En Cuba, en nuestras casas y en la vida pública, se nos ha preparado tradicionalmente para defendernos de los ataques de la vida, en el arte de “ser hombre a todo”, frase que hemos oído desde pequeños. Si recordamos bien, este aprendizaje partía de la creencia en que el hombre era “el animal”, dicho literalmente: “el chacal” y chacalista, el que no lloraba, el que nunca decía “te quiero”, listo para la pelea día y noche, el que pertenecía por completo a la calle, a la patria y a los paradigmas de una muerte violenta y consagratoria.
Nuestro simple “papel de hombre” como tales engendros, se probaba por el empleo de la fuerza bruta que nos hacía tomar ventaja supuestamente respecto al llamado “sexo débil” que quedaba limitado a las tareas domésticas, pero también frente a rasgos de “debilidad de las ideas”, “flojera” o confusión sentimental, abandonando lo más pronto posible cualquier síntoma de “infantilismo” o “indefinición sexual” como podían serlo la temida “hipersensibilidad”, la solidaridad y la curiosa imaginación por las delicadezas del espíritu. Con tal de hacernos un “hombre hecho y derecho”, empezaban por obligarnos a matar al niño que llevábamos adentro y enterrarlo aún más hondo en nuestra personalidad, donde no se viera ni se oyera. Este proceso de conversión en un artefacto cultural negativo, nos ha exigido a las primeras víctimas una mutilación sistemática de capacidades humanas, al ponernos en función de un ejercicio de poder y control irracional.
No ha sido la obra de un solo sexo, ni mucho menos una construcción espontánea o casual. Desde madres y padres a hijos e hijas, entre familiares, entre amistades, pero sobre todo entre estructuras sociales, económicas y políticas anquilosadas, se nos ha querido dotar de una coraza que termina revelándose como una cárcel. A la larga, el largo aprendizaje para ser “el hombre de la casa”, “el macho de la película”, “el más cojonú” e intransigente de la historia, más cerrado, viril y abusivo, acaba por dejar a muchos hombres en un estado de indefensión ante la vida, con una falta inmensa de aptitudes para establecer lazos humanos.
Yo, un guajiro de un pueblo pequeño, recibí lo que me tocaba de esta formación desde niño, en casa, en el barrio, y sobre todo en la beca forjadora del “hombre nuevo”. Quizás la vida no me alcance para curar todas las heridas de las que pueda tomar conciencia, pues no basta con sacar conclusiones intelectuales, cuando muchas deformaciones están en mi cuerpo, las tengo incorporadas, como no saber hacer casi nada en una cocina. He tratado de rectificar mi modelo de hombre y padre con una crianza distinta de mis hijos y el acompañamiento a mi esposa. Me daba risa el revuelo que se armaba en el barrio cada vez que me veían tendiendo pañales sobre la azotea o jugando a las bolas con mis hijos. Una vez, en un pequeño debate en la cola del pan, alguien me intentó noquear así: “Tú no eres ni el hombre de tu casa”. Logró sacarme por un momento del sitio donde estábamos parados, y sonreí, imaginando el punto de vista de aquel otro que miraba desde el balcón de enfrente a este guajiro de notable estatura tendiendo ropa. Visualicé entonces cierta perspectiva intemporal, y me sentí más tranquilo. La cosa no iba tan mal.
En Cuba, en nuestras casas y en la vida pública, estamos llamados a desandar en el futuro próximo un camino muy largo de malformación machista que nos trajo hasta aquí, y que ha tendido a apartarnos de los paradigmas de una sociedad diversa, abierta, inclusiva, cultural y políticamente. En este proceso de reconstrucción social los hombres hemos contraído casi desde la cuna esta gran responsabilidad de redescubrir qué es “ser hombre a todo”, por encima de sexos, preferencias sexuales y cualquier otro tipo de diferencia, en la medida que puede significar el desafío de convertirnos en mejores seres humanos, ni más ni menos. Sin duda hay mucho que desaprender entre todos.