Llevando en su mano derecha la cesta de plástico con los productos de la compra, Caridad se acerca a la caja en la tienda de Adham. Aborrece entrar a este establecimiento, y aborrece encontrarse con su dueño, que suele recibirla con una sonrisa irrespetuosa, francamente cargada de lascivia. Siempre que se enfrenta a este personaje venido de Dios sabe dónde, se siente como si estuviera desnuda y a disposición de sus deseos. Son cerca de las diez de la noche y Caridad es la única clienta en la pequeña tienda. Detrás de la caja, repantigado como si estuviera entre almohadones y rodeado de un coro de ángeles, se encuentra el viejo Adham, que al verla frente a él la saluda elevando el bigote que le cubre por completo el labio superior. Es un bigote entrecano y espeso que a Caridad le provoca cierta repugnancia. Él, por supuesto, no se lo imagina; de modo que, además del bigote, le muestra también los dientes, unos dientes de caballo que a ella tampoco le hacen mucha gracia. En general, nada que provenga de Adham le hace gracia alguna. No tendría que haber entrado allí. Pero no es hora de escoger y, sobreponiéndose a la aprensión, saca el monedero y le extiende al hombre la tarjeta de pago. Sin dejar de mirarla, él coge la tarjeta y la pasa varias veces por la ranura del pequeño aparato. Es evidente que eso le produce placer, porque la mueve muy lentamente, adelante, hacia atrás, regodeándose en la acción. Varias veces, como si con una sola no bastara para realizar la operación de pago. Ella no puede evitar un pensamiento desagradable, un pensamiento que le produce más asco todavía. De modo que hace un esfuerzo y desvía la vista hacia los estantes repletos de mercancías. Por fin, Adham le devuelve la tarjeta, oprime unas teclas y le extiende una pequeña hoja de papel. Sin apenas mirar la suma, Caridad firma y recoge sus cosas. Luego, dándole la espalda al hombre, lo mete todo en una bolsa de plástico y se marcha del lugar sin despedirse. Ya afuera, siente cierto alivio. Por pura curiosidad, le gustaría saber cómo ha podido colarse aquel individuo con su tienda de productos exóticos en un barrio habitado mayoritariamente por suecos. Pero eso es lo que hay, y no tiene más alternativas que tomarlo o dejarlo. Desgraciadamente, siempre que trabaja por las tardes llega a casa a esta hora, cuando ya otros establecimientos han cerrado y a ella no le queda más remedio que ir a hacer la compra allí.
Mientras cruza la calle para dirigirse a la parada del autobús, se pregunta por qué su marido habrá escogido un sitio tan retirado para comprar su casa. ¿No sería porque no tenía dinero para más? Cuando en Cuba le dijo que vivía en Estocolmo, ella pensó en una ciudad de veras, con avenidas, edificios altos, parques, cines y teatros. Todo como en La Habana, sólo que en una versión moderna, desarrollada, una versión del primer mundo. Resulta, en cambio, que vive en la provincia de Estocolmo, que es algo así como decir Habana-campo, y que la ciudad-ciudad está allá lejos, a treinta minutos en un tren suburbano que la deja en este sitio donde acaba de comprar la leche, el pan y alguna otra bobería, es decir, en uno de los pueblos de la periferia de Estocolmo. Pero ni eso, porque tampoco vive aquí. Ahora debe coger una guagua para trasladarse a la urbanización. Caridad suspira; sí, a esto en Cuba lo llamarían monte. Por suerte, no todo es negativo. En Suecia el transporte trabaja como un reloj y, como siempre, el autobús está en la parada, esperando por ella. En cuanto sube, el chofer pone en marcha el motor, y el vehículo se mueve sin producir apenas ruido. Desde la paz de su asiento ve cómo se aleja la caseta de la parada, mientras por la calle principal de Nordhantverkarnasstad (¡Dios mío, qué trabajo le ha costado aprenderse el nombre del pueblucho!), van desfilando los cristales de las vitrinas, iluminadas pero sin vida; los comercios cerrados, las casas dormidas. No se ve a nadie en los portales, nadie camina por las aceras. Las diez de la noche y todo desolado, como si no hubiera un alma en el país. En este punto se detiene, recriminándose una vez más su ingratitud y su falta de memoria. Debe ser positiva, no olvidar nunca que ha logrado salir de Cuba porque se ha casado con Ulf, y que, gracias a él, vive desde hace casi un año en Suecia, en uno de los países más avanzados de Europa. ¿No es acaso un sueño?
