Filmes como Nada (2001), Viva Cuba (2005) o Chamaco (2010), resultan harto conocidos para los cinéfilos cubanos, incluso para los que rara vez disfrutan del cine hecho en la Isla. Su director es una figura singular en el panorama de la cultura cubana y, amén de sus creaciones para la gran pantalla, ha dirigido en la televisión y el teatro. Hermano del director del popular grupo La colmenita, Carlos Alberto Cremata; hijo de una de las grandes directoras de espacios infantiles en la televisión cubana, su padre era uno de los miembros de la tripulación del vuelo de Cubana de Aviación que explotó sobre Barbados, víctima de un sabotaje. Figura pintoresca, capaz de emprender las más osadas aventuras, como rodar dos filmes a la vez, trabajar con niños o apostar por actores no profesionales, Juan Carlos Cremata vive hoy en esa otra dimensión de nuestra realidad que los cubanos llamamos exilio y, desde allí, sin pelos en la lengua, contesta nuestras preguntas.
Tus apellidos tienen una connotación especial para los cubanos. De un lado, el Cremata de tu padre, por las trágicas circunstancias de su muerte; del otro, el Malberti de tu mamá, como una referencia ineludible para una generación que en aquella tele de dos canales soñaba con lo que podría pasar “Cuándo yo sea grande”. ¿Cómo afrontaste desde niño el peso de esos apellidos? ¿Cómo lo sigues llevando al día de hoy?
Vamos por partes. Para nada es un peso llevar esos apellidos, que son —además de únicos— súper originales. Desde pequeño los he vestido con orgullo y he tratado de que ambos brillen y reluzcan por igual. Ambos. Insisto siempre en que coloquen mi segundo apellido junto al primero, no solo por el tremendo orgullo de tener madre y adorarla, sino porque hasta sonoramente es musical, suena distinto. Y soy un acérrimo defensor de las diferencias. Así que fue una fiesta. De mi madre, heredé desde pequeño una capacidad de imaginación asombrosa. Quizás fue el resultado de nacer en medio de su trabajo creativo como coreógrafa en los programas infantiles de la televisión primero, y la permanencia de su impronta como pedagoga y directora. De mi padre adquirí su vocación por robar sonrisas. Del cortísimo tiempo en que lo disfruté, se me quedó su voluntad por hacer reír a los demás. Continuamente tenía un chiste dispuesto a ello, o una respuesta jocosa. Así que, como ves, hubiese sido pesado no llevar esos apellidos, pero aún más no tener esos padres maravillosos que nos quisieron y cuidaron con locura. Nadie escoge ser hijo de un mártir. Pero, de todo lo malo que rodea aún el abominable asesinato de mi padre, conservo signos edificantes. Como nunca se encontró su cadáver, no me queda de otra que recordarlo vivo. En plena capacidad de su infinita alegría. Y eso ayuda a sobrellevar la pena. Aquellos infaustos días y el dolor en tanta gente no se olvidan fácilmente. Es un hecho que está ahí, presente, marcando las horas. Pero, precisamente en nombre de su iluminada presencia, debo insistir en sus remarcados esfuerzos por potenciar la alegría. Llevar sus apellidos es por tanto deber, pero, sobre todo, sustento, portento, euforia, dignidad e hidalguía.
¿Cuán difícil fue que en nuestros medios audiovisuales te aceptaran y reconocieran por tu talento y no por ser "un hijito de mamá"?
Nunca fui “hijito de mamá”. Fui, en todo caso, compañero de trabajo. Precisamente, la trágica desaparición de mi padre, obligó a que mi madre se creciera, no solo en la esmerada atención por nuestro cuidado y educación, sino también profesionalmente. Así, se convirtió en una de las más importantes directoras de televisión para niños en nuestro país. Juntos creamos “Cuando yo sea grande…” y también “Y dice una mariposa”, dos programas que se convirtieron en referencia para la audiencia televisiva cubana, principalmente para los niños. Luego, asumimos juntos varios largometrajes. Es curioso lo que pregunta, pues, cuando nuestras carreras despuntaron —sobre todo la de mi hermano Carlos Alberto y la mía— mi mamá solía decir jocosamente que habíamos dejado de ser “los hijitos de ella”, para convertirse en Iraida “la madre de los Cremata”. El talento se abre paso solo y no necesita de apoyaturas genealógicas. No siempre el hijo de gato caza ratón. Pero, en nuestro caso, nos convertimos en rayas vistosas, visibles y valiosas del mismo tigre. Fue a golpe de estudio y trabajo. No medió ninguna intervención.
