Ancianos cruzando zanjas pestilentes sobre una diminuta barra de concreto, viejos techos mal apuntalados, broncas, fábricas ilegales, la conga, niños jugando bajo la lluvia; nada escaparía al lente del hombre delgado, en caso de que el hombre delgado tuviera una cámara digital; una cámara digital y un software llamado Imagen Styler era todo lo que necesitaba, y también una computadora. Con suerte, los tiburones de Cultura le programaban una exposición durante un mes. Como aquella de las estudiantes canadienses que estaba en el lobby de la biblioteca pública. O algo mejor.
En la calle frente al cine el hombre delgado vio caminar a una señora, la señora quería llegar a casa antes de que empezara a llover con fuerza. Los gigantescos nubarrones prometían un aguacero cerrado, y la carrera zigzagueante de los relámpagos le hacía temblar de miedo el corazón.
Dos niños estaban en el parque y corrían de un lado a otro bajo la llovizna. Una tarde brumosa y nostálgica envolvió al barrio lentamente.
El hombre delgado llevaba una mochila a la espalda. Dentro de la mochila había libros, revistas de arte, un mazo de hojas, y seis discos compactos en una cartera de cuero. Era domingo, y todos los domingos el barrio se hundía en un silencio pesado que simulaba ser un delicioso arrastradero de muertos.
Las pocas personas que salían de la casa y coincidían en la calle, se saludaban con cierta alegría aún cuando nunca hubieran cruzado dos palabras, pero luego se alejaban, gozosos de no ser los únicos en la áspera bastedad del primer día de la semana.
Las pocas personas que salieron de la casa y se cruzaron con el hombre delgado no se interesaron en saber por qué iba tan alegre.
Cuando vio a los niños corretear sobre los bancos metió la mano en el bolsillo y sacó la moneda de cinco centavos. El de seguridad del museo le había enseñado que con una moneda de cinco centavos podía hacer la señal. Solo tenía que frotar el vidrio de la puerta y esperar.
Adentro, el de seguridad abandonaría el sueño, después caminaría lentamente, se oirían los ruidos habituales y la puerta de la entrada se abriría, era posible que cruzaran algunas frases sobre el mal tiempo. Luego el de seguridad seguiría durmiendo y el hombre delgado caminaría hasta el cubículo. Allí se sentaría a sus anchas, frente a la computadora, la computadora de su vida. Podría estar todo el tiempo que quisiera mientras el de seguridad entraba en un sueño profundo y relajado que duraría hasta el relevo.
El hombre delgado jugaría durante cuarenta y cinco minutos con los autos de carrera, ganaría cuatro o cinco medallas de oro, y si aún no sentía calambre en el dedo de apretar el acelerador cambiaría a la opción de policía, la opción de policía era frustrante, requería golpear con precisión a los contrarios y sacarlos de la vía para bloquearles la pista, y el hombre delgado aún no exhibía semejante pericia.
Una vez cerrado el juego trabajaría unas fotos con el Imagen Styler, brillos, colores, contrastes, efectos; Imagen Styler era un programa muy completo. Imagen Styler y una cámara digital era todo lo que necesitaba. Ancianos cruzando zanjas pestilentes sobre una diminuta barra de concreto, techos viejos mal apuntalados, broncas, fábricas ilegales, niños jugando bajo la lluvia; nada escaparía al lente del hombre delgado, en caso de que el hombre delgado tuviera una cámara digital; una cámara digital y un software llamado Imagen Styler era todo lo que necesitaba, y también una computadora.
Al llegar al museo frotó el vidrio de la puerta un par de veces y esperó. El museo era grande y estaba dividido en numerosas salas y oficinas. El de seguridad podría estar en cualquiera, si era en el segundo piso demoraría, así que lo mejor era esperar.
Había aprendido a esperar una mañana en que creyó que el museo estaba solo y frotó el vidrio más de la cuenta, el de seguridad, desde el baño le había gritado aquella frase vulgar salida desde el centro de sus entrañas.
