De los güijes escuché hablar desde niño, aunque el privilegio de poder acercarme de una manera excepcional a la maravillosa criatura se lo debo a mi tío Eduardo Rosa García, viejo morador de la zona de Juan Benítez, situada a medio camino de la carretera que va del pueblo de Jatibonico al de Arroyo Blanco, perteneciente en la actualidad a la provincia de Sancti Spíritus, donde el buen hombre y gran pescador tenía su casa. El testimonio de Eduardo me impresionó en el umbral de los nueve años, y fue la causa de una inmediata búsqueda investigativa que llevé a cabo sobre el fantástico mundo de los güijes. Supe así, con los arqueólogos cubanos José Manuel Guarch Delmonte y Alejandro Querejeta Barceló que: “Pocos, muy pocos son los mitos aruacos que han persistido en el tiempo. Tal vez algunos se escondan detrás del sincretismo con la mitología africana, como es el caso del más difundido en Cuba: el del güije. Este mito, de origen aruaco, se ha perdido para siempre entretejido, en su esencia, con fábulas africanas y por la tradición tanto oral como escrita.”1 Envuelto sobremanera en la aureola de aquel afán erudito, intensificado sin querer por el testimonio del viejo pescador, muy pronto hube de dar con uno de los poemarios de Jesús Orta Ruiz, quien en los versos de su décima “Aparición” evoca al güije en su amplio espectro de transculturaciones al definirlo: “Jigüe, criatura enana / de negra y larga melena, / niño-pez de una sirena / amerindia o africana”.2 Mas no fue hasta que descubrí a los diecinueve años la Mitología cubana, de Samuel Feijóo, que pude apertrecharme de una imagen más detallada y profunda de ese ser tan enraizado en el misterio del mundo acuático, y acabé aprendiendo un detalle muy significativo: “aunque se establece un sincretismo entre el jigüe indio de cabellos largos y el güije de pelo encrespado, los dos, jigüe y güije, son atezados: el jigüe de color aindiado y el güije de color negro brillante”.3
El güije del que vamos a hablar fue avistado, unas cuatro veces, en una poceta del arroyo Corrales (foto que acompaña este trabajo), situado en la llanura ondulada distante pocos kilómetros de las lomas de Iguará, donde se encuentra el punto más alto de la geografía del municipio de Jatibonico. Desde cualquiera de las casas campesinas de la zona de Juan Benítez y Arroyo Blanco pueden apreciarse esas lomas en toda su majestuosidad y esplendor, cuyo nombre de indiscutible estirpe india sugiere la presencia en la comarca de asentamientos de los primitivos habitantes de Cuba. Tal presencia hube de comprobarla, de forma contundente, en uno de los terrenos próximos a un meandro del arroyo Corrales, al hallar entre la tierra recién arada numerosos trozos de cazuelas de barro de factura indocubana con apreciable grosor, así como también algunas herramientas de sílex, un sumergidor de redes y un bello pendiente lítico que de seguro formaba parte de un collar. Algunos de los fragmentos cerámicos mostraban aún las huellas del fuego, y junto a aquellos vestigios precolombinos aparecían también restos de vidrios y lozas coloniales del siglo XIX, muy probablemente de una casa establecida en ese mismo lugar. Las lomas, a la que iban los indios a buscar cuarzo y sílex para la confección de sus ajuares, en realidad son tres, dispuestas una a continuación de la otra, de menor a mayor. A ellas alude el Generalísimo Máximo Gómez en la primera oración de su cuento “El sueño del guerrero”. Con estas palabras comienza la narración: “Desaparecía el sol; apenas doraba con sus últimos rayos las cimas de las altas montañas del Jatibonico...”4 Pero dejemos a un lado estas pinceladas de la historia y volvamos al asunto del güije, que es lo que en primer lugar nos interesa. Y para comenzar afirmaré que hablar del güije de la poceta del arroyo Corrales es para mí acordarme de Eduardo Rosa García, evocar las numerosas conversaciones que tuvo conmigo cuando yo era un niño y él ya un hombre que rozaba los setenta. Su vida me resultó semejante a la de Antonio Isla, el campesino hermitaño que vivió durante más de un cuarto de siglo en la famosa cueva de Punta del Este en la Isla de la Juventud, la misma espelunca que el sabio cubano Don Fernando Ortiz definió como la “Capilla Sixtina del Arte Rupestre del Caribe” por