Tus primeros trabajos cinematográficos, los cortos Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (1990) y La Época, El Encanto y Fin de Siglo (1999), llamaron la atención de la crítica por varios motivos: la osadía al abordar los asuntos y el hecho de ser producciones realizadas fuera del ICAIC (Cag-Arte y Centro Cultural de España, respectivamente). Es de suponer que ambos aspectos, osadía y financiamiento fuera de las estructuras oficiales, estén estrechamente relacionados y luego han reaparecido en tu obra cinematográfica. ¿Podrías comentar al respecto?
Te refieres a dos proyectos muy diferentes entre sí y lejanos en el tiempo de creación. Oscuros rinocerontes… fue mi tesis de graduación de la histórica Primera Generación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) en San Antonio de los Baños. Fue total producción de ese alto centro de estudios que en aquellos años conservaba una cierta independencia del Estado cubano. Gracias a ese pequeño corto experimental, recorrí varios festivales y viví dos años en Europa, seis meses en Chile, dos años en Buenos Aires —donde impartí clases de cine en la universidad y en dos escuelas privadas—, gané una Beca Guggenheim y una de sus copias fue aceptada en el archivo del Museo de Arte Moderno de Nueva York. La Época, El Encanto y Fin de Siglo es mucho más tarde. Es el primer proyecto que me encargan cuando regreso a Cuba. Y fue la oficina cultural de la Embajada de España. El agregado cultural de esos años era una persona muy viva y procuraba amenizar bastante la vida cultural habanera. En ambos hice lo que me dio mi revereconsultívara gana. De hecho, creo que son divertimentos. El primer sorprendido con la reacción de la crítica fui yo. Que había hecho todo eso jugando, colocando sonidos e imágenes que no tuvieran nada que ver juntas para lograr un significado equis, o la mayor de las interpretaciones posibles. Ya traía un amplio bagaje de mis años fuera de Cuba. Mas, en ambas, como en todos los proyectos asumidos, traté —y trato— de preservar máximas de mi existencia: mantener despierta la capacidad de asombro propia, generarla en los demás y divertirme, pasarla bien. Creo que eso se imprime también en lo que haces. Todos mis proyectos —hasta los dramas insufribles— han sido una fiesta. Para un creador lo más importante es crear. Y cuando trabajo no tengo horario. Puede pasar la hora de comer y ni darme cuenta. Me alimentan las ideas. En cuanto a la independencia productiva —que no de creación, donde siempre me he sentido artista pleno— es algo que vino con mi formación académica. En la Escuela de Cine conocimos de la polivalencia. Es decir, tuvimos que estudiar y ejercer cada especialidad. Yo, en realidad, me estaba por graduar de editor. A director llegué por concurso. No todo el mundo podía filmar tesis y se estableció una especie de torneo de proyectos en el cual el mío fue elegido. Fue la única tesis filmada en 35 mm en ese año. Y la razón argumentada para esa diferencia —los demás tenían derecho a rodar en 16 mm— fue que cada cuadro, en algunas secuencias, debía ser pintado a mano. Se hicieron seis copias. Creo que, de ellas, solo queda la del MOMA y ya me comunicaron que se está echando a perder, pues los plumones que utilizamos en esa época han perdido intensidad. Todo ese aprendizaje nos dejó el espacio para convertirnos en productores de nuestros propios proyectos y no tener que esperar que una institución te apoyara, mediara o resolviera. Así hice toda mi carrera. Forrajeando, desviando recursos, zapateando materiales en cualquier lado, aprovechando mis viajes para llevar equipos o implementos necesarios para el teatro o los filmes que asumimos. Yo gastaba el triple de lo que ganaba como salario. Y conste que, en mi labor sostenida en cine y teatro, al mismo tiempo, solo recibía el equivalente a 40 dólares de remuneración. De nada valieron los premios internacionales, ni el poseer aún el récord de dirigir la película que más premios ha recibido en la historia de la cinematografía cubana hasta hoy (Viva Cuba cuenta en su haber la friolera de 45 galardones, entre nacionales e internacionales). Como soy de la idea de que si la montaña no va a Mahoma… decidí desde muy temprano asumir la producción de mis propias creaciones. E incluso empecé a darme crédito. Todo eso me forjó una brecha en la cual lo mismo trabajaba institucionalmente, que buscaba realizarme por fuera de los marcos establecidos. Que es como mejor se resuelve todo en Cuba. Jugué a entrar y salir de la industria.
