“Príncipe de la poesía”, dijo alguien, quizás César López, llamando su atención y la de quienes aún no lo conocíamos . Era el primer día de la Jornada de la Poesía Cubana que se celebraba en Sancti Spíritus, y Frank Abel Dopico (1964-2016) había acabado de ganar el premio nacional a que aspiraban por entonces todos los poetas jóvenes, el “David” (1988), en una época en que la juventud empezaba a producir una separación definitiva del vasallaje representado por la poesía políticamente comprometida de generaciones anteriores. Llegó con su gran melena, su amplia sonrisa, y todo el tiempo estuvo causando admiración por su verso tan fluido, un discurso muy parabólico y lleno de intertextualidades.
Es la imagen que perdura en mi mente. He borrado, no he querido guardar la imagen de una sombra que volví a ver, y por última vez, cruzando el parque Vidal de Santa Clara, cuando no le quedaba más de un año de vida. Iba entonces con tanta timidez y miraba como desde el otro lado del polvo. Su suavidad de espíritu, su bondad, así como sus desventuras vitales, no deben de poner en duda su fortaleza poética. Su obra forma parte de un momento de gran liberación en la poesía cubana. Los poemarios que escribió, empezando por su opera prima, El correo de la noche, ganador del mencionado premio, trajeron las buenas nuevas a la literatura cubana de que la “otra” patria de Martí y Casal, la noche, antípoda del escenario social y colectivo, seguía tendiendo puentes a los más auténticos, atrevidos y fieles mensajeros.
Su generación, entre desgarramientos, ha debido pagar una alta cuota de sacrificio, devorada por la tierra o el mar, entre incilios y exilios. Por cercanos, y de tan fragmentados, quizás sea difícil entender para la crítica en qué radica la rareza y la coherencia de algunos de sus mejores alientos, como Dopico, Heriberto Hernández y Alberto Rodríguez Tosca. Por lo pronto, en lo estrictamente literario, es de destacar la superación del discurso introspectivo por excelencia que a mediados de los ochenta parecía la única o la más grávida alternativa al lenguaje testimonial, coloquial y prosaico impuesto como supuesta norma de una sociedad cubana socialista.
Sin terminar cautiva de fórmulas estetizantes, esta poesía encontró vínculos de continuidad con la tradición lírica clásica, y, al mismo tiempo, un modo de decir inteligente, suspicaz, que llevaba a otro nivel la comunicabilidad con el público inmediato. El desenfado del sujeto lírico, la “ficcionalización del yo”, se revela como uno de los subrayados más diferenciables de esta sensibilidad que resultó ser —o parecer, da lo mismo—, entonces, auténticamente “nueva”, indicio de su espíritu antihegemónico y una referencialidad descentrada.
“Alicia mía, hemos crecido tanto y demasiado solos”, termina diciendo Dopico en “Carta” de El correo... enviada al personaje de Lewis Caroll por un Peter Pan desilusionado, triste y viejo. Luego, encima de ese texto, y fundamentalmente ese verso, Karla Suárez escribiría un cuento excelente y repetidamente antologado, sobre la soledad y la terrible apetencia de amor. “En mi isla la noche sigue brotando de los pavorreales”, confesaba allí el poeta a su amor imposible, y daba cuenta de sus intentos de superar los fatalismos y mover los límites: “Con unos remos logré mover la isla hacia otra parte. Fue una gran tontería. Las aves la volvieron a poner en su lugar”.
Tomando la gran piedra de la poesía cubana, el tema o la visión de la condición insular, en busca de libertad, intentó moverla o sacarla del camino. ¿Puede la poesía cambiar la vida cuando no se nos deja abrazar casi nada que vive? Quizás algo siempre cambia o nos cambia. Sabemos que esa misma piedra, si no le impidió crecer y perder la inocencia, atrajo o acompañó al poeta hacia el fondo del silencio.