Carlos Sotuyo es un profesor de matemáticas, tal como lo fuera, recordemos, aquel enigmático de Charles Lutwidge Dodgson, cuyo verdadero nombre, Lewis Carroll, descubrió en un polvoriento dolmen del país de maravillas. Pero la relación de Carlos Sotuyo y la poesía es aún más cercana, más misteriosa si se quiere. Acudamos a ese dato de su vida y hallaremos la magnífica iluminación de una vivencia oblicua lezamiana: el ser consagrado al desciframiento de lo lógico descubre las resonancias de una música que es la hermosura y la constancia del todo, y ante la imagen refractada del misterio, viaja por los abismos de una geometría más alta, para mostrarnos, sin recelos, toda su excelsa luz. Lo que Blaise Pascal se proponía para sus Pensamientos: el axioma poético atravesando la oscuridad mental como reverso interior de la claridad de afuera, para Sotuyo, un cubano universal, se trata de la infinita materia de esa claridad de la que se componen los finitos cuerpos en la realidad de la poesía:
Todo lo que tocamos tiene límites.
Todo termina en algún lugar.
Pero no la verdad del ser en nosotros.
La verdad del ser en una llama inextinguible, incendiando los bordes del poema, nos conmueve por la serenidad con que se dice. Ha de ser por la desaparición transitoria del verbo en el último verso, que este fragmento adopta la majestad de una música razonada, como de orfebre pitagórico. A fin de cuentas, el exergo martiano ya nos pone sobre aviso: “Todo es hermoso y constante; / Todo es música y razón”. Así comienza la aventura por Las Islas de tu Cuerpo, y así persistirán las ciento once “islas” de este libro, como diamante sosegado algunas veces, como fulgente piedra otras, pero siempre bajo la enigmática gracia que reviste a los teoremas. También la hipótesis matemática tendrá lugar, para mostrarnos al final de los textos —golpe sibilino— “la simetría y latitud del Universo”.
El poeta, que se siente parte de la desmesura del mundo, pues “somos concebidos en estado de éxtasis”, sabe que “yo es uno”, un uno que es de fuego, y sin embargo, obedece a la calma como su entera salvación. El Ser que es la respuesta, la afirmación última; la pregunta es el otro, el soberano, Dios. Al igual que los poetas sapienciales de Asia, su poesía se fundamenta en la pobreza, en cuya vida se instituye la herramienta eficaz para ofrecernos el aprendizaje del Amor y la contemplación del Universo. Como una revelación se nos dice: “El Ser se define ante la imagen como la flor que brota orientada al astro”, y en este otro, que es casi un oxímoron perfecto: “Asciende el hombre en la Renuncia, como quien depone una estatua en la blancura del fuego”. Resulta difícil imaginar que un estado distinto de la inspiración pura sea el responsable de estas verdades, donde la realidad es pulsada hasta la sacralidad de sus esencias.
Escuchemos a este místico del saber humano en su visión insólita del ser, que como la luz, además de su naturaleza corpuscular, posee “la consistencia de una vibración”. El ser es entonces, luz, y atraídas por la gravedad, “finalmente, las Islas caen, y se reúnen”. Debemos estar de acuerdo en que no existe en toda nuestra literatura un tono como este, que prescinde del tiempo y del lugar que lo habita, para situarse quizás en el vacío —el silencio al que se rinde homenaje con la página en blanco—, o en la nada, o en el cielo abierto, donde una cuerda suspendida en lo alto marca el dominio del hombre para fundar sobre lo inverosímil, la realidad de su persona. Cada vez más próximo a los aforismos, y a la imagen de Newton recreada por Blake, el poeta condensa la creación y la sabiduría, en la voz del hombre de ciencia que teoriza en las alturas: “El cero es parábola de la infinitud”, y su firme respuesta, que no se hace esperar, como el eco que emerge de una sima: “El uno, como propiedad del universo, demuestra que el ser resiste la nada”.
Tengo la impresión de que tanta audacia del conocimiento terminará por abrumar a muchos hijos de la contemporaneidad, cuya banalidad centralizan como una hoguera solar, pero sin llegar a develar jamás “el árbol de los siglos”, ni sentarse a cantar en la noche fría, como el hombre del paleolítico, a quien francamente no superan. ¿Sentirán alguna vez la compañía de “la música de las esferas”? La respuesta está escondida en los axiomas de este libro, como los viejos manuscritos que rodearon a Alicia en su caída inmortal. Ningún hombre es una isla porque ningún hombre es el Hombre, parece sugerirnos el poeta que ha ideado la “ley de la armonía”, para comunicar a todos con el Todo, a través de las sumas amorosas del modelo definitivo de ese universo, “donde la pluralidad existe pero está contenida en el entero”.
“No ruego ante la nada, porque aun ante la nada soy feliz”, nos dice finalmente Carlos Sotuyo, y alcanzamos a comprender que esa felicidad esgrimida ante la nada como un templo, se alza desde el sufrimiento de las islas sumergidas, en la parte inconclusa de la cuarteta martiana, como un programa cumpliéndose en secreto a lo largo del texto:
y todo, como el diamante,
antes que luz es carbón.
Celebremos, pues, al poeta que ha logrado la reunión de estos contrarios, en la armonía de su tono purificador y en el ardor de sus hermanos de la tierra.
Carlos Sotuyo (Morón, Ciego de Ávila, Cuba, 1958) reside en Miami. Graduado de Química en 1982. En los últimos años ha estudiado y enseña matemáticas y estadísticas. Junto a un grupo de amigos trabaja en la Editorial Homagno, empresa sin fines de lucro. Por este sello editorial han aparecido dos títulos suyos: Palabras en la noche (2005) y Las Islas de tu cuerpo (2013). Ambos títulos, y otros de Homagno, están disponibles en amazon.com, y pueden ser descargados también aquí: http://www.homagno.com/tierra.htm