en Cuba, que dice "En el tronco de un árbol una niña / grabó su nombre henchida de placer, / y el árbol, conmovido allá en su seno, / a la niña una flor dejó caer", y añade, como inútil explicación didáctica del preclaro sentido alegórico de la letra, "Yo soy el árbol conmovido y triste, / tú eres la niña que mi tronco hirió. / Yo guardo siempre tu querido nombre, / y tú ¿qué has hecho de mi pobre flor?...", hasta las guarachas revolucionarias de Carlos Puebla, que yo, ¡ay!, entonces suscribía, Todo por la Reforma Agraria, Canto a Camilo, Yo también soy miliciano... Volví a México con un cargamento de discos estupendos de la vieja trova: María Teresa Vera, Ignacio Villa Bola de Nieve, Arcaño y sus Maravillas... y de algunas escasas novedades producidas por la disquera oficial Areíto.

Acaso nutrido en la savia de mi propio árbol genealógico, mi interés por la literatura cubana, de Alejo Carpentier a Eliseo Diego, de José Lezama Lima a Virgilio Piñera, de Nicolás Guillén a Fina García Marruz, se extendió a muchos otros escritores, entre ellos a algunos proscritos por el régimen, como Guillermo Cabrera Infante. ¡Con qué gozo leí ese texto suyo escrito más para ser oído que para ser leído, Ella cantaba boleros, que anduvo brincoteando entre varios libros de su autoría! Me adentré, además, en las obras de otros estudiosos de la "cubanidad", como Fernando Ortiz, Cintio Vitier, Severo Sarduy y en particular de la música antillana, como el propio Carpentier, aunque su libro La música en Cuba de 1944 se refiera más a la música culta que a la popular, si bien uno de sus colaboradores, Natalio Galán, lo complementó después con un estudio formidable titulado Cuba y sus sones, publicado en 1983, tres años después de la muerte del autor de Concierto barroco.

Por esos mismos años, también empecé a acudir con enfermiza asiduidad al Bar León en el centro histórico de la Ciudad de México, donde descubrí y disfruté las descargas de Pepe Arévalo y sus Mulatos y los boleros que interpretaba El Combo del Pueblo, bajo la dirección de Enrique Partida, "Cayito". Esa música a la que tanto me aficioné le dio a mi vida un ritmo y una cadencia que me acompañaron en la soledad y que me permitieron también la dicha de compartirla, generalmente con la intercesión de mi tocadiscos, en la intimidad amorosa, pero a veces también con el concurso de músicos vivos, como El Combo del Pueblo del propio Cayito o El Negro Ojeda en la fiesta, ya bajo el techo ferroviario de mi casa porfiriana, ya bajo la fragante glicina de su terraza.

Oíamos, escuchábamos más bien; disfrutábamos, compadecíamos, analizábamos, criticábamos, sufríamos y reíamos también esas muestras de pasión, de amor, de dolor, de fingida indiferencia, de elegancia verbal, de solemnidad y muchas veces de humor involuntario del exultante repertorio de boleros que desfilaban por mi sobreexplotado tocadiscos:

Bola de Nieve y su piano estrujado por sus dedos regordetes y anillados para acompañar la desgarradora letra de los hermanos de nombres clásicos y apellido huérfano, Homero y Virgilio Expósito, titulado Vete de mí, uno de los pocos boleros en que no se pide que el ser amado retorne, sino que se vaya para siempre: "Vete de mí, / seré en tu vida lo mejor / de la neblina del ayer / cuando me llegues a olvidar / como es mejor el verso aquel / que no podemos recordar".

María Teresa Vera y la rebuscadísima y casi obscena letra que Eliseo Grenet compuso para alabar los dientes de la amada: "Esas perlas que tú guardas con cuidado / en tan lindo estuche de peluche rojo / me provocan, nena mía, el loco antojo / de contarlas beso a beso, enamorado. / Quiero verlas cómo chocan con tu risa, / quiero verlas alegrar con ansia loca / para luego arrodillarme ante tu boca / y pedirte de limosna una sonrisa".