las singulares pictografías aborígenes que se conservan en sus techos y paredes. Eduardo era un raro y por raro interesantísimo personaje. Su universo interior y actitud ante la vida se enajenaba de lo común, marcaba la diferencia. Jamás se casó ni tuvo hijos. Hasta donde conozco no se sabe que haya tenido nunca una mujer. Era el clásico lobo solitario. En el portal de su casa conversamos muchas veces, y eran la geografía y la pesca los temas de su mayor preferencia, aunque también gustaba de la historia de Cuba, de sus leyendas, enigmas y tradiciones. Cada oficio tiene sus artimañas y sus secretos, y del de pescador Eduardo se lo sabía todo. Sus aventuras en los terrenos de la pesca son sencillamente incontables. La pesca fue para él no solo una vocación apasionada sino el alimento que llevaba cada día a su mesa pobre. Quizá por eso vivió tantos años, como los chinos; por haber comido tanta carne blanca. Aunque no se le preguntara nada en relación a la pesca, justamente por ser un gran maestro en aquel oficio, la conversación siempre acababa en el tema de la pesquería, y llegando a ese punto, podía notársele ese brillo en los ojos (que en los suyos ya aparecían alternados con la opacidad provocada por el tiempo), ese brillo inconfundible que brota siempre cuando uno está enamorado o ama mucho las cosas de las que está hablando. No era para menos; Eduardo llevaba décadas dedicado a la pesquería y su último día de pesca fue una semana antes de su fallecimiento. A golpe de oficio se conocía de memoria todas las profundidades del arroyo, todos los charcos y pocetas, los secretos que todo pescador acaba descubriendo, cosas así como los lugares donde mejor los peces mordían el anzuelo, la técnica habilidosa de cómo lanzar el cordel al agua y valerse del palmiche para atraer a las tilapias y biajacas, entre otros muchos trucos y escaramuzas. Cada conversación con Eduardo era una fiesta de la sabiduría y por consiguiente del espíritu. Así, luego de habernos detenido en las cataratas del Iguazú, en las dimensiones de las anacondas brasileñas, en la vida nocturna del lince y el jaguar, Eduardo pasaba a hablar de los rasgos indios todavía presentes en ciertas comunidades de las montañas de Baracoa, y para último dejaba lo que para él era el plato fuerte, su tema predilecto para acabar el diálogo con broche de oro: los secretos de los peces de agua dulce, la forma más eficaz para desenterrar los mamporros que sirven de carnada y que viven bajo las orillas fangosas de los ríos, el día en que más tilapias capturó, cómo diferenciar cuándo mordió el anzuelo un pez y cuándo una jicotea, entre otras muchas historias, todas ellas verdaderas lecciones de un bregar por el mundo en humilde comunión con la naturaleza. Fue así como se me ocurió preguntarle, con el propósito de agregarle cierto aliento humorístico a la tertulia que celebrábamos en el portal delantero de su casa campestre, si en sus tantos años consagrado a la pesca por aquellos ríos y arroyos de su región natal no había visto nunca un güije. Eduardo abrió los ojos de una forma que sospecho semejante a la primera vez que se halló frente a frente a la sagrada criatura. Tanto he recordado y tratado de oír otra vez su conversación de ese día, que me parece oírlo aún, como si lo tuviera delante:
“Casi todos los días, siempre por la mañana temprano, salgo a pescar. Aunque a veces me voy lejos hasta el Zurrapandilla, mi lugar habitual de pesca es el arroyo Corrales, ese mismo que pasa por aquí cerca de mi casa. De ese y los otros arroyos y charcas de por acá me conozco todos los recovecos, todos los palos que crecen en sus alrededores, todos los trillos y barrancos.
”Al güije lo vi unas cuatro veces. Siempre se me apareció en el mismo lugar del río, en la poceta que está cerca del puente de la carretera, donde el Corrales se divide en dos brazos. Justamente ahí, en la poceta donde se encuentran los brazos de agua era que se me aparecía el negrito. A veces he pensado que el güije escogió la poceta por eso, por ser el lugar donde el arroyo se divide en dos, formándose para el que está en el centro de la poceta, unos tres caminos de agua. Eso tiene su misterio. El arroyo Corrales es afluente del Zurrapandilla, que a su vez acaba uniéndose al río Jatibonico del Sur.
