El poeta Santana era mi ídolo. Podía imaginarlo en el último salón al lado del estante de literatura latinoamericana; detrás, una ventana inmensa por donde nunca entraba el sol, pero sí una claridad imprescindible. “Aquí estoy rodeado del espíritu de los poetas, cerca de sus libros, que son sus tumbas”, me decía mientras le llevaba un traguito de café; si no, “María, ¿no hay nada por ahí que me quite la penumbra de estos ojos?”, entonces yo, “Sí, Santana, siempre hay” y en mis manos iba la tacita de porcelana, él se quedaba mirándola cuidadosamente y después escribía. Claro, yo siempre amable, o mejor dicho feliz, porque si hay una cosa que una no debe permitirse nunca es pasar de un padre tirano a un esposo dictador, y soñar con un hombre que dice “Esta ciudad es como tus ojos navegando sobre la arena”. ¿El único consuelo?, la pregunta “¿Y la familia cómo está?”. Después, continuar con una conversación lógica, “Está usted inspirado hoy”, y evitar que las palabras dichas jamás vayan en contra de los preceptos de mi padre. “¡Una mujer se debe a su marido!” “Sí, papá”. “¡De esta casa no sales si no estás bien casada!” “¡Sí, papá, carajo!”, hubiera podido gritar, pero no, siempre fue la tímida respuesta, agachar la cabeza y mirar fijo al suelo.
De mi pasión por Santana sabían todas las muchachas de la biblioteca, a pesar de que nunca respondí o acepté sus insinuaciones. A veces Victoria se encargaba de fastidiarme. “Arréglate y ponte linda, por ahí viene tu Santana”, o advertía a todas: “Niñas, no se tomen todo el café, aquí hay alguien que se pone histérica si no queda un sorbo para el poeta”. Lo último era que Victoria buscaba sus libros y leía sus poemas amorosos para, al final, asegurarme que él escribía pensando en mí. Y no estaba mal soñar que sus versos nacían de mi cuerpo desnudo o que los dos estábamos solos en lo profundo del salón junto a los espíritus de los poetas, susurrándonos palabras al oído, como él decía. Yo me ponía muy seria con Victoria, Migdalia a veces se daba cuenta y le decía “Mira que tú jodes”. En el fondo nunca me molestaba, quizás porque una mujer no debe nunca regalarse, a pesar de que el corazón diga lo contrario. Además, ¿la familia no debe ser lo primero, mis hijos, mi esposo, a pesar de ser un troglodita igual que mi padre? Para una mujer como yo solo queda el día a día, ver crecer a los hijos y un esposo que solo tiene un gesto de cariño cuando sus camisas están bien planchadas. Santana es mi tabla de salvación, él y los poetas muertos son mi tesoro más recóndito. No hay nada como verlo en el último salón, con su pelo sobre los hombros, sus espejuelos grandes, su barba canosa, sus manos largas. No hay nada como escucharlo cuando dice “Por favor, María, tráigame La tierra baldía de T. S. Elliot”, yo solícita lo busco pensando que de esa manera él mirará mi cuerpo; porque a pesar de los años sé que tengo buena figura, los hombres siempre me han mirado y eso apenas me conmueve; pero si lo hace Santana ya es otra cosa, y si lo miro de soslayo y lo veo bajar los ojos rápido a sus libros, es un calor que le sube a una por todo el cuerpo, es la emoción y el nerviosismo a la misma vez contenidos. Después “Es un gran poeta inglés”, me dice como para entablar conversación y yo, “Por supuesto que sí”, aunque no me lo haya leído nunca.
A Santana lo miro los ojos y en lo profundo siempre hay un aire de tristeza; quisiera preguntarle “¿Acaso escribe sus versos pensando en una mujer como yo?”. Una mujer que no puede competir con esas que también escriben versos y creen haber leído todos los libros de esta biblioteca. Llegan y nos miran con la nariz respingada como si habitáramos en el subsuelo, y allá nos vamos por órdenes de Victoria a acomodar las mesas, las sillas, el mantel de encaje, los vasos con agua y el café; para que lean sus poemas, presenten sus libros, después los compremos y en una pequeña cola vayamos a que rubriquen en la primera página algo así, “a María, a Migdalia, a Victoria, para que este libro les abra las puertas de la literatura”, como si nos dijeran, “para que lean tanto como nosotras y sepan de autores, de estilos, de épocas; pero hasta ahí, porque lo de hacer versos solo está permitido a seres alados”, y yo, Santana, apenas soy una mujer que puedas admirar.