Pedro Vargas, "El Samurái de la Canción", sobrenombre que define el hieratismo de su gesto y la penetración, como de katana, de su voz de barítono, que se paseó como Pedro por su casa por todo el repertorio de Agustín Lara. Benny Moré, "El Bárbaro del Ritmo", que decía, a contracorriente de la pesadumbre del género, que estaba encantado de la vida, y que cantó el bolero Conocí la paz, que dice: "Cuando a Varadero llegué, / conocí la felicidad; / cuando a Varadero llegué, / todo fue verdad", en cuya letra Noé Jitrik, el gran estudioso argentino del discurso, encontró similitudes con nada menos que el poema Muerte sin fin de José Gorostiza: sitiado en su epidermis —varado tras la procelosa travesía de la vida—, el enorme poeta tabasqueño encuentra, al fin, la paz.

Toña la Negra, que, con la canción Palmera ("Hay en tus ojos el verde esmeralda que brota del mar; / en tu boquita, la sangre marchita que tiene el coral; / en la cadencia de tu voz divina, la rima de amor, / y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol") responde a la presentación retórica que el propio Agustín Lara, en su faceta de poeta-músico más que de músico-poeta, hacía a su propia composición: "El mar tiene, como todos los colosos, caprichos admirables: deja escapar en su color una tormenta de esmeraldas y en cambio permite que el Sol arrulle a las palmeras... Así es el mar".

María Luisa Landín, que interpreta como nadie el bolero ranchero Amor perdido, aunque se vea obligada, desde su voz femenina, a cambiar el género del destinatario de la canción: del "vive dichosa sin mí" al "vive dichoso sin mí", salvo cuando la métrica y la rima de la letra exigen mantener el género masculino: "soy buen jugador" o "qué más puede decirte un trovador", lo que le imprime al bolero una rara condición epicena.

Elvira Ríos, cuya honda y grave vocalización no alcanza a callar a la tristeza, que en la letra de Gonzalo Curiel se esparce como "una ola perdida en el mar".

Rebeca, la mejor intérprete, para mi gusto, de la canción Azul de Lara, que, acaso sin sospecharlo, le rinde homenaje al libro del mismo nombre con el que Rubén Darío estrenó el modernismo hispanoamericano en 1888.

Miguelito Matamoros, autor de Lágrimas negras, pieza que empieza como un doloroso bolero de abandono y desilusión y acaba como un sabroso son que sabe perdonar y recuperar la felicidad perdida.

César Portillo de la Luz y su delirante Delirio, cantado a media voz, casi en silencio, en El Rincón del Feeling del Bar Pico Blanco del hotel Saint John de La Habana, al lado de José Antonio Méndez y su herética Novia mía, que desafía los principios teológicos del cristianismo al sostener que la gloria no está en el cielo, sino en la tierra: "Dios dice que la gloria está en el cielo, / que es de los mortales, el consuelo al morir. / Bendito Dios porque al tenerte yo en vida, / no necesito ir al cielo tisú, / si alma mía, amor de mi ilusión, la gloria eres tú".

"¡Cuántos tizianazos se desataron en mi casa, donde el tiempo transcurría a ritmo de bolero!" 

Bienvenido Granda, "El bigote que canta", y su sucesor como vocalista de La Sonora Matancera, Celio González, "El Satanás de Cuba", máximos intérpretes de ese bolero que termina con un sofisma monumental, presuntamente cauterizador: "Viví sin conocerte, [ergo] / puedo vivir sin ti".

Celia Cruz, cuya potente y desfachatada voz se hermana tautológicamente con la de la letra que canta: "tañer de campanas al morir la tarde, gemir de violines en las madrugadas, susurro de palmas, trinar de centzontles en la enramada", y sobre todos los símiles que ideó Ramón Cabreras Argote, con "cristalino torrente como una cascada".

"El Jefe" Daniel Santos, puertorriqueño, que con todas las alteraciones que le permiten —y también las que sólo son producto de su artificialidad— las variantes dialectales del español en nuestro continente: la nasalización, las erres vibrantes cuando eran simples, la aspiración de las eses, se despide de los muchachos porque se va a la guerra, la Segunda Guerra Mundial, en la que Puerto Rico participa en su condición de protectorado norteamericano...

Todos ellos. Y el chileno Lucho Gatica, la costarricense mexicanizada Chavela Vargas, la cubana exiliada Olga Guillot, la venezolana Soledad Bravo, el panameño Rubén Blades... y un etcétera más largo que el plumaje de un pavorreal que se aburre de luz en la tarde.

