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El castigo que no Cesa

Hombres cargan bloques blancos. Foto de Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

(No publiqué este artículo cuando más debía hacerlo, enseguida que lo escribí, en septiembre de 2011, cuando me había enterado de cierta represalia que sufrió mi hermano «por mi culpa». Entonces mi familia me convenció de que no intentara darlo a conocer, temiendo que atrajera mayores perjuicios, y desde entonces ha permanecido inédito. Pero creo que todavía, lamentablemente, mantiene actualidad.)

Mi hermano, el intelectual Félix Sánchez, ha sido citado a la oficina de la Dirección Provincial de Cultura en Ciego de Ávila para recibir una sentencia ya ejecutada: su correo electrónico, en la red nacional de Cubarte, que usaba hace una década, dejó de existir. Según el Director de Cultura encargado de darle esta «noticia aleccionadora», la condena ha sido decidida por un aparato sin rostro: Seguridad Informática, una de las ramas tecnológicas de la Seguridad del Estado.

Y he aquí la parte en que se juntan lo doloroso y lo doloso, y donde más me compete este problema: ha sido supuestamente por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. ¿De qué debo arrepentirme yo, el maldito hermano menor? Pues de haber usado el correo de Félix para enviarle a Antonio José Ponte allá en Madrid el artículo «¿Es tan fácil hacer un blog en Cuba, Silvio?» que se publicó en el sitio web del Diario de Cuba.

Félix dejó pasar muchos días antes de informarme sobre esta nueva privación que viene a sumarse a todas las que ya posee. No podrá hacer uso de correo ni navegar siquiera por la intranet nacional, pues tendría que volverse extranjero, entrar a su país como turista y pagar con dólares el servicio, para acceder a una sala de navegación que existe en su ciudad (en 2011, cuando redacté esta nota con la idea de enviarla al mismo Diario de Cuba, cosa que no hice, internet era un servicio que se ofrecía en salas de ETECSA a extranjeros, absolutamente prohibido para los cubanos, pero desde el 2013 algo cambió: mi hermano ya puede navegar, sólo que ahora tiene que estar dispuesto a dar cinco dólares, lo que significa más o menos una cuarta parte de su salario mensual, por una hora de navegación). Quizás no se atrevía a decírmelo porque temía, con instinto sobreprotector, causarme complejo de culpa.

Es que, en el caso probable de que yo no hubiera sabido explicarles, a esos «Silvios» extáticos que viven entre altas esferas de poder, cómo resulta más que difícil vivir con opiniones propias sobre esta tierra cubana, desde allá arriba me habían bajado de golpe y porrazo algo más irrebatible: la prueba en forma de demostración práctica.

Hermano, lo siento, no puedo sentirme culpable. Ellos no van a hacerme creer que el apego a la libertad, o por lo menos a la libre expresión, sea una enfermedad contagiosa y vergonzante entre nosotros. Tampoco quiero adaptarme a hacer el papel del perfecto aplastado, quien debe, además de mantenerse siempre abajo, quedarse calladito y no mancharle la ropa al verdugo.

Lo menos que puedo intentar es no temerle al eco de mi voz. Por eso aquí no analizo teóricamente estas retorcidas relaciones de poder entre las que vivimos hechos pedazos, no hago un ensayo estructuralista, sino grito. Y gritaré desde más hondo. Si alguien quiere saber cuánto o hasta cuándo, que no me pregunten a mí, sólo averigüen quién mueve el pedal que mantiene a este sistema.

Eso sí, no voy a derrocharme en rencor contra quienes actualizan constantemente el control y transforman en acciones concretas una política de estado, contra esos comisarios inferiores que sólo suben y bajan con la marea según la mascarada de última hora. Esos infelices son, en definitiva, «los dichosos normales» dentro de una sociedad mostrenca. Sólo tratan de sobrevivir y, con su oportunismo, con su servilismo, de paso explican mejor que ninguna denuncia la ilegitimidad de un escenario social que no deja mejor margen para el desarrollo individual que la sumisión.

Fue por esta voluntad de no perderme en rencor o acusaciones a simples intermediarios de un gran abuso que, en medio de la conocida como «Guerra o Crisis de los mails» (2007), cuando escribí mi artículo «La crisis de la baja cultura», jamás me pasó por la mente seguirle el juego a quienes tomaban revancha contra Luis Pavón, un ex funcionario del Ministerio de Cultura a quien se le responsabilizaba del «Quinquenio gris» o el «Pavonato».

