“Esa mujer, la que escribió ese libro, escribe con tremendo sufrimiento”, me comentó una amiga al verme con el poemario Ciudad imposible, de Ileana Álvarez González (Ciego de Ávila, Cuba, 1966), y publicado por la Editorial Neo Club Ediciones, Miami, Estados Unidos, 2016. Aseveración que, inmediatamente, me obligó a sentarme y más que darle lectura al libro, a bebérmelo de un tirón, ya que sus poemas, como dijera mi amiga, escritos con y desde el sufrimiento, permiten embriagarnos hasta la saciedad o hasta que Dios, siempre sabio, indique una pausa necesaria.
“Debemos ir en la dirección de nuestro máximo temor, porque allí yace nuestra única esperanza”, escribió Gandalf. Y ese temor, infundado o no, y su única esperanza, Ileana lo encuentra en su ciudad; porque su ciudad, parafraseando el exergo que usa de Kavafis, va siempre en ella, y ella, fiel a sus raíces, a todo lo que un día le dijeron le pertenecía, siempre regresa a sus empedradas calles, a sus rincones oscuros, al maldecir de cada persona por esos absurdos cotidianos que también la ayudan a vivir.
Después de la lectura de cada poema, de degustar cada imagen y cada metáfora, y estas permitirme un respiro para que el nudo alojado en mi garganta desapareciera, no pude sino asociar la imagen de Ileana a los viajes reales e imaginarios y quizás también a los amores imposibles. Viajes interiores, itinerario espiritual y vital de una mujer cuyo imaginario se torna cada vez más complejo, plural, difícil de descifrar. La escritura y la imagen de la poetisa siempre están presentes y estos, a la vez, se articulan en el diálogo textual del amor y la melancolía que la atrapan no para definirla sino para tejer otro texto, denso, a su alrededor, tan seductor como su misma presencia humana.
Ciudad imposible está estructurado en tres partes, las que recopilan un total de cuarenta y dos poemas, todos escritos, como dijera con anterioridad, con y desde el sufrimiento. En la primera parte: “Como tejas arrancadas a la ciudad de mi cuerpo”, está implícita la ciudad, no sólo aquella que la ha visto andar y desandar atiborrada de preocupaciones sus calles, también esa gran ciudad que alguien, aún sin identificación, llamó Patria. Desde el mismo primer poema: “Lenitivo del viaje”, comienza su viaje imaginario, su preocupación por la ciudad.
Si no despiertas, ciudad, que no le tiemble
la mano al que regresa,
que no te bese la tierra, que no te borre los miedos,
que no te otorgue sus vivas aguas. (p. 11)
También comienza su preocupación por llevar sin discontinuidad, hasta metas tan sólo presentidas por ella, el oficio de plegar el lenguaje a su acción anterior y su acción a la necesidad del lenguaje, logrando con ello, en gran parte de la escritura, descolocar al lector, quitarle seguridades, costumbres, para obligarlo a leer sin facilidad, a renovarse si persiste en el descubrimiento de una percepción aguda de la realidad.
Lloraba hoy la muerte de un amigo
como tejas arrancadas a la ciudad de mi cuerpo.
Las veía alzarse en torbellino,
luego iban cayendo con la infinita lentitud
de quien se sabe ausente.
Las oía romperse. Y heme aquí. (p. 22)
Ejemplo de lo antes dicho es el poema “Elegía”, donde nos encontramos un desequilibrante autocuestionamiento retórico, en cuanto pliega el lenguaje a su materialidad subyacente y sitúa la escritura en un espacio que desafía toda seguridad de lo comprensible, y siempre con ese mismo aliento de sufrimiento —o melancólico— que la acompañará durante sus viajes reales e imaginarios. El autocuestionamiento estará asediando constantemente su existencia, palpitando en el interior de su escritura, intercambiándose, reinventándose más de las definiciones, nutriéndose de las propias carencias afectivas, manifiestas como un quejido desesperanzador en el poema “Estación de Xola (Metro de México)”.
¿La esperanza,
quién me crea una noche estrellada,
una noche mínima
en el puño cerrado de un niño?
¿Dónde?