¡Cuántos tizianazos se desataron en mi casa, donde el tiempo transcurría a ritmo de bolero! Noches enteras escuchando esas letras, que glosábamos y a veces eran motivo de nuestra irrisión desopilante, que no eclipsaba nuestra admiración. Analizábamos las letras de las canciones con gratuito e intransigente rigor hermenéutico. Recuerdo, por ejemplo, que en uno de los discos en que asume su condición de poeta, Agustín Lara dice: "Y hay en el asfalto de todos mis dolores, dos sílabas que mojan nuestras vidas: Rocío". No podría transmitir en palabras la hilaridad, el gozo que nos causaba advertir y señalar que esas dos sílabas que redimían al Flaco de oro... no eran dos, ¡sino tres!: Ro-cí-o. O la letra de Quizás, quizás, quizás del cubano Osvaldo Farrés, entonada lo mismo por Los Panchos que por Nat King Cole, que dice: "Siempre que te pregunto / que cuándo, cómo y dónde, / tú siempre me respondes / quizás, quizás, quizás". Si en su origen galo, esa palabra significaba "quién sabe" (lo que en francés sería una buena contestación a las preguntas formuladas), en español significa "tal vez", y jamás podría ser una respuesta coherente a las preguntas "¿cuándo?", "¿cómo?" o "¿dónde?". El demandante se ha de haber decepcionado de su interlocutora, que siempre contesta con una palabra reiterada que nada tiene que ver con las preguntas que le hace.

Mi gusto por el bolero y por la música caribeña en general se había incrementado, como digo, con mi asistencia constante al Bar León y a otros antros de su especie en el centro histórico de la ciudad; con los frecuentes viajes que realizaba a Cuba, y también con el espectáculo, titulado precisamente Nostalgia prematura que llegué a presentar, como corolario de mi afición bolerista, en el bar El Cuervo, sito entonces en la Plaza de la Conchita de Coyoacán. Acompañado por el piano de Chalo Cervera y la voz de Lola Beristain, en esas funciones semanales, hablaba por igual de música popular y de alta literatura.

De la misma manera que acudía al Bar León, tanto en el centro histórico como en la colonia Roma, asistía con regularidad a El Cuervo, un establecimiento entre teatral y cabaretero ubicado en Coyoacán. Había sido fundado por Jesusa Rodríguez. En su pequeño foro, la actriz montaba, con una teatralidad exultante, obras fascinantes, como la tragedia de Romeo y Julieta en la que ella sola interpretaba todos los personajes en un itañol chusquísimo. Yo ya había visto en el viejo teatro de Salvador Novo, La Capilla, una obra suya fenomenal, titulada ¿Qué tal la noche, Macbeth?, que Guillermo Sheridan calificó, entre otros muchos adjetivos elogiosos, de genial. Recuerdo que Lady Macbeth, interpretada por Jesusa, no puede lavar la sangre de sus manos asesinas, que equivale, en su puesta en escena, al periodo menstrual de la protagonista. Pues en ese teatro de La Conchita, que después regentearía el poeta, actor, director teatral, promotor de la lectura y cocinero Alejandro Aura, vi al multifacético Aura relatar histriónicamente, vestido de esmoquin, la vida de Agustín Lara. La hora íntima se titulaba su espectáculo, en homenaje a su programa radiofónico, que El Flaco de Oro introducía, según recuerdo, con estas palabras reproducidas en uno de sus discos: "Amigos míos, RCA Víctor ofrece a ustedes una copa de licor añejo, el vino del recuerdo madurado en su más limpio cristal, en su más legítimo brindis: Toña la Negra, Pedro Vargas, mis manos y mi ayer...". En su espectáculo, Aura relataba historias, anécdotas, mitos del músico-poeta y dejaba que el pianista Chalo Cervera, que había acompañado entre otros cantantes a Pedro Vargas y a Toña la Negra, tocara las canciones de Lara, que cantaba la actriz Lola Beristain. Como se trataba de un espectáculo digno del cabaret, con algo de carpa, me atrevía a intervenir de vez en cuando desde el público con alguna gracejada a propósito de El Flaco de Oro, que Aura simulaba agradecer.

Al cabo de varias semanas de asistencia regular, Alejandro me invitó a que yo hiciera un programa con el mismo elenco al que él tituló Noche de damas. Acepté encantado de la vida, como diría Benny Moré. A partir de entonces, todos los miércoles en la noche acudí a presentar mi numerito.

