Es un jueves caluroso en La Habana, de esos días donde es imposible encontrar sombra para refugiarse. Camino con cierto apuro. Voy tarde y no es necesariamente culpa de la “coyuntura”. Me niego a llegar quince minutos después de la hora pactada.
Aquí estoy, de regreso a Cuba por quince días después de un año de ausencia. Dos semanas no dejan mucho tiempo libre: encuentros con la familia, ponerse al día con los amigos, trámites en 17 y K, visitas al médico… Pero no. Me niego a irme sin conocerla. Marta María me salvó, y es imposible que ella no lo sepa.
Reviso el móvil para recordar el número del edificio. Entro y todos los apartamentos, al parecer, tienen la misma nomenclatura. Empiezo a subir la escalera esperando una señal divina, y de repente ahí está: la única puerta, que hasta este punto de la historia, tiene un cartel a favor del matrimonio igualitario. “Mi familia es original”, se lee.
Toco con mesura y ella abre la puerta con Nina en brazos. Idéntica a las fotos, pero un poco más bajita. Ahí está, con su corazón tatuado en el pecho y sin sujetador. No ha dormido en toda la noche, pero igual se le ve combativa.
Escuché hablar por primera vez de Marta María Ramírez (@Martamar77) cuando estaba en tercer año de la licenciatura en Comunicación Social en la Universidad de La Habana. Por aquel entonces Marta formaba parte de la campaña “Quiero hacer una película” (QHUP), del diseñador y cineasta independiente Yimit Ramírez. Su rol de Community Manager me hizo seguirla en redes sociales y fue allí donde tropecé con sus “Martazos”.
Marta hablaba de muchas cosas: equidad, respeto, cambios, pero sobre todo, de libertad. Fue la inmersión sin retorno en una visión crítica de mi realidad y, aunque no me dio todas las respuestas, me hizo entender que otras mujeres se cuestionaban lo mismo. No estaba sola. Todo parecía indicar que ser cubana y feminista no eran categorías opuestas. Todo parecía indicar que ser feminista no era una “mala palabra”.
Regreso al presente. Marta abre la puerta y me abraza como si nos conociéramos de alguna parte. Me explica que casi cancela nuestro encuentro porque la pequeña Nina estuvo toda la noche con fiebre. Sus dientes de leche comienzan a aparecer y le molestan. Nina tiene ojos azules, profundos. Me observa.
Una vez sentadas en el suelo y tras un pequeño preámbulo, lanzo mi primera interrogante ¿en qué punto se encuentra el movimiento feminista en Cuba?
Esto no es ni siquiera un “movimiento”. Yo tampoco hablaría de “feminismo”, me gusta más hablar de “feminismos” en el mundo, porque hay muchas corrientes. Pero en Cuba, específicamente, se trata de otra cosa: una organización que exige una política de autorizo hacia todas estas supuestas minorías o disidencias, en términos más grandes.
En Cuba todas las palabras se confunden, por eso hay que buscar siempre eufemismos para nombrarlas, pero bueno, a eso me refiero. No creo que se pueda hablar ahora de un movimiento feminista en la isla. Hasta este punto, lo que se ha hecho es “articular”. Por lo menos, ya nos vamos conociendo.
Entonces, ¿cuál sería el siguiente paso? ¿Llevar a cabo “encuentros”? ¿Organizarnos?
El objetivo ya no es desarrollar encuentros o reuniones, sino tener una agenda común. Cuando tú estás dentro de un movimiento o funcionas dentro de un grupo, hay cosas en las que no todos están de acuerdo y hay que llegar al consenso. Uno va haciendo también lo que la mayoría dispone.
Yo no estoy siendo pesimista. Todo lo contrario, creo que es el tránsito por el que todos los movimientos del mundo, independientemente de su índole, han atravesado. Lo que sucede es que nosotros llevamos sesenta años de atraso, porque todo esto fue una pelea que se cortó. Nos dieron derechos que aparentemente resolvían el problema, pero en realidad el problema era más grande. Necesitábamos actualizarnos.
Es decir, en ese minuto fueron buenas medidas ―súper novedosas―, y algo muy bueno fue incorporar a la mujer como fuerza productiva. Funcional. Pero eso tú no lo puedes dejar así, puesto en un papel como un decreto y luego, culturalmente, cagarte en la noticia. Es lo mismo que pasa con el tema de la discriminación por el color de la piel.
¿Podemos decir que existen en Cuba espacios para que las feministas confluyan y tracen una agenda común?
Existen, pero, entre otras cosas, son espacios tímidos, no llegan a todas. Yo también creo que están marcados por esta cosa patriarcal de la figura del líder. Se reproducen los mismos esquemas de los que una está harta. Entonces, simple y llanamente, esto también va a limitar el atractivo.
No obstante, las redes sociales han servido, sobre todo, para que nos conozcamos, para saber qué rostro tenemos, y para posicionar determinados procesos como las denuncias. Al no creer en la legalidad o haber creído en ella y no haber sido efectiva, uno echa mano de lo que tiene para poder exorcizar un poco.
Marta, uno de los comentarios que más he escuchado en las últimas semanas es que “en época de ‘coyuntura’ el feminismo es la menor de las preocupaciones”. ¿En este nuevo período de crisis la agenda feminista queda relegada a un segundo plano?