Voy buscando un nuevo destino
para mi voz cansada. (p. 36)
En su lucha contra las prohibiciones, contra el enrejado moral de la cultura —muy de moda por estos tiempos—, revela en el plano de la escritura la presencia de un cuerpo significante, que enfatiza sus deseos, pero también sus nostalgias por esa “ciudad imposible” de la que nunca ha partido y siempre está regresando. Así, en “Pequeñas espesuras de un deseo”, están los trazos, las huellas de un deseo inconsciente, plural y a la vez contradictorio, de la mujer hundida y sin una salvación posible en las oscuras, y cada vez más politizadas, sombras de su ciudad.
Siempre quisiera volver, más no parto.
¿Cómo es que la montaña ansiando ser la nube
no mira sus riberas espesas de criaturas?
¿Cómo puedo ignorar
la suavidad del polvo que me sube hasta el pecho,
la dulce seguridad de despedirse
de una mesa agrietada sobre tibios ocasos:
almuerzo compartido bajo el peso de la mudez? (p. 41)
En la segunda parte, “En la espiral de la ciudad devastada por el miedo y la fe”, poemas escritos preferentemente en prosa, nos encontraremos a la mujer amatoria, la que lo entrega todo, hasta su fe y la vida de ser posible, por la familia, por lo que aún cree posible y por los amigos, aquellos que permanecen detrás de la puerta a espera de su llamado. Poemas que se insertan en ese breve corpus de la poesía flagelada por el sentir más recóndito del hombre/mujer en su intimidad, donde el sujeto lírico, asumiendo sus propias propuestas formales, apuesta al riesgo y a la rotante dinámica de un texto autoreferente, como de anticipo lo anuncia en el poema “Anunciación”.
Hijo mío, mi entraña
palidece ante tu belleza.
Te nombro José Julián,
Fredo, Enmanuel,
te nombro tiempo y Apolo,
y tu imagen guardo
en el temblor de los silencios. (p. 49)
A través de la creación de una suave, y a la vez delicada, atmósfera alucinada, de cierto clima amoroso y sin abandonar la denuncia social que, en deliberadas ocasiones, le oprime el pecho, logra involucrar a sus seres queridos, personajes como escapados de un sueño que nos contagia por igual. Es esa nostalgia, o sufrimiento que padecemos respecto a la familia, que logra hacerse escritura a través del discurso del padre en el poema “Consagración del aliento”.
Y en las blancas entretelas, espumosas,
suspendida en aliento del espanto
vislumbré la imagen agridulce de tu vida.
[...]
La muerte dejó de ser una extrañeza.
Ya todo lo sabía, padre,
y aún me come viva el sobresalto. (p. 55)
Estos poemas, que Ileana ubica en un tiempo-espacio que nos recuerda la edad de oro de la poesía hispánica, dada la tonalidad mágica, cuasi fantástica que en ellos se percibe, y a su incisiva referencia a la infancia, a los actos que como familia construyeron juntos y al pasado, por todos los siempre golpeándole el recuerdo, se nos presentan contemplativos, de vida digamos mística o relacionados con la espiritualidad, como nos lo hacer ver en el poema “Una perla mellada en el principio”.
En aquel instante mis padres se golpeaban sus culpas, cercenaron las hojas del geranio que hasta ese momento ocultaba la flacidez de sus mentidos astros, y no vino a mis oídos ningún estremecimiento de blancuras poseídas, ningún crujir de frutas corrompiéndose. Nada, no escuché nada, pero sentí miles de arañas frotando sus telas pegajosas en mi vientre vacío. (p. 62)
Poemas realmente asumidos con y desde el sufrimiento, que nos obligan a preguntarnos: ¿Hasta dónde el sentir más hondo del ser? ¿Por qué tanta hermosura mancillada por abominables incrédulos?