Por esos años de mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, yo dirigía un seminario de narrativa hispanoamericana en el posgrado de El Colegio de México e impartía clases de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y en muchos gineceos; así que vi en ese espacio teatral una oportunidad de continuar, si bien de manera heterodoxa, mi labor docente y de perseverar en mi juvenil vocación histriónica. Los temas que trataba en mis cursos tenían alguna resonancia en mi programa nocturno y cabaretero. Hablaba de literatura, sobre todo de poesía, y analizaba las letras de los boleros que cantaba Lola Beristain acompañada al piano por Chalo Cervera, mi tocayo, mi tocayito, como me decía, como nos decíamos.

Tras un par de meses de funciones semanales, a las que asistían mis amigos, mis colegas, mis alumnos —y sobre todo mis alumnas de los gineceos— y alguno que otro distraído, propuse hacer algunas modificaciones al espectáculo. En primer lugar, cambiarle de nombre. Se llamó, en la segunda temporada, Nostalgia prematura. Ese título era lo que mejor definía mi programa: recuperar una tradición que no le tocó vivir a mi generación más que de rebote, porque esa música era más bien, como lo he dicho, la de nuestros mayores, pero que se había revivido en buena medida gracias a la ocupación por parte de la intelectualidad burguesa de lugares que pertenecían a la clase proletaria, como el Bar León, el Bucabar, el Salón Ángeles, el África y, en menor medida, el Riviere.

Mi espectáculo, aunque modesto y discreto, digamos que fue exitoso. Miércoles a miércoles se llenaba el pequeño salón de El Cuervo, y llegaron a asistir importantes personalidades del mundo académico, artístico y literario, como Rubén Bonifaz Nuño, Luis Rius, Noé Jitrik, José Luis Cuevas, Carmen Parra, Gabriel Figueroa, la familia Jiménez Cacho. Recuerdo la presencia habitual de Ofelia Medina, a quien asesoré, por cierto, para que ahí mismo presentara un espectáculo sobre sor Juana, en el que cantaba, con música de Rafael Elizondo y en modalidad ranchera, sonetos de La Décima Musa. En una media (de las que todavía eran medias y no pantimedias y se sostenían con un sensual liguero), Ofelia ostentaba un billete de no sé qué denominación con la efigie de nuestra mayor poeta.

¿En qué consistía mi espectáculo? Tengo un cuaderno, fechado en 1986, en que escribí un guion de mi programa, que semana a semana se fue modificando, enriqueciendo, adaptando a las circunstancias y al público asistente porque, en realidad, se trataba de un happening.

La música era menos variable que mis intervenciones. Las piezas que cantaba Lola acompañada por Chalo Cervera constituían la estructura del espectáculo. Y entre una y otra yo analizaba sus letras y hablaba de literatura.

Entre los boleros que cantaba Lola, predominaban los de Agustín Lara, heredados del espectáculo de Alejandro Aura: Cada noche un amor, Rosa, Palmera, Humo en los ojos, Hastío, tan elegante que pluraliza la palabra pavorreal en pavos reales; Farolito, con ese beso que soporta en su sencillez sustantiva cuatro adjetivos en los que la eficacia poética del oxímoron resuelve sus contradicciones originales: "friolento y travieso, amargo y dulzón".

Recuerdo que para hablar de esta numerosa abundancia de adjetivos leía una insospechada página autobiográfica de Lara en la que el prestigio de lo cuantitativo, tan propio del llamado milagro económico del sexenio de Miguel Alemán, lo lleva a alardear de sus posesiones y de sus dádivas:

He amado y he tenido la dichosa gloria de que me amen. Las mujeres en mi vida se cuentan por docenas. He dado miles de besos y la esencia de mis manos se ha gastado en caricias, dejándolas apergaminadas. He tocado kilómetros de teclas de piano y con las notas de mis canciones se pueden componer más sinfonías que las de Beethoven. Tres veces he tenido fortunas —fortunas, no tonterías— y tres veces las he perdido. Las joyas que he regalado, puestas como estrellas en el cielo, podrían formar la Osa Mayor en una refulgente constelación de diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas. He viajado lo suficiente como para dar 20 vueltas al mundo. Hablo francés como si fuera mi idioma y el Señor de los Señores me otorgó la divina gracia de la musicalidad y, con ello, lo mismo puedo componer una java francesa que un pasodoble español, una tarantela italiana que un Lied alemán. He gastado más de 2,000 trajes de finos casimires ingleses muy bien cortados y los coches que he poseído podrían formar una hilera de los Indios Verdes a las Pirámides de Teotihuacán.

