En 2005 Joel Besmar abre una etapa de madurez en su pintura: comienza la Serie de los Libreros, que dura hasta el presente de este artículo. Con un giro al que el epíteto de copernicano resultaría justo, este pintor que había hecho de los medios mínimos del arte pictórico un ejercicio virtuoso de significación y fuerza, y que ha desdeñado su probada capacidad para la técnica tradicional más lujosa, se decide a desarrollar sus visiones mediante el escándalo de una variante del género de la naturaleza muerta, convertido hoy en día en recurso para principiantes. Con el título de Un golpe de dados jamás abolirá el azar, el primer óleo sobre lienzo de esta serie, Besmar inicia un desfile descomunal de obras —más de cien en distintos formatos, hasta hoy día—, donde predominan los libros, por lo general instalados en un librero corriente, otras en estado de acumulación o explosión, concertados con otros objetos alegóricos, o como parte de paisajes simbólicos. Y ya en ese primer trabajo vemos, referencia mallarmeana delante, la intención del autor: los libros de carátula dura, como antiguos, van ordenándose del estante más bajo al más alto, siguiendo la vertical que para él metaforiza el sendero de la llegada al saber, a la cabeza del mundo que es la indagación del humano creador.
¿Por qué este protagonismo de los libros? Ellos aparecen en la pintura mundial desde la antigüedad, pero rara vez como centro o eje de la obra, sino como parte de su narrativa: un santo y la Biblia, por ejemplo. De nada vale sospechar o saber que el pintor es bibliófilo y que posee una biblioteca muy escogida: o sí, porque si importante es en esta serie la figura del libro como tal, siempre con esos lomos fuertes y nobles que nos declaran títulos o nombres de alcance filosófico, más significativo resulta el hecho de su posesión, acumulación, relación y cuestionamiento: no es un libro, no es ni siquiera el libro, son los libros en un plural muy deliberado, es el hombre que los reúne, que los colecciona, que los ordena o los desordena, que construye con ellos un pensamiento o que los rechaza como engaño o fraude. La figura antropomórfica que abundaba en las etapas anteriores de su pintura, desaparece o se reduce a un maniquí o a un atlas anatómico: ahora está delante del cuadro, es el hombre real que está manipulando estas unidades cerradas, mónadas desafiantes, enigmas poseídos de una sabiduría posible, o imposible, o tal vez imposeíble. El pintor ha efectuado sus ascensiones, ha subido hasta su propia cabeza y ahora se indaga por lo que hay ahí, por el contenido de sabiduría prometida, de fuerza espiritual conquistada, que no reside en un libro en sí, sino en la sumatoria y arquitectura de esos volúmenes. El hieratismo característico de este autor continúa en esta serie con esos libros habitualmente herméticos, que cuando están abiertos muestran una página en blanco; en esos estantes elementales que llenan el encuadre como con una rigidez interior, o con los libros engastados en piedra; o llenando el lienzo hasta los bordes en un derrame asfixiante o una versión de una prisión de Piranesi. Esa seriedad, que incluye la ironía, proviene del sentido religioso de una actitud ante la sabiduría: los libros, la información, el pensamiento humano establecido positiva o negativamente, pero siempre enfrentados a la necesidad de constatar la existencia de una Sofía, de un saber trascendente al hombre y fundador de lo mejor de él. De ahí que, lejos de caer en los desmelenamientos y rasgados de vestiduras del arte contemporáneo, esta serie prolonga la serenidad del arte de este autor: a veces esa espléndida tranquilidad se transforma incluso en alegría fuerte y desbordada. La sabiduría humana, incluso si no se la identifica con la Sofía trascendente, sirve para construir una permanencia cabal en el mundo.
De ahí que los libros concebidos como alegorías del pensamiento en cualquier variante de importancia, resulten sometidos por el autor a unas operaciones de significación: de ordenamiento, que incluye el desorden, y de relación, con otros objetos o con el entorno o con otros libros. Siempre fue característica de la naturaleza muerta la selección y muestra de objetos en una relación significante, más allá de la belleza del conjunto. Pero ni siquiera en el período flamenco, tan ansioso de simbolismo, las naturalezas muertas se atrevieron a unas propuestas de meditación ambiciosa. Besmar se concibe a sí mismo como un constructor de sentido, como un arquitecto de metáforas visuales a partir del libro como icono de la sabiduría. Cualquier elemento que aparece en uno de estos lienzos, una mariposa disecada, una piedra, un título en lengua extraña en un libro desvencijado, está allí con una intención y una ambición muy deliberadas. Como en las etapas anteriores de su obra, tanto los elementos que construyen el cuadro como la relación que los une, debieran ser considerados con calma y cuidado por el espectador. Imposible ver caminando, estrategia del consumidor de arte en bienales. Hay que arriesgarse a contemplar con detenimiento, fácil tarea en verdad pues estas obras captan la mirada en una especie de arrobo, tanta es la fuerza de su espléndida belleza. El lienzo puede ser estudiado a lo Panofsky, exégeta que el autor admira: merece ser leído como un libro. Los libros nunca muestran su contenido porque el cuadro es el libro. Sin embargo, hay que haber leído mucho para leer como un libro uno de estos cuadros: la lista de autores y temas referenciados en los lomos resulta apabullante, y sin tener una idea de ellos la lectura del cuadro será siempre incompleta o dudosa. El artista contemporáneo intenta ser llano, simple, al alcance de cualquiera: Besmar nos impone una distancia aristocrática, pues no hay forma de abordar el tema de la sabiduría sin haberla intentado por el conocimiento directo de los sabios. Esta pintura agrada a todos porque constituye un espectáculo de hermosura inexcusable, pero está lejos de ser inmediata o sencilla: una avalancha de significados nos aguarda en cada lienzo, a veces en el límite del hermetismo, si nos faltan algunas claves de cultura o de información: conviene saber algo de Alquimia, por ejemplo, para descifrar la máquina ascensional de algunos de ellos: literalmente los libros y los objetos se destilan hacia el oro filosofal en el estante superior de los libreros.