Nada ha sido considerada un auténtico poema cinematográfico y algunas de sus escenas han quedado en la historia de nuestra cinematografía como hitos a la altura de las imágenes de Sergio mirando la ciudad con su catalejo en Memorias del subdesarrollo, Raquel Revuelta pidiendo una gardenia en Lucía, o el abrazo entre David y Diego en Fresa y chocolate. ¿Cómo concebiste la fotografía de este, tu primer largometraje?
Es lindo eso que dices, aunque me resisto a las comparaciones. Cada obra es un valor en sí misma. Cuando, finalmente, pudimos hacer Nada, nos propusimos hacer algo distinto. Recuerdo que le insistía a mis colaboradores: yo no sé si quiero algo bueno o malo, solo diferente. Pero esa distinción venía marcada por el respeto a todo lo que se había hecho, antes de Nada. Así, cada plano venía a reverenciar un plano ya visto en el cine. Y no solo en el cine cubano. Yo soy un acérrimo admirador del cine mudo y del cine cubano de los años sesenta.
Fue divertido, pues mi director de fotografía fue el magnífico y adorable Raúl Rodríguez, que es, además de un cinéfilo empedernido, una enciclopedia andante. En cada encuadre se me acercaba y me decía al oído de dónde yo había sacado mi referencia, a quién reverenciaba en cada plano. Así pasó por Titón, Solás, Manuel Octavio, Nicolasito Guillén y hasta saltó a Buster Keaton, Chaplin, Stroheim, Fritz Lang, Griffith o Murnau. Hasta que lo confundí con algo de Walt Disney. Hay dos escenas que fueron concebidas desde Memorias del subdesarrollo. El inicio, con Carla mirando desde su balcón, pero sin catalejo, haciendo un hueco con la palma de su mano. La otra escena es la caminata por el muro del malecón, en sentido contrario al de Sergio y hecha por una mujer. El resto fue pura diversión. Que te cuenten los que se la gozaron. Inolvidable. Imaginarás la satisfacción, después, con las reacciones del público, la crítica, el estreno, los viajes a festivales, en fin… la consagración. Todo fue festejo, convite, recreo y expansión.
¿Por qué el uso de la animación?
Adoro los animados. Soy cardíaco a los muñes. La primera película que vi en mi vida fue Pinocho de Disney. En el trabajo de la animación se concentra la labor cinematográfica. El trabajo cuadro a cuadro. Dentro del ICAIC, era el departamento —ahora es ya una empresa adjunta— al que más respetaba y me gustaba acudir. Siempre lleno de gente joven —de mente, más que de cuerpo—, con ideas frescas y una dedicación esmerada en el trabajo. La mezcla de blanco y negro con color se potenciaba con las animaciones, que buscaban reeditar momentos de mi tesis de grado al intervenir manualmente cada cuadro.
¿No era demasiado riesgo dirigir a un Nassiry Lugo sin experiencia previa como actor?
Hice casting a medio mundo. Necesitaba alguien que no expresara sus sentimientos a flor de piel. Nacho no era actor, pero en cuanto percibí su carácter un poco retraído y apagado —nada que ver con lo que proyecta en escena cantando y lo mismo me sucedió, años después, con Leoni Torres— me dije: “este es el César que ando buscando”. A partir de ahí todas las pruebas, por muy buenas que fueran, me parecieron sobreactuadas. En eso influyó mucho Thais Valdés —la protagonista, y para quien fue creada, especialmente, toda la película— durante las sesiones de casting. La química entre ellos se dio y se mantuvo durante todo el rodaje. Haber usado a un actor me hubiese sabido a mentira. Nacho era como un palo. Incluso su miedo de actuar por primera vez lo ayudó. Lo que pasa es que a la gente le gusta etiquetar. Al lado de la actriz más natural que he conocido en mi carrera, solo podía colocar a alguien también natural. Así lo sintió ella cuando le pregunté con quién se había sentido mejor. Y muchos de los que criticaron su actuación, curiosamente, tampoco son actores, así que no sé desde dónde hablan. Hay que aprender a ver las obras como son y no como queramos que sean. Si queremos algo de una manera, lo mejor es hacerlo nosotros y no exigírselo a otros. A mí me sigue cuadrando su aire suelto, libre, temeroso, aunque desenvuelto.
¿Algún punto de contacto con el cine italiano posterior a la Segunda Guerra Mundial?