Eso es una tontería. Es como: “¿qué hacer primero?”. Hay agendas que se mantienen transversales a todo, y si se quiere avanzar a una sociedad más justa, es imposible que nos sigan tratando como lo hacen, como objetos sexuales y como otras mil cosas de la cotidianidad.
Esto tiende a ser una mirada acrítica por parte de muchas mujeres, que luego no tienen las herramientas para distinguir la violencia psicológica, económica, e incluso, obstétrica. Entonces, ¿de qué estamos hablando?
Muchas mujeres cubanas no saben ni cuáles son sus derechos. Sin embargo, después pelean porque las están maltratando en el salón de parto. Pero es una pelea que viene de antes. Si eres capaz de reconocerla, puedes iniciarla antes y no tienes que estar sola. Entonces, no solo harías la denuncia, sino que harías la denuncia diciendo: “yo me enfrenté al Sistema y el Sistema me falló”. Así también ayudas a otras que podrían pasar por lo mismo, las acompañas. Es como un “sentido del berro”, pero más positivo.
Entonces, no. No podría hablar de un movimiento en Cuba. No podría hablar, siquiera, de un “feminismo” en singular en ningún lugar del mundo. Y sí, creo que urge. Incluso, no solo la militancia en el feminismo, sino una visión global de género. Eso resolvería un montón de cosas desde la macropolítica.
¿Podríamos decir que el feminismo o “los feminismos” son importantes en tiempo de crisis?
En tiempos de crisis la gente se radicaliza y es algo que vengo diciendo desde hace mucho. Se radicalizan porque temen por su vida, por la vida de los suyos, por su cultura, por sus creencias, etc. Esta ha sido siempre, y de forma muy simplificada, la historia de la humanidad.
Lo que pasa es que la radicalización está asociada a la violencia física, a las armas, a las bombas, a los atentados… y yo te diría que no. Gandhi se radicalizó en la India y lo hizo a su manera. Mandela en Sudáfrica, y lo hizo a su manera. La gente se radicaliza porque lo necesita para sobrevivir, y esa radicalización no siempre es violenta. Por tanto, habría que partir de ahí: un desprejuicio con respecto al tema de ser radicales. Ser radical es un derecho.
No se puede ser feminista a medias. Hay una responsabilidad y yo la sentí desde temprano.
Yo entré al feminismo por mi padre que era machista ―como casi todos― pero que, como buen padre, no quería para nosotras lo que él vivió. Era, a su vez, un hombre que viajaba. Por tanto, tenía otros referentes de mujeres que le gustaban más y quería que yo me pareciera a ellas. Fue mi papá quien me habló por primera vez del feminismo cuando yo tenía siete años.
No tenía la menor idea de qué cosa era, pero las mujeres de las que me hablaba me atraían más que ver a mi mamá con la doble jornada, con la responsabilidad de criarme a mí y a mi hermana… aun siendo una gran profesional, una gran médica. Sin embargo, no era lo que yo quería. A mí me gustaban más estas otras mujeres de las que mi papá me hablaba. Entonces, por ahí empezó mi curiosidad.
Hubo un tiempo en que me aparté porque había muchos prejuicios con respecto al tema y porque me encontré con un grupo de mujeres feministas que tenían un discurso en contra de los hombres. Es decir, que no incluían a las masculinidades y eso no lo podía comprender. Era muy joven, pero no podía entender. Yo tenía un papá y amigos que no eran machistas a propósito.
Por nuestro “atraso” y por nuestras circunstancias políticas, económicas y sociales ¿deberíamos entonces ser radicales?
Por supuesto, me parece que estamos años luz de lo que está pasando ahora en el mundo porque no queremos empaparnos de ello. Es como: “¡Ay! ¡Qué pereza! Hay tantas cosas por las cuales preocuparse: esta ‘coyuntura’, después el matrimonio igualitario, después…”.
En Cuba se responsabiliza a Dios y al Partido por todo lo que sucede. El tema siempre gira en torno a “si Dios o si el Partido lo quiere”. Yo solo lidiaría con el Partido, porque a Dios no lo conozco. Pero, sin lugar a dudas, es una manera muy acrítica de vivir. Como: “¡Ya cállate! ¿Por qué protestas tanto?”.
El primer paso, repito, es fomentar la reunión, movilizarse, encontrarse. Luego, a pesar de las posibles diferencias, trazar una agenda en común para ver qué es lo más importante: si es a nivel comunitario o si es “meternos directamente con el mono”, como se dice.
¿La institucionalidad cubana jugaría un rol en este proceso?
Tenemos que valernos de las instituciones porque entonces estaríamos fritos. Este no es un país que se mueve alternativamente. Si cada vez que te mueves “de forma alternativa” te lanzan un decreto.
Ya en este punto, Nina, a quien he visto ser alimentada y con quien he intercambiado risas por una rana de goma, marca el final de la conversación. Sus dientecitos de leche exigen la atención absoluta de su mamá. Me retiro, no sin antes extenderle un abrazo propio de la sororidad y asegurarle que regresaré en algún otro momento, tal vez, con más preguntas.