Tal vez el Orientalismo, más que una disquisición o averiguación sobre el Oriente, ha sido el espejo –roto- donde Occidente ha tratado de construir, o reconstruir, su propia imagen.
Se exageran unos rasgos no sólo con ánimo de distorsión. Exagerando algunas particularidades del otro –como en realidad se hace en la vida corriente-, la diferencia nos integra a la posibilidad no sólo de llegar a ser ese otro, sino también de evitarlo: la nariz jorobada del judío, el color amarillo del chino, la cimitarra chorreante de sangre del árabe, no son únicamente enfáticas figuras de ficción. Son juicios de valor, entidades antropológicas, comercios de las políticas culturales simbólicas que emulan la lucha por el espacio y el dinero con el objeto que tratan de representar, o abolir, según el caso. Prodigios folclóricos o terroríficos de la ficción involucrada en la vida, en la historia como un vasto y terrible cuento del que no se acaba de despertar y que se imbrica con la Ficción.
En su libro Experimento con la India –cuaderno de viaje-, refiriéndose al milagroso cuerpo de San Francisco Javier –“durante siglos el cuerpo sobrevivió intacto en estos climas maláricos y torpes”-, el escritor italiano Giorgio Manganelli habla del acabamiento del mito en nombre de la metamorfosis:
Sin embargo, queda la pregunta de si la seducción no está exenta de violencia, pues Occidente lanza el cuerpo de Francisco Javier en el terreno del otro -como lanzó el cuerpo de Cristo a lo Desconocido, tanta molestia causaba-, y así procura una rectificación de los límites del origen. Del origen incierto de Occidente. De la construcción de una vastedad –infinitamente colonial-, que no se limita a los Concilios, a la certificación de la primera piedra, a la fractura –inverificable- de un Primer Mundo en una nueva infinitud.
La lógica de la evangelización y la lógica de la colonización se interpenetran en el cuerpo –sacrificial al estilo cristiano-asiático, estoico y astuto al estilo jesuita - del probable Santo, que quizás prefirió ser indio a mantenerse en tierra de nadie.
No siempre, como cree Edward Said en su crucial volumen Orientalismo (que asegura ver en la mente de Occidente un progreso doble, a ratos hegeliano, entre la posibilidad de discriminar verdad y mentira, apariencia y verdad, de la propia mente como creadora de diferencias y de un mejor orientalismo por una institucionalización del discurso del saber), no siempre se procede por entendimientos que se ventilan como se ventilan los pactos: a través del movimiento rígido de las políticas que arrastran su carga de retórica, de ficción, de imaginario político. Las señales del entendimiento no siempre son claras. Y los pactos solapan su porción de violencia potencial.
La pregunta por los ocho brazos (o tentáculos, tendría la tentación de decir uno) del dios Shiva, ciertamente, podría tener un discreto abanico de respuestas; pero su misterio –por origen, por transfiguración del origen, y por coacción de la mente ante los límites de la razón- quedaría intocado como philosophia perennis, como cautela frente al socavamiento de una intención que siempre permanecerá extraña para las culturas, entrelazadas en su incierto devenir desde el Uno o desde la Multiplicidad contenida en el Uno. Llegar a ser indio la mayoría de las veces sólo se logra por posesión de un turbante; o enrevesando los bigotes. Detalles que no alcanzan si uno no se decide como Cristo al peligro de la Infinita Soledad.
Si es cierto lo que asevera el estudioso Jean Lacouture en su capítulo “Diálogo en Yamaguchi”, Francisco Javier estaba encandilado, maravillado, con-fundido, más por el carácter de su misión colonial-evangelizadora que por la cantidad de brazos de Shiva:
Había partido hacia Asia como hacia un desierto superpoblado, una de esas extensiones que los cartógrafos de la época señalaban de este modo: Hic sunt leones (aquí hay animales feroces), llevando consigo únicamente, se dice, “su breviario y su crucifijo”.
No comprendió, ni quiso comprender, Francisco Javier “la grandeza que la civilización india y el brahmanismo mantenían oculta bajo la miseria de las apariencias” –o no le era lícito comprender por el carácter (fuerza y misterio) de su misión, que se basaba muchísimo en la resistencia romana del cuerpo y el entusiasmo griego del alma y y una salvaje santidad que concede el Nuevo Espíritu, aún Terra Incognita, de ahí su valor,
Así, pues: ¿por qué la incorruptibilidad del cuerpo de Francisco Javier? ¿El misterio convertido en narración siguiendo ese hilillo de sangre desprendido de un dedo arrancado por una devota desquiciada? ¿Y, más que nada, o, sobre todo, por qué el cese de esa incorruptibilidad, como un hiato que no podemos entender, porque entenderlo significaría nuestra transformación?
Posiblemente para que la imagen termine de encarnar, y los gusanos acometan la extraña empresa de crear el vacío de una encarnación cultural, si se entiende por cultura ese violento sobrepujamiento de unas imágenes por sucederse a las otras, como hace el dinero consigo mismo y con las emociones de los hombres.
Pero ese misterio ya lo conocemos. El que no conocemos es el otro.