El cuerpo humano se divide en cabeza, tronco, extremidades y jaba. Eso afirma el profuso gracejo criollo. Pero a luz de los acontecimientos ocurridos durante los últimos años en nuestro verde caimán, tal concepto anatómico requiere una adición: la bicicleta.
Porque no cabe dudas de que los cubanos jamás podremos separarnos de ese artefacto de dos o tres ruedas y tracción por cuenta propia que en todas sus variantes, incluidos los bici taxis, ha devenido el más popular y económico de nuestros medios de locomoción.
Pero no todo es gloria, lamentablemente. Junto con los mismos ciclos también llegaron los “vivos” que saben sacar provecho y dinero de casi cualquier cosa. Por ejemplo, algunos mecánicos que ofrecen sus servicios a precios tan altos como los de las piezas de repuesto que acaparan en las shopping y luego revenden sin ningún pudor o consideración.
También están los parqueadores, a cuya mayoría les pareció poco el peso que cobraban y se alinearon en un tácito monopolio para duplicar la tarifa de su servicio, sin importar el tiempo en que estén a su cuidado los ciclos ni el sitio donde instalen sus “negocios”, sea un parque recreativo, una terminal, una escuela, un hospital o una funeraria.
Pero seamos justos. Ellos no son los exclusivos culpables. Se trata, simplemente, de oportunistas pescadores que tiran sus anzuelos al rio revuelto del desdén, la intolerancia, la incomprensión e incluso la demonización institucional de que están siendo víctimas nuestras salvadoras bicicletas.
Así lo confirma el hecho de que (salvo contadísimas excepciones) jamás las tiendas, restaurantes, sitios recreativos, oficinas de trámites y otros establecimientos públicos prevean siquiera un lugarcito para que sus clientes y visitantes coloquen a buen resguardo sus ciclos. Y no porque no exista espacio. Puede haber en abundancia. Eso no importa..
Porque eso de que mi trabajo es usted o que el cliente siempre tiene la razón, son a veces palabras huecas, consignas para murales. La “verdad verdadera” (como decía un personaje de culebrón brasileño) es que somos unos meros “usuarios” a quienes ciertas personas y ciertos centros e instituciones nos hacen el favor de “atendernos”. De la manera que entiendan y les convenga.
Gracias a ello puede producirse, por ejemplo, y volviendo al tema de las discriminadas bicicletas, la situación de que alguien quiera entrar un segundito a comprar un jabón en la concurrida tienda La Elegante, en el bulevar de la capital avileña, y no sepa qué hacer con su humilde medio de transporte.
O lo deja en el contén bajo el riesgo de que se la hurten. O lo sube al portal y se busca la multa de un inspector. O lo lleva a un parqueo a varias cuadras donde la tarifa de dos pesos es inamovible, aunque sea por dos minutos. Esto si es de día, porque el atardecer cierran prácticamente todos los parqueos
¿Pero dije bulevar? Pues ese lugar es en sí mismo otra excelente muestra del desdén hacia nuestras queridas bicicletas. La fobia llega a tal punto que se ha prohibido llevarlas hasta de mano, lo cual es tan “novedoso” que obligó a crear una curiosa señal, puesto que en el Código de Vialidad y Tránsito no existe ninguna prevista para ese caso.
Veamos otro ejemplo, que, igual que una foto, vale por mil palabras: la remozada sede de la feria agropecuaria de esta ciudad. En ese inmenso sitio no se previó un lugar para las bicicletas. Tampoco se permite entrar con ellas. ¿Resultado? Los parqueadores apostados bajo un árbol frente a la instalación han hecho allí su zafra.
Y me hago cargo de que semejante rechazo a las bicicletas es como una especie de moda, implantada y mantenida sin que sus promotores se detengan en verdad a meditar sobre su utilidad o pertinencia. O una especie de “relación de amor-odio”, como lo definiría un refinado sociólogo.
Esperemos que tal síndrome (para decirlo también de una manera científica), tenga su cura más temprano que tarde. Entonces, los humildes “bicicleta-andantes” seríamos mucho más felices.