Fue uno de los descubrimientos que más me impresionaron durante mi visita a la ciudad de Nueva York, y no hubo involucrado ningún rascacielos, ni alta tecnología, sino todo lo contrario. Apenas yo lograba asimilar aquello que veían mis ojos en el célebre y concurrido Central Park de La Gran Manzana. Pocos elementos componían esta escena: una niña, una charca, una piedra y una jicotea tomando el sol. Situación tan simple, ¿me transportaba hacia mi infancia, porque pudo haber ocurrido también en la cañada del pueblito donde crecí? La diferencia radica precisamente en el hecho de que no me había sucedido antes, ni pudo acontecer jamás, porque en Cuba, desde que tengo uso de razón, los animales en estado salvaje huyen si un ser humano se les acerca. Hambre, sadismo, apuestas, pedradas y machetazos, suelen marcar una relación de violencia e intolerancia con otras formas de vida.
La niña, atraída, desciende por la roca hasta llegar al lado de la jicotea, tanto que pudiera acariciarla con su mano. Un fotógrafo busca primerísimos planos del pequeño reptil. Pero, a mí lo que me interesa es el conjunto, esa relación estrecha y apacible entre seres vivos diferentes. Trato de que en mi foto quepan todos. Y recuerdo cómo siempre dudé que en la cañada de Ceballos vivieran jicoteas, mientras los grupos de muchachos caminábamos por la orilla. Nunca se dejaban ver. Si oíamos “cachaplún” y las buscábamos con la vista, sólo quedaban las ondas circulares sobre la superficie, lo que a algunos nos parecían señales de su presencia oculta, aunque siempre cabía la posibilidad de que ya alguien hubiera lanzado una piedra. Tenían pánico a los seres humanos, quizás sobre todo a los niños, y con razón.
Acercamientos y armonías similares (ver la foto) quizás se repitan en muchas partes del mundo, signos de convivencia y respeto a la vida. De hecho, recuerdo la emoción que sentí en Praga al ver detenerse el tráfico, incluido el tranvía en que yo viajaba, para darle paso a un cisne blanco que carecía de apuro. La confianza de un animal salvaje nunca miente; como la veo, es un precioso indicador del nivel cultural entre las personas y con el ambiente. Doblemente emocionante, por eso, resultó para mí realizar el descubrimiento descrito, cerca de Times Square, entre los rascacielos, la velocidad, los teatros y el palpitar ansioso de la gran ciudad. Construir esa menuda relación de confianza, atracción y respeto, entre una jicotea y una niña que se inclina delante de ella, me parece un desafío urbanístico mucho más admirable que intentar alcanzar las nubes.