Tales propósitos contienen ya suficiente poder y elocuencia para bendecir una obra –y desde luego, estos apuntes están lejos de pretender clasificar su opulencia-, pero ocurre que se establecen además dentro de una narrativa y un drama intelectuales. Porque las operaciones propias de la mente que busca el saber no nos aseguran la verdadera Sofía. Aunque el centro de estas arquitecturas librescas vota a favor de una imagen positiva y optimista del saber y de la creación, la realidad de la búsqueda de la sabiduría estaría mutilada y quedaría ineficaz si no abordara también el fracaso de muchas de sus orientaciones y procedimientos. A menudo se expresa a través del número: libros y más libros cayendo, cubriendo el espacio hasta el horizonte, volando sin rumbo o petrificándose en el suelo. La agonía de la búsqueda del conocimiento, los caminos erróneos, las falsificaciones de moda, las tentaciones y la locura de la soberbia intelectual van siendo desplegadas, ironizadas y combatidas en esas construcciones de libros, objetos y paisajes, como un homenaje a otra de las variantes de la naturaleza muerta tradicional: la Vanitas. La negatividad inevitable, aunque jamás absoluta, de la búsqueda humana de la sabiduría resulta explorada en muchas variantes explícitas o sutiles, pero el resultado es siempre, en fin de cuentas, una kratofonía, una manifestación de la fuerza del arte para entender y procesar el mundo.
Trascendiendo el formato, que puede ser vertical y heroico sin exageración, o de cámara y horizontal sin perder la intensidad sino aportando una variante de tono y gracia, la Serie de los Libreros de Joel Besmar posee claramente un rango épico, que viene dado por la dimensión de sus temas y por la misma realización en el orden formal: esa maestría hoy rarísima en la representación pictórica de la realidad, apunta a un interés por el misterio del objeto, de lo creado por el hombre o por Dios, por lo que existe y por nuestra relación con lo que existe, como huella de una sabiduría magnética a la que el pintor obedece siendo fiel a esas apariencias y a sus contenidos de juicio y de insinuación. El pintor reverencia, acaricia y descifra todo cuanto existe. Esta fiesta del Ser nos llena los ojos y nos convence. La atmósfera dorada de los lienzos nos salva.
Así, lo que a primera vista se presenta como una naturaleza muerta construida con libros y algunos accesorios, se erige en verdad como Imago Mundi: metáfora del universo creado por los recursos de la Sofía que está más allá del universo, a la que tenemos un acceso privilegiado en la reflexión y en el arte, y en la mente del Humano que quiere ascender en sí mismo para hallarla y hallarse, que quiere destilar el universo para alcanzar el Oro Intercambiable, la piedra indescriptible.
(Octubre, 2020)
Joel Besmar nació en Camagüey, Cuba, en 1968. Vive y trabaja en su ciudad natal. Estudió en la Escuela Vocacional de Artes "Luis Casas Romero" de esta ciudad, con apenas once años, entre 1979 y 1982, y luego, hasta 1986, en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENA) en La Habana, donde se graduó como Pintor y Dibujante, y profesor de Pintura y Dibujo. Su pasión por la pintura y los libros data de su infancia cuando admiraba los innumerables tomos de la biblioteca en su casa, en los que, aparte de una amplia muestra de la literatura universal, abundaban los libros de arte. A partir de ese momento y hasta el 2001 compartió su labor como pintor con la enseñanza de pintura y dibujo en la Escuela Profesional de Artes Plásticas y Ballet, de Camagüey. Desde 2001 se dedica por completo a la pintura, no realizando más labor docente excepto para discípulos individuales en su taller. En octubre del 2006 comienza a trabajar con la galería Cernudaarte, relación de trabajo que mantuvo ininterrumpida hasta enero de 2020. (Nota del Editor).