Desde entonces había aprendido a esperar, dar tiempo para que el otro llegara hasta la puerta, siempre le abría, se habían amigado de tal manera que todo tenía que estar complicado para que él no pudiera sentarse a la computadora, como aquella vez, en que a la directora del museo le dio por revisar la guardia.
El de seguridad le debía ciertos favores al hombre delgado. Un catorce de febrero el hombre delgado le había hecho una postal con el PowerPoint. El de seguridad estaba casi enfermo de los nervios por una enfermera hermosa, de pelo negro y ondulado, nalgas fuertes y piernas talladas con la paciencia de un ebanista, y le había pedido aquel regalo.
El hombre delgado se esmeró. Desde Encarta trasladó una orquídea, en el borde inferior derecho puso un refrito con versos de Buesa y de Neruda, el de seguridad estaba contentísimo, le había dicho que era su hermano, que era un artista al que le roncaban los cojones, daba paseítos alrededor de la computadora y no dejaba de decir aquellas cosas de que la postal era una talla, bolá, bolá. El hombre delgado le dijo que todavía faltaba ponerle música y entonces el de seguridad, al borde del orgasmo mental, le dijo que era un tronco de tipo, que no aguantaba más de lo feliz que estaba y que mejor lo dejaba solo para que trabajara en paz.
Al hombre delgado le encantó la idea. Sobre todo porque le gustaba que lo dejaran solo cuando estaba frente a la computadora, la computadora de su vida. Se sentía levitar. En diez segundos le añadió la música a la postal electrónica, se decidió por Ricardo Arjona aunque no era el tipo de música que le hubiera regalado en una postal electrónica a ninguna muchacha a la que quisiera conquistar, sobre todo, si se trataba de una muchacha con el cerebro en su sitio, pero a fuerza de que todo el mundo la oía en todas partes había aprendido que a la inmensa mayoría de las mujeres les gustaba aquella música. Incluso las canadienses, el día de la inauguración habían pedido oír algo más o menos así. Era el colmo, unas hembras riquísimas que a lo mejor un día se diplomaban en Liderazgo Social en algún instituto de Ottawa.
El hombre delgado recordaba todo aquello. Frotó la puerta por tercera vez y tampoco hubo respuesta, creyó que el de seguridad se había complicado, tal vez le habían dicho que moviera unos cajones, una vez había pasado.
Ahora el hombre delgado se culpaba por haber frotado el vidrio de la manera en que lo había hecho, pensó unos segundos en eso, le dio la espalda a la puerta y miró a los niños. La lluvia era total pero no dejaban de corretear. Era raro, aún con los truenos no abandonaban el juego, trató de adivinar a qué jugaban y después de mirarlos un rato creyó que no jugaban a nada específico sino que simplemente deliraban de alegría metidos en los charcos.
Frotó por cuarta vez el vidrio pero todo siguió como antes. Insistió. No le quedaban dudas de que el de seguridad estaba dormido. Podría ser que la noche anterior se hubiera pasado de tragos. No todo era trabajar. La humanidad no había hecho otra cosa que trabajar y solo un por ciento vergonzoso había llegado a alguna parte. Si el de seguridad estaba dormido porque había decidido divertirse, estaba bien.
La lluvia arreció y el alero donde se protegía le era insuficiente. Se pegó más a la puerta pero el resultado fue el mismo.
Los niños se fueron cuando el hombre delgado metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda más grande y volvió a raspar el vidrio. La tarde estaba perdida. O bien el de seguridad estaba más dormido de la cuenta o no estaba, pensó en bordear la pared de enfrente, saltar la cerca pequeña que había en un lateral y mirar por las ventanas pero no llegó a hacerlo, caminó hasta donde terminaba la pared y se dio cuenta de algo anormal: había tres ventanas abiertas y la lluvia entraba por ellas con absoluta libertad.
