LOS SURCOS DE LA MANO
Las lluvias habían erosionado las tierras de La Pendiente. “Es la capa vegetal”, repetía mi padre tras colocar los granos de maíz en cada agujero. Mientras, con el filo de la guataca vástago al alcance de la vista, mutilaba el marabú.
La maldición de la lluvia había quebrado los cielos de mi padre. Los vecinos agradecieron lo que antaño sustentaba nuestras vidas.
En las noches, se les veía tras los cuerpos de las mazorcas; rubias con espigados troncos, que solo los vientos lograban doblegar.
Conforme a la tradición, mi padre mantenía su mirada desde este lado de la cerca, como si no existiese Dios.
JUGANDO A PRONUNCIAR LA ZETA
Mi abuelo vigilaba su acento y exhibía el vientre, con orgullo.
(El agua de cebada removió su horizonte hasta ubicarlo aquí, en viaje sin retorno).
Heredero de sus muertos, maldigo tanta rebeldía; tanta rudeza de morder el cordobán. Mi horizonte es un paisaje de permanencia.
EL ELEGIDO
De toda la camada, eras tú el más parecido al homosapiens del abuelo. Bajo su misma cobija ocultabas tu asma. En tus delirios cruzabas el umbral; asumías el arcaísmo de su cabeza. Desde este lado solo podíamos vigilar, por turnos, la amargura de tus ojos.
CUESTA ABAJO
La belleza de los niños de mi barrio está en los atributos que asociamos a la inocencia. Preñados por parásitos han dejado de crecer. Legañas les ocultan el alimento. Reflejan sus rostros una espera intemporal, en los caminos (reales) que dividen la Aroma. En sus casas no ha fallado el aguardiente; por eso pueden devorar lo que se acerca.
C-4
Los juguetes que mi madre compraba, eran reales forjadores de carácter. Desarmados por el patio, máquinas que ya no funcionaban; puertas herméticas, sin luz, ni claxon.
A veces mi cabeza duele tanto…
NOCIÓN DE LO INFINITO
“Se acaba el mundo”, repetía mi abuela a la hora de la tormenta, pero luego la vida continuaba.
Muchos ciclones pasarían antes de que entendiera. Le aterraban el viento contra las tablas, su soledad o la mía bajo aquel techo; pero nunca el fin del mundo.
“Que se acabe”, repito ahora cuando diluvia, a riesgo de llegar a convertirme en un profeta. “Que se acabe”, diría a mis nietos (si los tuviese) mirando histérico este trozo de cielo. Que se acabe; he presenciado tantas veces los finesdemundo…
EL TIMBRE
En el aula, cuando el juego de la guerra, apretaba los ojos como única arma: “todos los hombres somos iguales”. Entonces deseaba crecer. Ahora, me quedan solo los cinco minutos entre ataque y ataque.
LA INTRUSA
En la ranura de la casa de mi padre, algo verde se insinúa. Obra de la casualidad (no milagro), fragmento de lo que crece bajo la luz del día.
Sin una flor que la corone, su sencillez salva la curiosidad del público la inhabilita para las granjas donde conciben la belleza.
Alimentada por la humedad de paredes que se derrumban, añora el suelo. Ya no es consciente de lo que inspira en la soledad de mi padre, que la custodia, celosamente, con el temor a un crecimiento excesivo.
LOS HUEVOS DE ORO
Nada tienen que ver en esta tierra, padre, la escasez de huevos y la “falta de sostenibilidad”. Nuevas gallinas cacarean desde la jaula en espera del pienso, pero no hay gallos para fertilizar posturas (recuperar la merma de su transformación).
En tiempos del abuelo, era diferente. Campos saturados de aves y púberes deseosos de perpetuar. Claves para juzgar a quienes todo lo cagan; mantienen el peso equilibrado para un vuelo posible, pero sufren con la condena de poner tan solo uno, cada día.