No pienso dedicarle una nueva palabra al coronavirus porque ya muchas le he ofrecido en otros medios de comunicación y, hacerlo de vuelta aquí, sería aceptar que los cubanos nacidos durante el último cuarto del siglo pasado no tuvimos otro rol diferente a este —pasivo, impuesto e insignificante— en el pedazo de historia que nos tocó vivir.
Sería insultante casi, firmar al pie de nuestras páginas la ironía de sabernos confinados entre cuatro paredes luego de habernos pasado imaginando, durante nuestra infancia y juventud, protagonistas de aventuras alrededor del mundo libre. O quizás no tanto. Quizás apenas nos visualizamos meciéndonos en un sillón, con un perro viejo y necesario a nuestro lado, pero libres siempre, eso sí.
Vale preguntar si, a quienes permanecen dentro del archipiélago, esta contingencia —sanitaria, dicen los médicos, existencial digo yo— les resulta más llevadera. A fin de cuentas, el encierro les es harto conocido y ya bastante se han acostumbrado. Apenas le estrecharon un poco más los barrotes. Nada más.
Hay quienes se molestan cuando les comparto mis razones. Todos queremos jugar un poco a ser héroes. Todos insistimos en haber aportado nuestro socorrido granito de arena para encauzar correctamente el destino político, económico, social de nuestra nación. De esa tierra que pisa o pisaron nuestras plantas. Por tal motivo, a nadie le gusta que le saquen en cara que no hicimos nada, repito, absolutamente nada digno de ser recogido en los anales de nuestra historia. Y aun peor. A nadie le gusta aceptar que el enemigo, aquel contra quien nos la hemos pasado despotricando, nos superó en contundencia… ni qué decir en relevancia. Porque, nos duela o no, fueron ellos quienes desencadenaron una revolución, la más verdadera que experimentó Latinoamérica entera, aunque luego se convirtiera en una de las dictaduras más atroces —y duraderas, ¡oh, sí!— del orbe completo.
Nacimos en medio de un proceso político pujante que, para cuando nos dieron la primera nalgada, ya contaba con millones de adeptos y era referente tanto entre seguidores como entre detractores. Luego, la maravilla se descompuso. Y la soberanía tan ansiada se redujo a convertirnos en un estado más —así de real y no oficial— de la extinta URSS. ¿Acaso nadie se percató de eso? Tal vez estábamos demasiado embelesados haciendo la cola del pan suave o el pan duro, que por aquel entonces había de ambos a precios irrisorios. El CAME nos pagaba con subsidios nuestra afiliación ideológica. ¿Se acuerdan de eso?
Pero, pregunto, ¿y los muertos? Muchos cubanos que hoy empiezan a peinar canas, crecieron huérfanos porque perdieron a su padre en Siria, Angola o Etiopía. Guerras que no nos correspondían, pero resultaban convenientes para sostener el bloque rojo dentro de la antigua organización mundial. Nadie jamás protestó por eso. Al menos, no como debió hacerse, en bloque y con fuerza. De poco valen los murmullos y las críticas de pasillo. Cuando, en la década de los noventa, el oficialismo llevó a cabo aquellos ridículos enjuiciamientos televisivos al gobierno estadounidense por los crímenes cometidos a inicios de la revolución, ¿quién levantó la mano para enjuiciar a los responsables del envío de soldados cubanos a morir en tierras foráneas en nombre de causas no menos foráneas?
Con el desmerengamiento del campo socialista —la frase es de Fidel Castro, no mía— aceptamos de brazos cruzados la ausencia de productos básicos, el recrudecimiento de métodos represivos, la asimilación de una propaganda ideológica extenuante y, sin duda, nuestra docilidad alcanzó niveles humillantes cuando nos dedicamos a solventar las precariedades con un ingenio obligado que disfrazábamos de humor para no reconocer nuestro desamparo y cobardía. Chispa de tren, agua con azúcar, perro sin tripa, bistec de toronja, picadillo de gofio, conejos de siete vidas… ¿en serio llegamos a comer queso de condones?
Lo único parecido a una revuelta digna de mencionar ocurrió en agosto de 1994, luego del hundimiento del remolcador “13 de marzo”, con la crisis de los balseros en pleno auge. Personas enfurecidas, por la precaria situación económica a raíz del llamado período especial, ocuparon el malecón de La Habana y destrozaron las vidrieras de algunas tiendas aledañas al grito de «¡Abajo, Fidel!», «¡Fuera el comunismo!». En otras palabras: la gente se hartó del hambre por la crisis imperante y prefirió morir de un tiro en la calle que de inanición en sus casas. Analizado en términos pragmáticos, resultaba una opción coherente. Por fortuna, no hubo muertos, aunque sí varios detenidos. Lo irónico es que el amotinamiento sirvió para que el propio Fidel Castro se paseara —horas después, claro está— por el lugar donde ocurrieron los hechos y fuera vitoreado como un héroe. Al paso del tiempo, la oposición se ha dedicado a citar el suceso inflado con hiperbólica resonancia mientras que el oficialismo lo minimiza a la acción vandálica de unos cuantos gusanos.
Asegura el refrán: si no puedes con tu enemigo, únete a él. Y sí, algunos se han unido, pero la mayoría ha escapado. Poco a poco, de balsa en balsa, de deserción en deserción, estudiantes, jineteras, médicos, deportistas, ingenieros, políticos y hasta militares, nos convertimos en lo que hoy somos: una generación fantasma. Vagamos por aquí y por allá. Nos apropiamos del término diáspora. No falta quien lo usa incluso a modo de estandarte para demostrar su rebeldía. Rebeldes también se llamaron otros. Los mismos que hoy llamamos asesinos.
Supongo que, realmente, la más trascendental de nuestras paupérrimas aportaciones ha sido extender una estrategia, que si bien es tan añeja como la humanidad, todavía se sigue y emula: el éxodo. Los cubanos de mi generación no luchamos, huimos. Y cuando huimos, decimos que luchamos.
Por eso insisto, no quiero, no puedo, arriesgar una palabra más sobre la pandemia causada por el coronavirus. Porque no hay adonde ir. Acostumbrado a moverme, resulta que, ahora, me exigen estar quieto. Y eso hago. Eso hacemos. Nos mantenemos a salvo en nuestras casas. Difuminándonos. Languideciendo. Muriendo. En desdichada paz.