Todos. El neorrealismo italiano es uno de mis referentes, no solo estéticos, sino vivenciales. Umberto D, Ladrones de bicicletas, Milagro en Milán, Seducida y abandonada y todos sus grandes maestros creadores, son de reverencia y referencia obligada.
Siempre has explicado que Nada sería la primera obra de una trilogía que se completaría con “Nadir” y “Nunca” y en la que tres elementos identitarios como el café, ron y tabaco marcarían las historias. Por desgracia, no pudiste sacar adelante el empeño, pero los títulos me remiten a Virgilio Piñera y Abilio Estévez que dan un gran peso al “No”, a la negación como parte de nuestra identidad y acaso en oposición al sentimiento afirmador de Lezama (“nacer aquí es una fiesta innombrable”) y Abel Prieto. ¿Estás de acuerdo con estas reflexiones o crees que simplemente divago?
No divagas. Piñera y su “No” son, por supuesto, una constante en mi vida como cubano. Te sugiero que quites de tu pregunta al infausto Prieto, que no es escritor, ni la cabeza de un guanajo y menos para colocarlo al lado de Lezama. Eso es como poner a bailar a Viengsay Valdés con un CVP, por favor. Nada es la primera parte de una trilogía, ya escrita, que se completa con “Nunca” y “Nadie”. Lo que pasa es que “Nunca” encontramos a “Nadie” para financiar la segunda y tercera parte. De no haberse concretado mi censura, ya estaba en planes de montar en teatro El Encarne, un musical relegado de Virgilio. Y Abilio, además de considerarlo una gloria, es amigo entrañable y me nutro de su obra. La única oposición manifiesta es hacia ese ser innombrable que se cree intelectual diciendo barrabasadas. Por otro lado, creo que fue más para Virgilio y Estévez una fiesta creativa que para el gordo Lima, que la catalogó de convite, pero la sufrió como un bendito padecimiento. En fin…
¿Puedes dedicar unas palabras a esos proyectos que siguen sin llegar a concretarse como “Candela”, o la adaptación al cine de la novela de Carlos Montenegro Hombres sin mujer?
El guion de “Nunca” está terminado. Es muy divertido. Fue escrito especialmente para Nikita Mijalkov y Daisy Granados, pero ya tenía vislumbrados otros actores de su casting. También pasó con “Candela”, en la que llegamos a hacer grabaciones para una maqueta de la música, o el estilo musical que queríamos usar y un casting internacional entre La Habana, Barcelona, Madrid y París. Que incluyó el encuentro con figuras importantes como Sarita Montiel, Sergi López, Marujita Díaz, Laura Ramos y Terele Pávez, entre otros.
“Hombres sin mujer” es el más ambicioso. Lamentablemente la negativa del Ministerio de Cultura cubano de declararlo patrimonio de la nación, lo hunde en un limbo legal de derechos de autor y un piélago de legalidades. Visité su locación en la fortaleza del Príncipe y durante años hice un casting de todos los actores —el proyecto contempla casi 47 personajes, todos masculinos y solo una mujer que aparecía, brevemente, en un sueño— y la idea es adaptar la extraordinaria novela de Carlos Montenegro en una película y una serie de televisión. Es un texto que resulta increíble que se haya escrito y publicado en esos años en nuestro país. Leerla, me cambió la vida.
Al repasar lo que nos llevas contado y tu propia biografía, hay una palabra que parece marcar tu quehacer como creador: financiamiento. Supongo que sea la falta de recursos frenando tus proyectos lo que te lleva a crear El Ingenio. ¿Podrías contarle al público qué es exactamente El Ingenio, sus orígenes, funcionamiento?
El Ingenio soy yo. No sólo con financiamiento se logra hacer un sueño realidad. Es la capacidad a la que tuve que acudir y potenciar para hacer valer mis delirios. Creo que una buena idea es mucho más poderosa que un mundo de recursos. Más que preguntarme de antemano cuánto me cuesta lo que quiero hacer, me cuestiono cuánto puede costar, para mi alma, el no hacerlo. Y como tengo claro que la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace, voy acomodando tareas para alcanzar mis empeños. No es la falta de recursos lo que me llevó a crear El ingenio, sino la voluntad férrea de ingeniármelas para lograr lo soñado. Tanto en cine como en teatro, casi todas las dietas de los viajes, o el dinero ganado, era empleado en las producciones. Te repito, siempre gasté mucho más de lo que pude ganar. Y es que siempre pensé que mi alma y la de los espectadores con los que compartíamos experiencia estética, salían de la aventura, mucho más enriquecidos. El ingenio sigo siendo yo y todo aquel que me acompañe en la creación de un mundo mejor, pero sobre todo, más entretenido.
