La relación entre la habitación y el cuerpo. La habitación es siempre clara, limpia, despiadada. El cuerpo ha sido despiadadamente descompuesto para una investigación implacable: está sucio de pinceladas reveladoras, está deformado en posturas desafiantes. El cuerpo habita la habitación sin problemas: sobra habitación, aunque más bien parece una cárcel. Puede estar el cuerpo sobre un sofá o una silla o cualquier otra superficie real o imaginaria, pero de todas formas está, aunque intentando relajarse, contraído. El cuerpo está preso en el cuerpo; la conciencia no está, está en el cuerpo; la conciencia está reducida al cuerpo y presa con él en él. Y por extensión, en la habitación, en el mundo.
Yo diría que estas obras de Bacon contienen una denuncia del contenido, de lo que está contenido, encerrado, adentro: la habitación contiene un cuerpo, que lo encarcela pero lo exhibe, y ese cuerpo contiene algo que quiere salirse dramáticamente de él. Bacon, ateo, pinta la difícil habitación del propio cuerpo, la tragedia del alma en el cuerpo, o su reducción a cuerpo. Denunciándose dolorosamente a cada instante, ante sí y ante el otro. Y para colmo, enjaulado en el mundo.
A veces la conciencia parece trascender el cuerpo, pero de todas formas la vemos como una caja. Transparente, pero caja: así en el Retrato de Isabel Rawsthorne en una calle del Soho en 1967. La mujer está de pie pensando en algo, pero es algo limitado, por muy amplio que sea. Es la lucha, la vida diaria. Los datos inmediatos de la conciencia cotidiana. Nada más allá, no ya trascendencia sino ni reflexión sobre la cotidianidad. La cotidianidad dolorosa como absoluto.
La situación de encierro se acentúa si la habitación ni siquiera es un paralelepípedo, sino circular como en el Retrato de George Dyer de 1968. El retratado mira su rostro en un espejo rectangular, lo que genera dos retratos distintos, pero está prisionero en un círculo, en el círculo de su propia contemplación, de su narcisismo enfermizo. Las curvas sirven no para abrirse al espacio sino para encerrar mejor al personaje en una esquina o rincón. Las esquinas importan: hay un paisaje con una carretera que va hacia la derecha y el auto está metiéndose ahí, en ese rincón. Una variante sugestiva es la de la serie del misterioso Hombre en azul, porque las líneas verticales que crean un semicírculo y evocan las teclas del piano que el hombre toca, más bien parecen expandir su conciencia más allá del cuerpo, pero se trata de la interpretación de música, de todas formas una tarea concreta, limitada, y esta vez no es la línea la que crea el encierro: el propio color azul abarca, inunda, controla todo el cuadro y evoca el bar donde el pianista trabaja. No es la conciencia, es un trabajito de la mente, en este caso delicioso, relacionado con el placer. Bacon se defendía de este tipo de interpretación diciendo que a él solo le interesaba la vida, esto es, el instante. Como si el instante no revelara nada más que el instante, y como si el instante no fuera sino una cárcel más, la verdadera prisión del tiempo.
No es en los paisajes donde Bacon aparentemente huye de la habitación, sino en los retratos. El rostro ocupa el lienzo y la habitación resulta superflua. Porque la limitada conciencia del individuo se muestra en el rostro como si fueran unos epifenómenos, unos tropismos en que se revela la limitación de su personalidad, su triste miseria específica. El retrato como la conciencia sobre el cuerpo, presa de él. Bacon pinta la conciencia superficial, reactiva, de personas simples, incapaces de profundizar en sus destinos; o ese nivel universal en otras personas. Son retratos verdaderos, conmovedores, para nada despreciativos. A Bacon le gustan las personas mediocres, más que los genios. El genio que pinta es el Papa, el arquetipo del hombre espiritual, horrorizado de ser, de estar, preso y contaminado como todos. Cuando es eliminada la habitación, la conciencia que está presa del funcionamiento del cuerpo se muestra en la superficie del cuerpo, en el rostro, indicando un vacío interior. El peor de los encierros no es el del cuerpo en la habitación, ni la de la conciencia en el cuerpo, sino el del vacío interior de la vida reactiva, práctica, nula. El cuerpo es una cárcel y la conciencia culpable intenta escapar, pero se queda en la superficie, se muestra en la superficie del cuerpo como un desborde trágico, como una escapada imposible.
Los retratos de Bacon son un hito importante en la historia del género: en vez de la belleza mayestática de la persona humana, interior y exterior, cuyo epítome habían sido los autorretratos de Durero, desnudan la fealdad del hombre incluso físicamente hermoso pero destruido por un daño esencial, por una mediocridad irredimible. Bacon pinta una verdad sobrecogedora del ser humano, con una economía de ideación y de medios que está lejos de rimar con esa mediocridad. No pensemos solamente en los hombres vulgares de los que está lleno el mundo. Todos tenemos que sentarnos una y otra vez en la taza del inodoro. Todos vamos a parar exhaustos a una cama, y la mayoría con una cierta temperatura además.
La habitación como cuarto es esencialmente la del cuarto de baño, o dicho más propiamente, el retrete. Esta sinceridad es una piedad secreta. También es un peligro. El cuerpo del amante de Bacon es encontrado sin vida sobre la taza del inodoro. Se ha tomado unas pastillas para castigar a Bacon. Aquí, oh Wilde, la naturaleza ha imitado al arte. Y la imita mal, muy mal, porque el arte es siempre la libertad de la piedad y la naturaleza no puede con tanto. Es lo que explica por qué Bacon no se suicida ni después de la noticia, cómo es que resiste hasta su propio final: él no está encerrado en el inodoro, ni siquiera en la galería, mucho menos en el cuadro: él está libre y haciéndonos libres al mostrarnos un retazo de nuestra esclavitud. El rectángulo del cuadro no es un cuarto.