Pero el repertorio no sólo incluía canciones de Agustín Lara, aunque eran las más. También Lola cantaba composiciones de Miguel Pous, Hoy que faltas tú. O de María Grever, Qué dirías de mí. O de otro tocayo —Gonzalo Curiel—, Calla tristeza o Déjame, un prodigioso bolero que termina con una frase lapidaria: "Aléjate si quieres salvarte / de mi olvido".

Por mera asociación de ideas, a veces un tanto forzada, pero creo que siempre eficaz, entre una canción y otra, yo hablaba de muchos temas: la Ciudad de México, mi barrio de Mixcoac; el centro histórico y sus edificios virreinales, sus cantinas, sus bares y sus antros. Y leía poemas de Francisco de Terrazas, como el dedicado A unas piernas, en el que compara las basas y las columnas de un magnífico edificio con el cuerpo de una mujer y que inaugura en el temprano siglo XVI la poesía erótica en la literatura mexicana, aunque don Joaquín García Icazbalceta, que lo descubrió, también lo censuró por considerarlo "sobradamente libre"; de sor Juana, de Ramón López Velarde, de Manuel José Othón, José Juan Tablada, Xavier Villaurrutia, y también de poetas contemporáneos como el peruano Manuel Scorza, muerto en el mismo accidente aéreo que ultimó a Jorge Ibargüengoitia, Telma Nava y Ángel Rama; el argentino Oliverio Girondo, la uruguaya Idea Vilariño, o los mexicanos Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Eduardo Casar... Una nómina de poetas que se agregaba a la de la música elegida, que así comparada cobraba una dignidad estética no siempre reconocida.

Una noche, terminado el espectáculo, mi tocayo Chalo Cervera, que había acompañado al piano a decenas de cantantes que interpretaban el bolero Bésame del compositor chiapaneco Alberto Domínguez, me llamó aparte, para preguntarme en secreto, un tanto avergonzado, sin que nadie lo oyera:

—Óyeme tocayito, aquí entre nos, tú, que sabes tantas palabras, dime, por favor, qué es eso de frenesí.

El prestigio de las voces cultas que predominaron en el modernismo para bien de las letras hispanoamericanas fue combatido por el Borges ultraísta, pero el enorme escritor argentino logró, en su Fervor de Buenos Aires de 1923, hermanar la modernidad vanguardista con la temática de las carnicerías, los patios, las veredas de su ciudad. ¡Qué maravilla que hasta un profesional de la música bolerística como Chalo Cervera se haya engolosinado, aun sin entenderla, con una palabra como frenesí, que originalmente, en griego, significaba "inteligencia", pero que llegó a significar todo lo contrario: arrebato, ardor, furor, entusiasmo, exaltación, agitación, paroxismo, desenfreno, encendimiento, pasión! Tal vez esa palabra, por cuyo significado preguntó mi tocayo después de haberla sentido, vivido y cantado, defina bien el bolero: una inteligencia original que, sin ser traicionada, les abre las puertas a todas las pasiones, sobre todo, a la pasión de amor.

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Gonzalo Celorio

Gonzalo Celorio

(Ciudad de México, 1948) Es una de las voces más relevantes de la literatura y el pensamiento latinoamericano contemporáneo. Académico, ensayista y novelista, fue director del Fondo de Cultura Económica (2000-2002) y desde 2019 dirige la Academia Mexicana de la Lengua. En 2025 recibió el Premio Cervantes, el máximo galardón de las letras hispanas. Entre sus novelas destacan Amor propio (1991), Y retiemble en sus centros la tierra (1999) y Tres lindas cubanas (2006), y entre sus ensayos sobresalen México, ciudad de papel (1997), Ensayo de contraconquista (2001) y Cánones subversivos. Ensayos de literatura hispanoamericana (2009). Su obra combina una profunda reflexión sobre la ciudad, la cultura mexicana y las tradiciones literarias con una narrativa que explora la memoria, la historia familiar y la identidad continental.

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