Estuvo un largo minuto analizando el extraño panorama y concluyó que el de seguridad estaba adentro, las ventanas abiertas no indicaban otra cosa, ¿y por qué no le abría?, ¿y si no podía?, ¿habrían entrado unos tipos enmascarados, cuchillos en mano, lo habían golpeado y se habían llevado la computadora, la computadora de su vida?
Sin decidirse a saltar, pensó que la teoría del robo no podía descartarse pero al mismo tiempo creyó que no era probable. El barrio sabía de robos, era su arte, su cultura popular tradicional, su costumbre más heroica, más reconocida en toda la ciudad de Santiago, al barrio le decían el D.F., casi todo el mundo andaba sobre el filo de lo ilegal pero cualquiera se daba cuenta de que robar a esa hora era un suicidio. El museo estaba demasiado al centro y una computadora, la computadora de su vida, no cabía en el bolsillo. ¿Y si no se trataba de un robo sino que el de seguridad simplemente había salido a dar una vuelta y la lluvia le había impedido volver?
Aquella variante le gustó más.
De repente tomó una decisión: raspó el vidrio con más fuerza, con intervalos de diez segundos pero tampoco hubo reacción. Decidió que se quedaría a cuidar el museo porque el de seguridad, estaba afuera y por alguna razón había olvidado cerrar aquellas ventanas. No le quedaba otra opción que ser leal y proteger el museo. La lealtad era una de las cosas que más admiraba. Aborrecía a todos los traidores, empezando por Judas en el Sanedrín. No entendía cómo alguien se volvía desleal ante el mínimo contratiempo o corroído por la más vulgar ambición. Había aprovechado las ocasiones que la vida le había proporcionado para mostrar su lealtad. Sentía un placer reconfortante cada vez que tenía ocasión de hacerlo.
Le gustaba un cuento ruso que le habían enseñado en la primaria: dos niños hacían guardia en un camino, uno de teniente y otro de soldado. El primero le ordena al segundo cuidar el camino hasta su regreso pero el teniente, por alguna razón, olvida el juego y el soldado queda de guardia durante siete horas, nadie logra que abandone la misión hasta que un capitán del ejército, con galones verdaderos en las hombreras y una decena de medallas en el pecho, logra que se retire no si antes convencerlo de que había cumplido la misión, ya la Patria se encargaría de premiarlo. Él habría sido feliz si le hubieran permitido vivir una historia como aquella.
La lluvia se volvió una llovizna molesta.
El ruido que el hombre delgado hizo contra el cristal atrajo a las pocas personas que salieron de sus casas aquella tarde, primero se acercaron con interés y después se alejaron al comprender que aquello no significaba más de lo que era: alguien llamando a la puerta. No obstante, él se había dado cuenta de cómo lo había mirado el hombre de la gorra amarilla. Era bajo y fuerte. Podría ser un entrenador de lucha, o a lo mejor no, aquella cara quedó grabada en su mente. A lo mejor no era entrenador de lucha sino policía porque sólo los policías miraban de aquella manera. Pero, ¿y si era policía qué? No estaba haciendo nada ilegal. Sólo tocar a una puerta. En todo el mundo, a todas horas la gente tocaba a las puertas. Unas se abrían enseguida. Otras demoraban bastante. Y otras no se abrían nunca. Nadie era condenado por eso. Si era policía, ¡al diablo con él!
Golpear con el puño era prácticamente por gusto. Lo sabía, pero agotado el recurso de la moneda no encontró mejor opción y tampoco obtuvo respuestas. El de seguridad no estaba, así que el hombre delgado se quedaría todo el tiempo que fuera necesario.