En definitiva, si la alharaca de principios del 2007 se desataba aparentemente porque Pavón aparecía en un programa televisivo enseñando sus reconocimientos oficiales, algo que molestó a los intelectuales a costa de los que él se había ganado aquellas medallitas, la «Crisis» terminó para mí no con la polémica en que me vi envuelto cuando Fernando León Jacomino —vicepresidente del Instituto Cubano del Libro— salió a tratar de descalificarme al estilo de los actos de repudio oficiales, con una mezcla de infantilismo, grosería y abuso de poder: desde su oficina en el Castillo, sacaba las cuentas de los derechos de autor que yo había cobrado por mis libros. Su ataque, por cierto, era la única intervención de un funcionario dentro de aquella avalancha de correos. El final ejemplar —para mí, como yo lo veo—, la fresa con que el gobierno quiso coronar la «Crisis» de ese año, estuvo aún más por todo lo alto, y significó una prepotente vuelta al principio —recuérdese que lo que originó la alarma de un grupo de escritores y provocó una estampida de correos fue un homenaje público a Pavón—. Una noticia aparecida en el periódico Granma a finales del 2007, avisaba que Fernando León Jacomino había recibido una Medalla por la Cultura Cubana, mientras malamente se hilvanaban los supuestos méritos literarios del vicepresidente del Instituto Cubano del Libro.

Claro, entonces ningún «valiente intelectual orgánico» alzó la voz para protestar por este otro simulacro de «reconocimiento cultural», ninguno de los que se habían alarmado tanto ante el fantasma quintaesenciado pero alicaído de Pavón.  Sin duda, este homenaje público era diferente: ocurría en tiempo real, se condecoraba a un funcionario vivito y coleando, instalado en el poder, que con su mano negra aún en activo  había acabado de hacerle el trabajo sucio al aparato oficial en la «Crisis de los mails». Toda la élite que había cacareado, ahora hizo mutis. Sin duda el instinto de conservación es algo muy serio.

Por cierto, poco tiempo después, en la revista Videncia, de la que era editor, publiqué una reseña de Pavón sobre el último libro de Raúl Luis —autor al que antes se dedicaban estudios en abundancia, cuando él dirigía la redacción de poesía de la editorial Letras Cubanas, pero que para entonces, retirado de la vida pública, y habiendo renunciado a su carné del Partido, se había vuelto menos que «poco atractivo» para la crítica literaria cubana, casi invisible— y, sin darme cuenta, encargué a una de las víctimas del «Pavonato», a Reynaldo González, la presentación de la revista. No podía creer que este presentador se tomaría como una ofensa personal haberle concedido una posibilidad de publicar a su antiguo censor. La historia de intolerancia se repetía, o quería repetirse, porque en esencia es mentira el cuento para niños de que «había una vez un quinquenio gris en Cuba»... En realidad lo ha habido siempre, desde que se impuso la dictadura que llaman «del proletariado», y se impuso no por órdenes de Pavón, ni nadie de su poca estatura histórica, que yo sepa.

Volviendo al tema de mi hermano dejado sin correo «por mi culpa»: a ninguno de los dos nos tomaba por sorpresa la comprobación de que violaban nuestra correspondencia privada. Todos los cubanos contamos, desde la cuna hasta la tumba, con esa súper red de vigilancia y punición que nos invade y envenena hasta las más íntimas relaciones, con la duda de si nos infiltran a alguien en el círculo de amistades, si nos oyen, si nos graban, si nos vigilan o nos persiguen. Existir, en tales condiciones, significa la agonía de proyectar apenas la aspiración de ser real, en un ambiente hostil a la sinceridad y a la transparencia.

En mi nota preguntona, dirigida a Silvio sólo de forma retórica —porque, igual que sucedía en la poesía clásica latina, detrás de este apelativo hay otro nombre más real, como el del poder totalitario que se niega a convertirse en un interlocutor y nada más se oye a sí mismo—, denuncié, destapé un destinatario secreto que opera en la red de Cubarte, donde tienen sus cuentas de correos electrónicos los escritores y artistas de Cuba. Todos, sin saberlo, cada vez que envían o reciben un mensaje, lo hacen a través del Ministerio de Cultura, y más exactamente pasan por las manos del Viceministro Fernando Rojas. Además, para colmo, aunque nunca le escriban directamente a él, este funcionario puede enviarles en cualquier momento un acuse de recibo («mensaje recibido») que los dejará medio locos, pensando qué pasó. Es como nos quedamos mi hermano y yo.