Cuando llega a casa, su marido está mirando un partido de fútbol. Sobre la mesa de centro hay varias latas de cerveza. Caridad lo saluda con desgana; pero él, en cambio, le contesta con un entusiasmo sospechoso. Llegó mi cubana, casi grita, la mujer más ardiente del mundo. Al escucharlo, ella comprende que las cervezas le han cambiado el ánimo, quizás incluso demasiado. Así, evitando cualquier acercamiento innecesario, suelta los zapatos, se calza unas sandalias y va hasta la cocina. ¿Será que lo lleva escrito en la frente? ¿Por qué, si no, todos los hombres la miran como un objeto de disfrute sexual, como si no tuviera mucho más cerebro que la mayoría de aquellos patanes? En la cocina abre el refrigerador, saca una pequeña caja de plástico y la calienta en el horno microondas. Allí mismo se sienta a comer; y come en silencio, pensando en su situación. De repente, escucha pasos y desvía la vista hacia la puerta. Con la lata de cerveza en la mano, su marido atraviesa el umbral. ¿Ya comiste?, pregunta ella. Él contesta con un gesto de la cabeza, sonriendo significativamente. Luego se acerca hasta la mesa y se sienta en el asiento de enfrente. Caridad comprende que está más borracho de lo que pensaba y, en la medida de lo posible, evita la conversación. Pero hoy su hombre no sólo está conversador, sino que, a todas luces, desea mostrarse cariñoso. Ella, por su parte, engulle a grandes bocados la comida y, sin apenas terminar, se levanta de la mesa y anuncia que está totalmente cansada y que quiere acostarse a dormir. Él la mira decepcionado, como tratando de comprender la causa de la esquiva actitud de su mujer. Y se queja con voz enredada, si no habla, ella lo recrimina; pero si habla, como ahora, si se pone tierno, entonces su señora esposa se molesta y se va. Sin prestar atención a sus últimas palabras, Caridad sigue su camino. Oye, la llama con voz ronca, oye una cosa: te he sacado del tercer mundo para que seas feliz en Suecia; pero también para que me hagas feliz a mí, ¿comprendes? Ella no contesta. Es la canción de siempre, la cantaleta que viene después de las cervezas. Quizá es que eso lo ayuda a entrar en situación. La ha oído casi tantas veces como borracheras ha cogido su marido. Tantas, que ya no le hace caso. Caridad, por su parte, sabe en qué termina todo, o peor aún, dónde termina todo, donde mismo empezó hace ya casi un siglo en Cuba, es decir, en la cama. En esos momentos de embriaguez, cuando apenas funciona, es cuando más apetito sexual él parece sentir. Como no puede hacer otra cosa, la cabalga, la estruja y, finalmente, la insulta, culpándola a ella de su ineficiencia. Por desgracia, en los once meses que lleva viviendo en Suecia, ya se ha acostumbrado a estas escenas. Al principio la confundían, le molestaban sobremanera; pero ya no tanto. Son parte de su cruz. Ahora ya sabe que ésa es su manera de recordarle su deber conyugal. Por eso ha decidido no perder el tiempo, y cuando lo ve en aquel estado, lo evita con cualquier pretexto. Hoy, sin embargo, no es sólo un pretexto; hoy de verdad está muerta. Pero ¿qué hacer? Si no aprovechara el día que no tiene clases para doblar el turno y ganarse unas coronas extras, seguro que nunca podría enviar dinero a su familia en Cuba. Y ahora lo único que quiere es acostarse y dormir, acostarse y descansar, abrir los ojos a la mañana siguiente para ir a las clases de sueco y seguir luego a su trabajo, al turno de la tarde. Por ese motivo, hoy no habrá función de sexo baldío. Si últimamente se ha aburrido de soportarlo, hoy menos que menos piensa hacerlo. Y en cuanto llega al cuarto, se encierra en el baño, se desviste y se ducha. Luego, tras secarse y observarse unos minutos en el espejo, se pone el pijama y se dispone a meterse en la cama para disfrutar del descanso con que hace rato sueña. Desgraciadamente, su marido sueña otra cosa. Y cuando Caridad entra a la habitación, casi da un respingo al encontrarlo desnudo en la cama.
Por favor, dice al ver sus intenciones, hoy no. Y con la misma, se recoge en el extremo del lecho. El hombre, sin embargo, parece decidido; y en la medida en que su mujer se niega, se enciende más y más. Por fin, cansado de pedir por las buenas aquello que legalmente le pertenece, se decide a tomarlo por la fuerza. Y trepando sobre ella, le busca la boca, el cuello, los hombros. Caridad, que sabe cómo suelen desarrollarse los acontecimientos, aprovecha un suspiro del marido para escabullirse de la cama. Antes de que él sea capaz de comprender lo que ha ocurrido, abandona la habitación, sale al pasillo y entra en el segundo dormitorio de la casa. Una vez dentro, pone el seguro de la cerradura. Sólo entonces se siente resguardada y, acercándose al lecho, lo destiende y se acuesta. Sin embargo, no han pasado dos minutos de calma cuando oye que su marido toca a la puerta. Ella no se mueve, y él trata de abrir dando la vuelta al picaporte. Caridad se hace el propósito de aguantar el chaparrón y hablar seriamente con Ulf cuando se le haya pasado la borrachera. No es para esto para lo que se ha casado con él y ha venido a Suecia. No puede permitir que siga ocurriendo. Aún no ha terminado de pensarlo, cuando siente que la puerta se abre. Se ha olvidado de la llave de reserva. Ahora él está de nuevo junto a ella, a un costado de la cama. Y antes de que ella pueda reaccionar, Ulf le aprisiona una muñeca y, con la mano libre, le propina una bofetada en pleno rostro. Ella trata de zafarse, pero no logra hacerlo; y el marido, siempre con una sola mano, la despoja del pijama, le baja las bragas y la toma por la fuerza.
Después de usarla, Ulf termina dormido a su lado. Plácidamente dormido. Caridad, por su parte, se pone de nuevo el pijama. Luego va hasta la otra habitación, mira un momento la cama y se sienta en el borde. A los pocos minutos se acuesta y se cubre con la frazada. Ya no tiene sueño. Sólo rabia, mucha rabia y deseos de llorar.