Las escenas de desnudos en Chamaco provocaron comentarios entre espectadores y críticos por su naturalidad, pero estos fueron pacata minuta ante las ronchas que levantaron tus puestas teatrales Las viejas putas y El Frigidaire, ambas con Teatro El Público, un grupo a cuyo director, Carlos Díaz, se le pregunta en cada entrevista por los desnudos masculinos que incluye en sus puestas. ¿Eras consciente del revuelo que se levantaría o te sorprendió tanta alharaca?
La verdad es que cuestiono tu pregunta. En mi teatro y en mi cine hubo quizá mucha ofensa, clamor y mala palabra, pero no precisamente desnudos. En Chamaco solo se ven los cuerpos desnudos de los dos amantes, una teta acariciada por unos momentos y el culo del protagonista —que en realidad fue sustituido por el de un bailarín, con mejor presencia de su baja espalda que el actor principal, que no contaba con mucho espacio para sentarse—, nada del otro mundo. Los escándalos en mis puestas venían de lo que llegaron a llamar “teatro sucio”. Es cierto que en La Hijastra un actor se masturbaba sobre la cara de otro a la vista del público. Era un truco. Bien hecho, pero una mentira. No hay alimentación en Cuba para que un actor pueda venirse a sus anchas y a la vista de todos, cada viernes, sábado y domingo, durante un mes seguido. Es cierto que usábamos sin discriminar las mal llamadas “malas palabras” porque seguimos considerando que, en realidad, son las más vivas del lenguaje, la que primero aprenden los niños y los que no hablan el español, como lengua natal; son las primeras a las que uno echa mano para definir un buen o mal momento, están en la boca y en el pensamiento de todos, ¿por qué entonces denostarlas? Nuestro teatro desnudaba otras cosas, que no precisamente los cuerpos de los actores. Desnudaba la sociedad en la que rumiábamos nuestras escasas alegrías y muchas miserias. Lo que provocó alharacas fue la actitud desenfadada y mordaz con que abordábamos todos los temas, sin pelos en la lengua. Llamar al pan, pan y al vino, vino puede ser peligroso en un país donde la verdad se escamotea oficial y extraoficialmente.
¿Qué consideraciones llevan a Juan Carlos Cremata Malberti a incluir estas escenas en el teatro o el cine y cómo las trabajas con tus actores y actrices?
Todas las escenas son importantes. Me ocuparé específicamente más de los desnudos cuando pueda hacer porno.
Me contabas que el papel de Carla en Nada se concibió para Thais Valdés. ¿Tienes actrices fetiches, aquellas que visualizas en determinado rol aún antes de que la idea de la película o puesta teatral haya terminado de concebirse?
Cuando uno escribe, la mayoría de las veces idealiza al intérprete que lo puede corporizar. Pero eso va cambiando. Paula Alí llegó a mí, en mi primer cortometraje, como la cuarta opción y después repitió en otras de mis propuestas. Alina también. Y es que los proyectos se van adecuando a las circunstancias, pero sí, me gusta imaginar desde antes quién lo puede hacer. Por supuesto que no es en todos los casos, y siempre estoy abierto a dejarme sorprender. En este oficio no se debe perder la capacidad de asombro. El teatro tiene otro proceso donde un actor tiene todavía más tiempo y ensayos para incorporar otra realidad.
Crematorio, en fin… el mal, un corto de 2013, muestra tu preocupación ante el derrumbe de valores en la sociedad cubana y, desde el humor, critica las posiciones de intransigencia, intolerancia, la repercusión de la Historia del país en las pequeñas historias familiares. ¿Por qué contar tanto en tan poco espacio?
