Tras la caída del socialismo en los países de Europa y el llamado desmoronamiento de la Unión Soviética, apareció el mágico y triste concepto con que bautizaron nuestra crisis: "Periodo Especial". Misteriosamente desaparecieron de las tiendas estantes completos con productos del maloliente Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y otros de producción nacional. Las tiendas Amistad dejaron de existir con sus pantalones marca Pitusa y los zapatos deportivos llamados Popis que habían sido el sueño de toda una generación, mientras las emisoras radiales difundían aquel tema de los Van Van que hasta en los recesos laborables se tarareaba: "Nadie quiere a nadie, se acabó el querer".
Los mercados de alimentos se evaporaban tras un pase mágico. Y aparecieron inventos e inventores, que alguien, ya no importa quién, llamó Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadores (ANIR), los primeros ladrones que fueron aceptados y vestidos por elegantes trajes y coloreadas corbatas, las putas que se volvieron fuertes aportadoras a la economía nacional y nombraron jineteras, el plátano burro que se convirtió en vianda y así practicamos la orinoterapia, también descubrimos el arroz Microjet y nos bañamos con potasa en barras, hasta la planta maguey hizo espuma y contribuyó en gran medida a desinfectarnos el cuerpo. Poco a poco comenzamos a añorar aquellos años cuando, según veteranos independentistas y algún que otro alzado y redimido, Cuba reía.
Cuando Cuba reía recibíamos tres juguetes al año tras un proceso de bombo comercial que nunca he podido entender, pues nunca bajé del ciento noventa y dos. Básico, no básico y dirigido, que año tras año se traducía en un carro, una escopeta y un juego de bolas o una pelota. Algún niño te mataba de envidia con una bicicleta o un juego de tranvía eléctrico. Los más cuidadosos disfrutábamos nuestros juguetes durante varios meses. Aquellos mecánicos del futuro luminoso prometido debían aprender la difícil misión de pedir prestado.
Cuando Cuba reía (casi) en cada casa había un radio soviético. Los más afortunados se apoderaron, con un gasto mayor, de un Selena o una radiograbadora Varadero. Los gustos musicales diferentes te obligaban a ser del segundo grupo de radiotenientes o te convertías en un atormentado oyente. Había estrenos en nuestros cines con colas descomunales y otras películas como Seis osos y un payaso o Moscú no cree en lágrimas, y había Noticiero ICAIC y cines móviles con filmes de Carmen Sevilla disparando la líbido de nuestros adolescentes como lo habían hecho con nuestros padres, décadas atrás.
Cuando Cuba reía recibíamos dos canales de televisión a través de enormes artefactos en blanco y negro provenientes, claro está, de la Unión Soviética. Ni nos enteramos que aquí se instaló la televisión en colores en el año setenta y cinco. Para resolver el problema pintamos tres franjas en la pantalla y así veíamos al cantante Héctor Téllez con pantalón verde, camisa amarilla y cabeza azul. Nos inundaron con muñequitos soviéticos, polacos o checos, de esos que hoy causan nostalgia a algunos. Aparecieron aventuras de tanquistas rusos y de un payaso alemán, novelas de hospitales checos, koljoses ucranianos y películas de guerra y de fábricas, también conciertos de Ala Pugachova o Biser Kirov. Nos llegó a gustar Rafaela Carrá o Peret, y nos extasiábamos con el Circo del Domingo y la Comedia Silente, sin olvidar que su animador, Armando Calderón, fue silenciado y casi llevado al paredón por un chiste antisoviético.
Cuando Cuba reía ya no comprábamos a veinte centavos las tablillas de hielo, pues había llegado el refrigerador Antillano. Había huevo por la libre y un mercado paralelo menos visitado por los humildes que lo que hoy recuerda la gente. Había cinco latas de leche condensada para mayores de siete y menores de catorce, y nuestras madres no sabían si hacerlas líquido para el desayuno o cocinarlas para postres. No existían paladares, pues los merenderos vendían dulces finos, refrescos y yogurt en pomitos, fritas y sorbetos. Todo era barato según recordamos y los salarios eran bajos según recuerdo.
Cuando Cuba reía había una libreta de productos industriales llena de cupones y casillas. Telas que se cruzaban en las calles en camisas de señores y blusas de señoras, perfumes de inexplicables extractos de la taiga que provocaban nauseas hasta en la sombra. Lucíamos pulóver de telas de un milímetro de espesor que nos llenaban de salpullido y calzoncillos de la misma tela que también daban salpullido. Los niños teníamos zapatos colegiales y hasta calzábamos alpargatas de tela y cámara de bicicleta. El lienzo de los sacos de harina se convertía en camisas y pantalones, hasta aparecieron técnicas de impresión con las que, gracias a las planchas eléctricas y en ocasiones hasta las de carbón, pasábamos a la tela lo mismo el rostro de Bruce Lee que la portada de la revista infantil Pionero.
Cuando Cuba reía no se hablaba del calentamiento global ni de los efectos del niño, pero el calor era tan intenso como el de hoy, tal vez un grado menos. Todavía me pregunto cómo podíamos dormir sin ventilador antes de que aparecieran los Orbita. A eso hay que sumarle el efecto de hongo nuclear que provoca estar cubierto por un mosquitero, que era de uso obligatorio ante el ataque malsano de los mosquitos, en momentos en que ni la presentadora de televisión Arlety Roquefuentes sabía qué era un autofocal.
Cuando Cuba reía había hospitales para todos, hoteles para algunos y viajes para pocos. A la conjuntivitis se le llamaba ceguera y a la migraña jaqueca, a la estomatitis boquera y a la moringa tilo blanco. Había sapito, tifus, sarampión, varicela y paperas que les podía bajar a los huevos a los niños que se portaban mal. El dulce era bueno para la hepatitis, la carne roja para la hemoglobina y la leche para la gastritis.
Ahora que el paso inexorable del tiempo y las variables meteorológicas de los que mueven nuestros destinos a sus antojos, lo ha cambiado todo, y ante la perplejidad imperecedera de mis hijos, me sorprendo a cada rato preguntándome: "¿De qué nos reíamos en Cuba"