En la antigüedad, los sueños repetidos tomaban, por su porfiada resolución autónoma, un sentido sagrado. No es un tipo de experiencia que yo conozca. Sin embargo, para mí, galeote alegre en el trabajo forzado de soñar sin rumbo fijo, tal discontinuidad no significa vacío insalvable si quiero constatar que mis sueños, aquellos más originales, quizás tanto como cualesquiera otras invenciones artísticas, también participan de contenido y función independientes. Ignoro lo que es volver a un sueño como a la página de un libro dejada a medio leer. Pero sí he vivido, allí dentro, y por más de una jornada, en la trama de una misma ciudad.
Recorro calles distintas, entro y salgo por puertas y ventanas de edificios nuevos, extraños, irreconocibles a la luz de mi memoria o de anteriores sueños, sin que nada de eso quite que me sienta dentro de un espacio familiar y genealógico. Por supuesto, me refiero a un fantasmal diseño urbano que no es, no quiere ser un simple calco de la aldea en que vivo o cualquier otra abominable repetición. Era un teatro a modo de circo medieval, fue una estación de trenes-peceras, ha sido una terraza en que conversaban Casal y Lezama, o una oscura zona portuaria con librerías y naranjos en vez de prostíbulos, pero me convenzo de que están en la misma ciudad, aunque comprenda que jamás podría atraparla de un vistazo: por más pequeña que ella sea, y por muchos años que yo viviese, aún quedarían siempre calles que nunca desandaría, rostros sin descubrir, zaguanes no hechos para mí, por lo que muchos sitios vividos se quedan —quiero creerlo— al doblar de una esquina.
La ciudad que lo realiza a uno, está hecha de todas las ciudades que, aunque jamás tocadas, haya penetrado o evadido el rayo del deseo, son entidades culturales y polinizan: La Habana en la que el campesino a veces quiere llegar a tiempo a la venta de un libro raro; Venecia, reflejo de rostros en el envés del agua; Sevilla, torre donde penan láminas de voces bajo llave; aquella ciudad reconstruida tras la guerra usando como referente los cuadros de un pintor; y los valles interminables pero techados donde llueve con la tristeza de Tarkovski.
Es un hecho que la suma de días y noches que he vivido en la urbe de mis sueños no pertenece a la historia de la felicidad. Angustias predominan entre visitas o viajes. Trátese de problemas de gran calado —el sufrimiento escarba mejor y se impregna más—, sean torpezas del coleccionista al instante de tomar apurado algunas muestras de sus vivencias y trasladarlas al despertar, hacia donde un sol tropical chamusca y deforma... pero innegable es que conservo sobre todo pesadillas, alimañas. Ni tan externas ni tan inefables. Ni la Politeia con que Platón soñaba restituir equilibrio entre hombres y dioses. Ni Metrópolis (filme de 1927), casi el mismo sueño tenido por Fritz Lang seis años antes mientras su barco se aproximaba a Nueva York, una ciudad donde siempre era de noche porque los edificios ocultaban el sol.
Claro, no es una noción del bien o del mal lo que más debería interesarme. ¿Por qué mi alma, cuando el cuerpo se desconecta, cuando queda apta para hacerse errante como es dogma de los pueblos primitivos, escapando de mí —incluso de toda circunstancia equívoca—, necesita pasar por el sistema de medidas y señales de una ciudad? ¿Por qué la estoy fabricando siempre? ¿Por qué ese contrato que significa concordar todas las capacidades de perdernos el uno dentro del otro? Y, cuando creo que encuentro la salida, una vía de regreso a tiempo para despertar en unión armónica de cuerpo y alma, ¿por qué vivir para recordar, para hacer exégesis deficiente de moradas interiores como si se tratara de una máquina que podría sustituir no ya el arte secreto del albañil sino el mismo sueño físico, una Ciudad de las Nueve Puertas?
En la búsqueda de armonía, al participar del coro de actitudes, negociando conductas implícitas en esas formas y proporciones aparentemente inamovibles del espacio público, sería saludable optar siempre por aprendizajes recíprocos entre lo adentro y lo afuera, que la caza de signos asegure fugas, tímidos roces, estimulantes visiones. Es el diálogo coral de la ciudad, soledades, paraísos perdidos. No desperdiciaba su tiempo el montañés Joe Slater, que pasaba buena parte de su vida durmiendo, si cuando despertaba hablaba por un rato en el idioma de un frenesí casi inhumano, aunque poco después olvidase todo lo que había dicho, ni habría experimentado ninguna cómoda y antisocial ausencia de la sociedad durante sus aislamientos, ni chato era su piso añadido a la babélica ambición de toda villa por apropiarse aquella geometría inefable de la Jerusalén Celeste, incluso aunque el mismo Joe, el pobre, fuese sólo una invención de Lovecraft.
La visión de lo(s) otro(s) como infierno, podría engañar con la ilusión de una vía externa de purificación interior, en todo caso inevitable. La ciudad o vía íntima, de la que soy ciudadano con más sentido que aquella aparentemente real en la que me aguardan mi mujer y mis hijos de carne y hueso, es al mismo tiempo entrada y salida de mi corazón, mi voluntad actuando en lo desconocido. Lo que disfruto además de soñarla o vivirla, no es traerla a cuento, sino poder regresar a ella sin previas capitulaciones, sin trámites entre ganancias o pérdidas, llenarnos mutuamente y comprobar que me justifica y la afirmo. ¿Qué leyes naturales o qué necesidades llevan a una persona a construir sobre el vacío del sueño, levantar y sostener una ciudad? No la busco y no me espera, porque siempre soñamos algo más que lo que se puede colegir o prever de lo vivido. Su estar ahí, significa el estado de una presencia sagrada, indistinta, mensajes del altísimo donde no existen diferencias entre la interrogante y la respuesta.