Mi abuelo, al igual que la mayoría de sus contemporáneos, “no sabía ni el Cristo”, según la expresión al uso en aquella época para referirse a aquel que no había superado en su aprendizaje la primera grafía de la cartilla, que era, ni más ni menos, el signo de la cruz.
No obstante, aunque no sabía leer ni escribir, como era liberal de pura cepa, cada vez que se convocaba a una elección, se las averiguaba, para identificar en la boleta el emblema de su partido (el gallo y el arado) y trazar una cruz, con tembloroso rasgo de su mano rústica, en el círculo destinado a votar candidatura completa, artificio inventado por los políticos para captar el voto analfabeto y elevar el factor del partido correspondiente.
Era su ídolo y líder, José Miguel Gómez, general de la guerra, más conocido después por Tiburón y por el dicho “Tiburón se baña, pero salpica”, a quien le tocó en suerte asumir la presidencia de la República después del segundo gobierno interventor norteamericano, encabezado por Mr. Magoon, aquel turbio administrador a quien se atribuye la paternidad de la “botella” en Cuba.
En su campaña electoral, José Miguel prometió, si llegaba al poder, el restablecimiento de las peleas de gallos, abolidas por el gobierno interventor americano, y la implantación de la Ley de Lotería, medidas ambas reclamadas por amplios sectores populares.
Su compañero de candidatura fue el ladino Alfredo Zayas Alfonso, ex autonomista y pillo de siete suelas, muy admirado por sus correligionarios, quienes para encomiar su erudición, ante los que la dudaban, decían: “¿Que si sabe “el chino Zayas”? Hombre, sabe hablar los siete idiomas”.
Mario García Menocal, más conocido por el Mayoral de Chaparra, también general de la guerra, graduado de ingeniero en Estados Unidos y líder histórico del partido Conservador, quien había sucedido en la presidencia al líder liberal, su ex compañero de armas, decidió, en 1917, perpetuarse en el poder, como lo había intentado primero Don Tomás Estrada Palma y como lo consiguió después Gerardo Machado y Morales. Para ello aspiró desde su cargo de presidente a un segundo mandato y para asegurar su elección decidió “dar la cañona” o “dar la brava”, como entonces se decía.
El día señalado para aquellas elecciones, desoyendo el consejo de sus amigos y pese a la noticia de que el Mayoral estaba sonándole el cuero a los liberales, abuelo se puso su guayabera, se montó en su caballito y partió hacia el colegio electoral para ejercer su voto.
Llegado al lugar, se encontró con que una pareja de la guardia rural, cumpliendo órdenes del gobierno menocalista, sólo dejaba pasar a los electores pertenecientes al partido Conservador. Pero él entró por la puerta del colegio “como Pedro por su casa” y aparentemente, sin hacer caso a las voces airadas de los soldados que lo conminaban a que se marchase por donde había venido, llegó hasta la mesa electoral, tomó la boleta que le ofrecieron los estupefactos funcionarios, entró en la casilla y, una vez más, hizo la cruz en el círculo debajo del emblema del “gallo y el arado”.
Cuando salió, los burlados guardias amenazaron con golpearlo, pero el presidente de la mesa, que conocía bien a mi abuelo, les gritó: “Dejen tranquilo a ese viejo, que está loco y, aparte de eso, es más sordo que una tapia”.
Poco tiempo después, los burlados liberales se alzaron en armas, contra “el mayoral de Chaparra”, rebelión históricamente conocida como La Chambelona, nombre de la pegajosa conga que identificaba al Partido Liberal a cuyos alegres compases jamás pudo bailar mi abuelo, muy a su pesar, debido a su irrevocable sordera.
(Del libro inédito de crónicas “Ahora que me acuerdo”)