”Pues te diré que la primera aparición fue la que más me impresionó, podrás imaginarte que yo eso no me lo esperaba. Te explico mejor: resulta que tengo la costumbre de atraer a los peces con palmiche. A todo lo largo del arroyo hay cualquier cantidad de hileras de palmas, y lo único que tiene que hacer uno para que los peces vengan y piquen rápido es lanzar al agua, cerca de donde está el anzuelo con la carnada, una que otra semilla de palmiche. A los peces les encanta comerlas, y en cuanto oyen el sonido de la semilla al caer al agua hacen su aparición. En eso estaba yo, lanzando semillas de palmiche, pero los peces no picaban, como si se hubieran esfumado de pronto de la poceta. Así que decidí esperar, y no lancé más semillas al arroyo, pero a cada rato escuchaba que caía alguna que otra, pues aunque uno no las vea en el momento en que caen, por el sonido que producen al caer uno sabe bien que lo que cayó en el agua es una semilla de palmiche de alguna de las palmas que crecen en las orillas. Mas resulta que hubo un momento en que sentí la caída repentina de un montón de semillas que provocaron gran estrépito, y ahí si me puse a mirar a mi alrededor, pensando que alguien conocido estaba haciéndome una broma. Y ahí fue cuando, al volver la vista a la poceta, vi al negrito aquel sentado muy campante en medio del agua, sin hundirse, y con una sonrisa de oreja a oreja, con un puñado grande de palmiche en una mano, el cual lanzó esta vez delante de mis propios ojos. Quedé impactado, aunque te juro que no sentí miedo, porque tenía la seguridad de que no iba a hacerme daño. Era de color tierra, con ojos muy grandes y la mirada como asustadiza. No dije una sola palabra, solo me quedé donde estaba sentado, sin dejar de mirarlo. Él hizo lo mismo y de repente se zambulló y el agua en el lugar de la zambullida me pareció que se puso por unos segundos como iluminada. Otros en mi lugar, estoy seguro, se hubiesen ido espantados. Yo en cambio, que hasta ese momento no había atrapado ni una biajaca, decidí seguir con la pesquería, y esa mañana fue la vez que yo recuerde que más peces capturé, alrededor de unos quince o veinte, todos tan grandes como para haberlos retratado antes de llevarlos a la mesa. Es por eso que yo digo que el güije apareció para ayudarme. Seguro estaba aburrido de verme casi a diario ir a esa misma poceta donde tiene su casa, y como él tiene su aché, su sabiduría, entendió que no representaba un peligro, y quiso hacerse mi amigo. Y mira si no estoy para nada equivocado, que esta historia se repitió unas tres veces más, hasta que un día dejé de ver al güije o él no quiso dejarse ver más por mí.”
Al güije del arroyo Corrales, hasta donde he averiguado, lo distinguen, en correspondencia con el testimonio de mi ya difunto tío Eduardo, la costumbre de lanzar al agua, en presencia de un pescador, abundantes semillas de palmiche, como una especie de conjuro, y así ayudarlo con la pesquería. No se parece mucho al güije de la charca del río Guayacanes, acá en mi provincia natal de Ciego de Ávila, que dicen que solo sale, como otros muchos de su amplia familia, para meterle miedo a la gente. Ni siquiera se da un aire al güije del arroyo Manchaca que asegura haber visto, sin que le hiciera jamás daño, la poeta Ileana Álvarez allá en su infancia en la barriada de Chincha Coja, mucho menos lo creo emparentado con el famoso güije tirapiedras de Violeta, también de mi terruño, que valientemente desafió a la Guardia Rural sin que esta nunca pudiera salirse con la suya. Tampoco ni de asomo se parece en su actitud al “Güije de la Bajada” de Remedios, mencionado por Don Fernando Ortiz en su Historia de una pelea cubana contra los demonios, al cual seguramente le hubiese encantado retratar, como jamás comparte demasiados denominadores comunes con el resto de los numerosos güijes aparecidos en las aguadas del archipiélago cubano, recopilados por Samuel Feijóo en su deslumbrante mitología. En lo único que concuerda, tras un primer vistazo, es en su naturaleza de negrito simpático y risueño, y también en el don de poderse sentar sobre el agua sin hundirse, como mismo uno se sienta en un taburete.
