Cuando este árbol crece inminente,
los despojos del bosque perfeccionan
la redondez del tronco,
lejano el desgarramiento de la astilla
—memoriosa herida a todo lo largo de la fibra—
uno puede corroborar, entre otras cosas,
la viva fuerza de la hoja reciente
y hasta predecir
el ciclo pujante del florecimiento.
Cuando este árbol que crece entre nosotros,
inquietas ramas, savia presurosa,
se nos levante raíz a tronco a gajo a flor en el recuerdo
—atrás los sobresaltos y crujidos
de la madera precipitada—
sencilla, humilde, la palabra
platicará sin prisa con la sabiduría
de su corteza honda,
desde su tronco al centro.
Cuando este árbol,
frondoso árbol que nos deslumbra
—impaciente el poema hacia el centro, del fruto
extraviado el ojo ante el crecimiento del brote—
inmenso árbol que se nos encima
—el gajo se mueve turbulento; la madera, pronta, lo desmiente—
sea enteramente el árbol que el ojo entero vea,
el que crece a raíz profunda,
atisbado corazón a fondo.
Cuando este árbol que nos crece,
desde los brazos, los huesos, el pecho,
olvide ese dolor de músculo o astilla rota,
no será nuestra tibia sangre recorriendo su tronco,
ni su fresca savia a través de nuestras venas;
la enérgica semilla,
continuará desde abajo germinando,
todavía, siempre,
desde abajo germinando.