La tercera parte, y final del libro, “Por los subterráneos de la ciudad interior”, regresa la preocupación por la ciudad, de la que nunca ha partido y siempre está regresando, por todo aquello que le provoca sufrimiento, pero le ayuda a vivir, a sentirse útil dentro de una sociedad que cada vez se le presenta más hostil. Aquí encontraremos poemas que muestran su insatisfacción con la resolución de sus formas y que, a la misma vez, cuestionan la tarea lírica desde el recóndito interior de su aparato discursivo. Estrategias que al mismo tiempo confrontan la libertad de la palabra con su resonancia en el entendimiento. Por lo que, el lenguaje poético que otorga la fisonomía al texto, absuelto, gracias a Dios y a la genialidad del hablante lírico, o sea, a Ileana, de toda finalidad anecdótica, se sustenta, durante todos sus viajes reales e imaginarios, por su propia autonomía. El reflejo de todo abismo que le acecha en la construcción de esta sección poética, es el poema “Palabras de una poeta menor de la antología”.
yo no puedo, alejandra, escribir la noche.
como a ti me atormentan las palabras, el peso esencial
de las sílabas sobre la llaga abierta.
tú tomaste la ternura por el cuello
y yo ultrajo la rosa que me salva.
en sus aguas me diluyo sin llegar hasta el fondo.
el miedo me posee
y quisiera ocultarme como una niña
en el laberinto de los espejos (p. 77)
También los signos están presentes, invaden sus espacios, sus interioridades, se reflejan ante sus ojos como apariciones inverosímiles. Estos poemas, que para felicidad del lector cierran el libro, se integran a un espacio —bien distinguible— de la modernidad poética, esa que nos lleva a la reflexión, a la constante pregunta de un porqué, y donde la principal dificultad se da a partir del despojamiento de sus ínfulas interiores y la palabra, como sujeto absoluto, celebra el decir metafísico de la letra, la interrogación de aquello que se nos oferta como sagrado y de manera indecible. Dicho con sutileza en el poema “Signos”:
cada noche se torna un aguzado hierro en mi garganta,
densidad de sombras se adueña de mi voz,
del cuerpo abierto como una res, olvidado
en la mordacidad de la provincia.
[...]
¿la flor del grito
no vuelve, me define? (p. 88-89)
Su ciudad imposible, donde habita la felicidad —enmarcada en la familia y los amigos más cercanos—, y los rencores, aquellas raíces ancladas de sus padres y antepasados, siguen aflorando en medio de la noche, de los sueños y de cada alucinación impregnada a su piel, a los recuerdos de los que no se puede desprender. En el poema “Raíz de menos”, nos encontraremos que el lenguaje está mucho más articulado líricamente, es decir, sin la presencia de una palabra intencionadamente referencial, como ha ocurrido a lo largo de la lectura, refugiándose sus imágenes en su identidad, en su propia emancipación.
He vuelto a las estaciones
donde el cóndor muerde la hierba
bajo la esquiva pulpa de los Andes.
[...]
Regreso sin la otra, la Ileana mínima y oscura
que permanece atada a los farallones de su isla
como arabesco, concha que delata su fin de arena. (p. 105)
Para Ileana no hay otra tierra, tampoco otra ciudad. Pues esa ciudad, la que la define como ser, y ya no importa si imposible o no, va en ella, seguirá en ella hasta el momento de expirar. Por lo que estamos ante una mujer que nos acerca a una escritura bien reflexiva, donde ella, como sujeto, se escinde de su aparente historicidad y crea una nueva: interpretativa y, como ya dijera con anterioridad, desordenante. Pero ese desorden es entrópico, regresa a la determinación intrínseca de su existencia, de su ciudad, fiel a sus pasos, en silencio y, muchas veces, sin nada que decir, entretejido en el poema “Comarca interior”.
se ha hecho un silencio sordo en el crepúsculo. vago hacia una ciudad que hemos dado por muerta. el escalofrío de las arduas ausencias encorva mi espalda. cierro el libro hasta aquí escrito, los ojos, para caminar como un túnel la pátina primigenia de los ladrillos con que alzaron estas verdades, ante la plaza que se abre. (p. 107)
El tiempo estimulará o propiciará el recuerdo, la nostalgia por ese amor extático, y que prevalece en la memoria, a la ciudad, a los amigos y a la familia. Ciudad imposible será el resorte acumulativo de cuánto queramos llevar en la memoria, en el sentir más puro que nos define como humanos. Y nada mejor para cerrar esta reseña, que un fragmento del mismo poema, donde nos sentencia a modo de oración:
y qué importa si ya dije estas palabras, si en idéntico miedo otro fraguó mi esperanza o mi dolor. vendrá la noche y tú me escucharás. (p. 107)