Recientemente volví a la carga con las pesquisas sobre el güije del arroyo Corrales, en Jatibonico, pues se me ocurre que de la misma forma que se dejó ver por Eduardo Rosa García unas cuatro veces, pudo igualmente haberse dejado ver por otros viejos vecinos de la comarca. Recorrí unos cuantos kilómetros a pie, crucé cercas de alambres de púas con no poca dificultad, desgarrándome la piel y la tela del pantalón, tuve que poner pies en polvorosa para escapar de los colmillos de los perros guardianes de las fincas, se me acalambró la lengua de tanto preguntar a los guajiros y pescadores de las casas aledañas al arroyo Corrales sobre la increíble criatura, averiguando sobre todo con los nativos del lugar y que más años contaban de vida. Tarea infructuosa. O el bueno de Eduardo, y que su espíritu me perdone si digo mal, era un buen narrador y muy imaginativo y acabó inventándose esa historia, o tuve muy mala suerte en dar con otros testigos de la existencia del güije, o sencillamente el fabuloso negrito solo se dejó ver por Eduardo, hombre de iluminado espíritu. Tal parece que solo en el veterano pescador llegó a confiar, bien porque era dueño de algún don insospechado por nosotros, bien por algún misterio que solo el güije conoce y cuyo desciframiento se nos escapará siempre como un ave. Pues recordemos que el güije se dejó ver no una sola vez, sino cuatro, y en cada aparición la criatura, parecida en esto al camarón encantado de Lopi, el del cuento de “La Edad de Oro”, premió a Eduardo con el don de su suerte y un primordial sentido del humor.
En lo personal no creo que nadie más vuelva a ver el güije del arroyo Corrales. Algunas personas no oriundas de la región, han hecho de este arroyo y de otros que existen en la comarca el escenario principal de sus vandálicas depredaciones. No pescan de la forma sana y tradicional que lo hacía Eduardo, amante apasionado como lo fue de la naturaleza, sino que sumergen cables eléctricos en el agua y lanzan grandes descargas, por las que no queda en el arroyo cosa viva, llevándose a casa los peces grandes y quedándose muertas en la superficie del río las crías pequeñas. A ese paso, no quedará en las aguas títere con cabeza, como suele decirse en el lenguaje popular. Mucho antes de que las intrusas clarias con su apetito voraz extingan nuestras especies autóctonas de agua dulce, terminarán haciéndolo estos modernos pescadores con su macabra tecnología. Aunque es el güije una criatura mágica, sobrenatural, un espíritu que tiene facultades para que nada terrible lo dañe, difícilmente haya querido permanecer en el arroyo. Ha de haber emigrado a otra charca, “espantado de todo”. O aún mejor, en un intento desesperado por la sobrevivencia del que no están exentas las cosas sagradas, tal vez haya logrado adaptarse a vivir entre las raíces de una palma, fuera de su elemento, junto al orisha Changó. Me complace creer que esa fue la última travesura del güije del arroyo Corrales: cambiar de residencia como un desafío a los naturalistas y a los perseguidores de los fenómenos paranormales que se atrevan a buscarlo. Si Eduardo Rosa García, el viejo pescador de la zona de Juan Benítez y al parecer único testigo de la existencia del güije estuviera aquí, al leer estas evocaciones, de seguro lanzaría una queja y daría la cuestión por agotada para pasar, acto seguido, a desentrañar misterios de sus dos disciplinas predilectas, y así trasladarme a las latitudes donde florecen mejor los cactus en invierno, a las cimas rocosas de los picos más altos de la Tierra, “a la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones”.5
1 José Manuel Guarch Delmonte y Alejandro Querejeta Barceló: Los cemíes olvidados, Publicigraf, La Habana, 1993, p. 49.
2 Jesús Orta Ruiz: Cristal de aumento, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 337.
3 Samuel Feijóo: Mitología cubana, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2003, p. 78.
4 Cuentos cubanos del siglo XIX, Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1977, p. 276. En relación a la zona de Iguará y las guerras por la independencia en el siglo XIX, la tradición oral habla de la existencia de un tesoro. Se dice que por órdenes militares recibidas, soldados de las tropas españolas enterraron una enorme cantidad de monedas de oro, para que no cayeran en manos de los mambises, las que estaban destinadas al pago de sus compañeros de guerra. Por azares de la vida el dinero no fue jamás sacado de su escondrijo.
5 Dulce María Loynaz: Obra poética, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2002, p. 150.