No obstante en el fondo de su alma una pequeña esperanza le decía que el de seguridad sí estaba y no lo había escuchado, por eso de vez en cuando golpeaba el vidrio con vigor o lanzaba un grito, en una de esas ocasiones una idea, violenta como un relámpago, cruzó por su mente, tuvo una confianza infinita en aquella idea: el de seguridad sí estaba adentro, sólo que le había dado un infarto, eso justificaba el silencio y las ventanas abiertas. El hombre delgado había pasado casi dos horas frente a la puerta, tenía los pies desechos, no le quedaba más remedio que saltar, meter la cabeza por una ventana y llamar con todas sus fuerzas para comprobar lo que creía era una realidad.
Pensó en los niños que habían estado jugando en el parque bajo la lluvia. Si no se hubieran ido ahora podría decirles que trabajaba allí, que entraran por una ventana y le abrieran porque había olvidado las llaves. Él cabía perfectamente. Pero estuvo seguro de una cosa: no se vería bien, cualquiera podía pensar que iba a robar. Al recordar al hombre de la gorra amarilla comprendió con claridad el cuadro sospechoso en el que podía embarcarse, indeciso se alejó diez metros de la puerta.
Los bancos del parque estaban mojados pero no le importó y se sentó.
En todo ese tiempo no llegó a completar tres segundos sin mirar hacia el museo. Tampoco dejaba de hacerse mil preguntas. Todas sin una respuesta razonable. Le estremecía la idea de verse en medio de un escándalo. Tampoco le interesaba comprobar aquello que suponía era la verdad: el de seguridad estaba muerto.
Siempre había sentido un respeto especial por los cadáveres. Una vez, allá en Doña Juana, cargó un ataúd, casi por casualidad, y luego estuvo mucho tiempo sin salir por las noches. Rechazaba los ambientes funerarios. Admiraba a aquellos tipos de la morgue y al mismo tiempo sentía por ellos un rechazo total. Se cuidaba de no relacionarse con ellos. Estaban muy cerca de la muerte.
Finalmente escampó pero no desparecieron del todo ni el ruido brutal de los truenos ni la luz violenta de los relámpagos.
El hombre delgado se levantó y se acercó nuevamente a la puerta del museo, si iba a cuidar no debía hacerlo desde el parque sino desde la puerta. Una vez allí recordó aquella historia aprendida en la primaria sobre los niños rusos. Su corazón estaba rebosante de gozo. Incluso, ensayaba una breve marcha cuando la puerta se abrió suavemente y en ella apareció el de seguridad. Estuvieron mirándose un par de segundos eternos, envueltos en un silencio atroz.
―¿Tú sabías que eras un cadáver? ―le dijo el hombre delgado en un temblor, con la voz entrecortada, todavía con los brazos en posición de marcha.
―¿Un cadáver? No, no lo sabía. ¿Por qué?
―Llevo dos horas tocando y ya veo que no querías abrir.
―Te oí. Pero no sabía que eras tú. Era mucho el escándalo, pensé que alguien se había vuelto loco.
El hombre delgado respiró profundamente. Tenía mil argumentos embotados en la cabeza y no era capaz de expresar ninguno.
―Yo tengo la culpa, yo tengo la culpa de todo ―dijo y dejó caer los brazos―. Perdóname.
―Ah, ¿qué pasa? Deja eso.
―Me parece bien que dejemos eso.
―Pasa que voy a cerrar, parece que va a seguir lloviendo.
―No, deja. Hoy no tengo ganas de sentarme frente a la computadora.
―Ah, bueno, está bien, de todas formas está tronando y eso, el martes estoy de guardia otra vez.
―Nos vemos el martes, entonces.
―Está bien, y no te demores por ahí. Parece que va a seguir lloviendo.
Cuando el hombre delgado empezó a caminar de vuelta a su casa, empezó a caer una noche cerrada, definitiva. Sintió que la mochila le pesaba brutalmente. Le dejaría una marca en los hombros y el dolor no desaparecería sino después de un buen rato.
En cualquier momento abandonaría aquella mochila en un rincón.