Entonces recuerdo sus palabras, “Esta ciudad es como tus ojos navegando sobre la arena”, y aquel último instante cuando estuvimos los dos solos rodeados de estas paredes que han inspirado tanto en todos estos siglos. Era tarde y apenas quedaban usuarios cuando llegaste, pusiste la carpeta sobre la mesa y dijiste “Viene una tormenta”, después fuiste al fondo del salón a leer tus libros, y era como si tus palabras fueran proféticas porque apenas mencionadas, ya estaban las nubes apretándose en el cielo para ahogar la luz, y nos quedamos solos justo cuando iniciaba la noche.
Fue un golpe de aire lo que abrió una pequeña ventana; subida en una silla yo la cerré con el pánico de que la lluvia pudiera mojar los libros. Tú me tomaste por la cintura y con un “Déjame ayudarte” me depositaste en el suelo para después acariciar mis mejillas, “Estás congelada”, ese instante fue el más cercano que tuvimos y yo, cobarde al fin, bajé los ojos y no tomé tu mano, ni murmuré un gracias, ni un me muero de frío; sino que me fui hasta mi pequeña mesa de bibliotecaria. Después, cuando estábamos frente a la puerta viendo caer la lluvia que parecía no tener fin, recitaste “Abril es el mes más cruel; engendra/ lilas de la tierra muerta; mezcla/ deseo y memoria, remueve/ raíces agotadas con lluvias primaverales/”. Después silencio, después el “Quiero despedirme de ti Mari”, después silencio, después “Mari, me voy de Cuba” y el beso que hubiera querido guardar para que su ternura y calidez no se olvidara con el tiempo, después te fuiste bajo la lluvia, Santana.
A los dos días Victoria nos reunió a todas en el último salón y nos dijo que el poeta Santana ya no era nuestro poeta, sino un burdo traidor que se iba del país; por esa época cuando la revolución estaba en su momento más febril, su abandono no podíamos perdonárselo. De la noche a la mañana el poeta Santana tenía que convertirse en el ser más pusilánime y aborrecible que pudiéramos conocer. Por eso fuimos a su casa a gritarle todas las ofensas que solo hombres de su calaña merecían. Yo me sentía como un zombi con una idea fija en mi cabeza, la necesidad de un Santana en el último salón, pidiéndome café y hablándome de los poetas que le susurraban palabras al oído, que leía versos hermosos y deseaba mi cuerpo cuando le daba la espalda, y no la mujer ofendida que solo quería venganza por el posible ultraje, como decía Victoria. Zombi al fin me fui con ellas, traté de ocultarme entre la muchedumbre que esperaba afuera de su casa, pero Victoria me tomó por el brazo y me dijo “Recuerda que eres una mujer ofendida”.
Yo podía verles las caras llenas de odio, bocas que se abrían y, como ladridos de perros, dejaban escapar sus ofensas. En las paredes de su casa, escrito con carbón, se podía leer “gusano”, “traidor”. Victoria me sujetaba con fuerza, ella era como una tímida bailarina que en cada salto me repetía: no te vas a escapar. De pronto las voces estallaron en un grito enfebrecido, alguien a mi lado dijo “Por ahí viene”. Lo busqué por los resquicios que manos y cabezas frente a mí dejaban; entonces lo vi, caminaba despacio y tan serio como nunca antes lo había visto. El coro que al principio era algo caótico, como una especie de monstruo al que no se le puede ver la figura, ahora se levantaba al unísono en una sola voz: “Traidor”. Santana caminaba impávido como si él fuera lo único existente y todos habitáramos en sus sueños, como si nada de lo que pudiera ocurrir lo dañara; por lo menos eso es lo que siempre imaginé. Él apenas se inmutó mientras los huevos y los tomates lo golpeaban. Yo trataba de esconderme de la posible mirada, de su sorpresa al verme entre la gente, del reproche que algún día pudiera hacerme. Fue entonces que Victoria puso en mi mano el huevo y me dijo “Lánzalo”; apenas me moví, estaba como petrificada. Victoria me repitió “Lánzalo” y abrió los ojos como si con ellos quisiera tragarme, “Lánzalo”. Yo, mi querido Santana, que tantas veces agaché la cabeza ante las imposiciones de mi padre, ante los arrebatos de cólera de mi esposo, ante las órdenes de mis jefes, que siempre dudé ante cada decisión que pudiera tomar en mi vida, agaché nuevamente la cabeza y lancé el huevo, a pesar de que nada sería igual, ni Victoria, que hablaría orgullosa de sus trabajadoras, ni tú, Santana, que poco a poco irías borrándote en mi memoria, ni el espíritu de los poetas que jamás susurrarían palabras para mí, por más que los buscara en el fondo del último salón.