Y, cuando se convenzan, como nosotros, de que toda la mensajería privada es recibida, revisada, clasificada en un buró del Ministerio de Cultura, todavía se quedarán con la duda, lógicamente, de si el «acuse de recibo» se originó por un desperfecto en el sistema de vigilancia o estuvo planificado a modo de disuasión y chantaje.

Incluso me han llamado algunas personas por teléfono para preguntarme qué ocurre con mi correo, porque cuando me escriben no obtienen respuestas y, a cambio, lo que han recibido es un «acuse de recibo» de Fernando Rojas. Nadie entiende. Empiezo por exponer lo más fácil: aquella que era mi cuenta de correo no existe, porque me la quitaron, mucho antes que a mi hermano, cuando hice un blog independiente (Hombre en las nubes), y luego intento explicar lo más difícil, lo que parece contradecir precisamente la información de que mi cuenta de correo personal haya desaparecido: aunque desde hace rato no la tengo, aún está activa, pero la usa un Viceministro. Alguien que tiene su anzuelo metido entre mis mensajes privados, al parecer sigue tratando de pescar —aunque ya piquen menos— entre los desinformados que me puedan escribir a una cuenta de correo «inexistente». ¿Encima no hay algo de morbo en todo esto?

¿Ves, Silvio, qué fácil es para los (nos)otros hacer un blog en Cuba, y esas consecuencias tan «sencillas» a que nos exponemos al apretar las teclas a donde nos lleven nuestra curiosidad y nuestro libre pensamiento?

Mi creencia más firme en lo político sí que es simple: no se puede construir una sociedad justificada, justa o medianamente sana, sin encumbrar las libertades individuales que se fundan en derechos humanos básicos.

Creo que fue la principal enseñanza de aquellos patricios que, en medio de las peores circunstancias para la Patria, cuando aún estaban pariéndola a caballo dentro de un país estrechísimo, hostigados por la mayor cantidad de tropas españolas traídas a América, se animaron a idear una República en Armas basada en el civismo y los derechos. Dicen algunos historiadores que era cosa de locura y falta de realismo. Yo no lo veo así, por su fuerza y significación a través de lo que para ellos era la posteridad y hoy forma parte de nuestro presente. Yo creo que incluso sobre la injusticia que se cometiera con Carlos Manuel de Céspedes, el Padre destituido, hay que ver, en su resignación al cumplimiento del consenso y la ley, una convicción de que sin virtud no vale la pena salvar a un pueblo de otras garras, ni salvarse uno mismo. ¿Fueron menores entonces sus «peligros externos» o sus sacrificios personales?

La Constitución de aquella República en Armas donde se validaba la libertad de culto y religión, por ejemplo, sin duda era superior a la que después de 1959, supuestamente con más sentido práctico, redujo fanáticamente el Estado a un carácter ateo.

Nadie, invocando reales o supuestas amenazas, tenía, ha tenido ni puede tener, desde el ejemplo insuperable y el ideal de sociedad que se gestó en la lucha por la independencia nacional, justificación para convertir a la Patria, el ara de tantos sacrificios, en un pedestal.

Septiembre, 2011.

Francis Sánchez

Francis Sánchez

(Ceballos, un poblado de la provincia Ciego de Ávila, Cuba, 1970). Escritor, Editor y Poeta visual. Máster en Cultura Latinoamericana. Perteneció a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba desde 1996 hasta su renuncia el 24 de enero de 2011. Fundador de la Unión Católica de Prensa de Cuba en 1996. Fundador y director de la revista independiente Árbol Invertido y también de la editorial Ediciones Deslinde. Se exilió en Madrid en 2018. Autor, entre otros, de los libros Revelaciones atado al mástil (1996), El ángel discierne ante la futura estatua de David (2000), Música de trasfondo (2001), Luces de la ausencia mía (Premio “Miguel de Cervantes de Armilla”, España, 2001), Dulce María Loynaz: La agonía de un mito (Premio de Ensayo “Juan Marinello”, 2001), Reserva federal (cuentos, 2002), Cadena perfecta (cuentos, premio “Cirilo Villaverde”, 2004), Extraño niño que dormía sobre un lobo (poesía, 2006), Caja negra (poesía, 2006), Epitafios de nadie (poesía, 2008), Dualidad de la penumbra (ensayo, 2009) y Liturgia de lo real (ensayo, premio “Fernandina de Jagua”, 2011). | Escribe la columna "Aquendes" para Árbol Invertido

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