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Escalerilla de tren. Foto: Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

Esta idea de irme

se la debo a George Gershwin,

a Billie Holiday,

a Janis Joplin.

Esta idea de quemar las naves

se la debo a John Updike,

a William Faulkner,

a Fitzgerald

y a Dos Passos.

Cuando me faltaban las raciones

y eran de baking soda las frituras

y llena de miseria

llevaba compradores de muebles

a llevarse los vestuarios

y las joyas a escondidas,

me elevaba

esa música de un país

lleno de nostalgia.

Cuando esperaba

esa noticia milagrosa

telegráfica y telegrafiada

que daba el sello a mi destierro,

era Gershwin con sus

acordes victoriosos

quien me animaba

a pensar

en el futuro.

Sentada en el sofá,

en uno de esos muebles

que nunca fue intercambio

de unas libras de arroz

o de unos huevos

esperaba que Billie

entrara

en la sala sin luz.

En cualquier momento

cantando alucinada,

me despertaría

avisándome del fuego

que uno de sus cigarrillos

dejara en el colchón.

Y aquel fuego

provocado

por eso de no saber

dónde, vida, me mandabas,

a qué cuarto,

a qué antro,

aquel fuego

reforzaba la idea

de esa grandeza innata

del lamento.

 

Summertime en mi maleta

escasa,

con ese monedero

tan vacío

en ese registrar en vano

de qué es lo que permiten

que una lleve.

Me quitaron

lo irremplazable.

Todo lo que yo quería

lo dejé en esos

días de verano,

días calurosos de plazas

y bosques en La Habana,

esa gloria del mar

y el malecón entero.

Dejé todo en esas casas,

dejé rostros que no extraño

pero que quise o aún quiero.

Dejé esas noches

de paseos sin rumbos

tocando las ceibas

del camino,

dejé la risa en esas

piscinas del Hotel

Havana Hilton

queJanis

me hacía recorrer

de arriba abajo

sin pensar siquiera

que el hambre me asediaba.

La espera,

aún el tocadiscos toca

y aún la presidenta del comité

pregunta:

¿Anoche no hubo un fuego

en el departamento?

Y le miento a todas anchas

porque en esa fecha

y en esas omisiones

estaban todas las mentiras

perdidas de mi vida.

Era un ensayo — le decía

de una obra teatral,

no, no era fuego real

de esos prendidos

por el ocio

o por la angustia.

Y cada vez que concurría el miedo

a que me encerraran en esos calabozos,

específicamente del Morro de La Habana

o en la Villa Marista,

me decía confesaré enseguida,

a mí que no me enseñen

los instrumentos,

que ni tres perros,

confesaré enseguida.

Miento.

Me escapé.

No soy hermana de esa

ni de la otra.

No tengo a nadie que me reclame.

He inventado un drama,

un buenísimo drama,

que soy hija adoptiva

de alguien inexistente,

que soy la hija de Isis,

de la metrópoli,

del sol,

del siglo de las luces,

del quiero irme a otro planeta,

que estoy al vuelo

con esas notas

altaneras

que me dictan

los triunfos

que me esperan,

que me dicen que cabalgue

a Waterloo,

que me sumerja

en el mar,

que vea los peces

de colores,

que haga como ellos

y escape a las pirañas.

Que sí, que si puedo escapar

por ese invento

invento, invento.

Cuando me fui de Cuba

subí a ese avión

casi borracha,

sin vino

y sin licor.

Recuerdo que rezaba

run, rabbit, run

run, rabbit, run.

Me fui de la prisión

que más quería

para hacerme, al fin,

ciudadana del mundo.

En esa caminata

entre la pecera

y las alas del falcón libertario

donde abandoné todos los amarres

porque me halaban

los zapatos

oí a Gershwin,

oí a Faulkner.

Para romper con esos ligamentos

de mi infancia

y dejar crecer la culpa

me puse en los oídos

algodones del Norte.

Atrás dejé los taconcitos,

las falditas,

los ajustadores,

las risitas,

los disimulos

y las condescendencias,

y Janis, riéndose

y haciendo señas me gritaba

obscenamente, muérete

andrajosa, muérete

y olvida.

Vive este círculo

de música,

de cigarrillos,

de libertad restregada que hasta

los negros tienen.

Desvístete,

quítate el colcrín

y el maquillaje,

rómpete en dolor

y acompáñame

en este desafío

a mi hotel

donde te enseñaré cómo se muere.

La forma desaparece.

La música dispara más que algún

revólver.

Devuelve a ese ángel

esa otra llave

que nos da la salvación.

 

En el avión,

cuando sirvieron Coca-Cola

creí que era champán.

En ese momento tan triste,

tan desgarrador,

en que mis conciudadanos

pasajeros

guardaban cartuchitos

de la tierra en que nacieron,

me dije,

al fin el mar,

mar azul,

mar de Gershwin,

mar de mis sollozos,

mar de la historia,

mar azul de libertad,

mar de amor

donde puedo

ser lo que soy.

Mar de Janis,

mar de Faulkner,

mar de Sylvia Plath,

de Anne Sexton

y de todos los muertos,

mar,

al fin, mar.

Magali Alabau

Magali Alabau

(Cienfuegos, Cuba, 1945). Reside en New York desde 1966. Hasta mediados de los años 80’s desarrolló una amplia carrera teatral. Tras retirarse del teatro comenzó a escribir poesía. Obtuvo el Premio de Poesía de la Revista Lyra (New York,1988), la Beca Oscar B. Cintas de creación literaria (1990-1991) y el Premio de Poesía Latina (1992), otorgado a su libro Hermana por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York. Autora de múltiples libros. Sus poemas han aparecido en revistas y antologías en Estados Unidos, Cuba, Europa y América Latina. En la actualidad reside en Woodstock, New York.

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