Crematorio, en fin… el mal nació como parte de un proyecto mayor: un largometraje compuesto por cinco historias diferentes, contadas por cinco realizadores distintos a cincuenta años del primero de enero del ‘59. Una producción francesa se mostró inicialmente interesada en aunar los talentos de Enrique Pineda Barnet, que se encargaba de los años ‘60; Juan Carlos Tabío de los ‘70; Jorge Luis Sánchez de los ‘80; Fernando Pérez de los ’90; y a mí me tocaba cerrar. Así que fue concebido como un cierre. Sucedió que el proyecto se malogró, pero yo decidí no quedarme con las ganas de hacerlo. Curiosamente, a la entonces dirección del ICAIC le gustó el guion. Una mañana me dejaron hacerlo y ni yo mismo supe cómo. Recuerdo que un técnico, durante la filmación, me preguntó: ¿Y esto está aprobado? ¿Esto lo leyeron antes? Cuando le di como respuesta, el “parece que no, porque lo estamos haciendo”, me sentenció con una frase que se convirtió en designio y triste realidad: “Esta va a ser una película que no se verá en los cines, pero todo el mundo la tendrá en su casa”. Mantuve el formato de cortometraje y entonces la idea fue crecer en una especie de serie crematoria, que lleva ya cuatro entregas y ojalá pueda seguir aumentando, pues historias no faltan al respecto. Incluso, desde el exilio, puedo asumir algunas. Los Crematorios… son una extensión de Cremata.
¿Cómo seleccionaste a los actores y actrices y cómo fue el trabajo con ellos?
Casi todos eran parte de mi grupo teatral. Se ensayaba, por ese entonces, la puesta de Nuestro pueblito de Thorthon Wilder y no podía darme el lujo, de asumir un casting que demorara la producción. Curiosamente, al actor Pedro Díaz Ramos le tocó interpretar los personajes más peliagudos de dos proyectos “malditos”. Él fue el recalcitrante militante fallecido en el corto y asumió al monarca de El rey se muere, más tarde. Mira, y esto tiene que ver con una de tus anteriores preguntas, el guion fue escrito, pensando en Alicia Bustamante —quien luego pudo participar en mi Contigo y Pan y Cebolla—, pero terminó asumiéndolo, y muy bien, Miriam Socarrás. Pero la mayoría de los intérpretes trabajaban conmigo en el teatro. Era justo y lógico que contara con ellos para esa urgencia creativa. A Beatriz Viña le había visto interpretar ese personaje, basado en un maravilloso ser real, a quien pensé llamar para que se autointerpretara, pero preferí poder dialogar con una intérprete en los momentos de descanso y reflexión. Creo que hizo un excelente trabajo, como el resto de todos los que participaron. Te doy un dato extra. Fue la última de las colaboraciones con mi abuela, que sale en todas mis películas, hasta esa. Quizás ella fue mi actriz fetiche, je, je, pero, prefiero decir que era mi marca de familia. Cuando murió ya no fue lo mismo. Ya en esta última, ni podía casi moverse, o hablar, pero se divirtió, como siempre, en la filmación. Sale durmiendo en un sillón. Tita, mi inolvidable Tita. La viejita del café en Nada, la abuelita de Malu en Viva Cuba, la vecina vieja que dice “tremenda mierda” en El Premio Flaco, una secretaria en Oscuros Rinocerontes y bueno, en Chamaco no cabía, aunque, por supuesto, estuvo en mí su aliento.
En La Época, El Encanto y Fin de Siglo aparece un cartel: La muerte del cisne, en el que la letra s se desvanece. En Crematorio, las letras que conforman los créditos iniciales se "desprenden". ¿Hay una muerte o al menos decadencia del cine en tanto arte?
No, es simplemente un juego semántico. Me gusta experimentar hasta con los subtítulos, Aunque, efectivamente, creo que el cine, al menos como lo conocemos, más que morir, está evolucionando hacia otra manera de ser visto, hacerse y distribuirse. Todo eso tiene una lectura, por supuesto, pero no es mi intención, ni voluntad explicarla, sino retroalimentarme con ello. Me interesa más lo que provoca en los demás, que mis intenciones. Prefiero que me digas lo que piensas, que explicarte lo que quise decir, porque lo que quise decir, está ahí, está dicho.
¿Es una referencia a la situación del cine en general o solo al cubano?
Al cine en general. El cine cubano es solo un afluente de una corriente mundial. Dejemos de mirarnos al ombligo.
¿Qué opiniones te merecen Alfredo Guevara y sus sucesores al frente del ICAIC?
La de censores. El arte no necesita ni de guías, ni de pastores que lo encaminen por una sola dirección. Hay quien alaba la llamada “edad de oro” del cine cubano, porque Alfredo estaba al frente de la institución. Hay que recordar también que bajo su mandato se censuró PM —un absurdo sin sentido, que sirvió solo para establecer las reglas del poder—, pero también sufrieron proyectos y artistas. Solás y Titón pasaron por muchos tragos amargos, por no mencionar la profunda discriminación y marginación de un cineasta medular como Nicolás Guillén Landrían, entre otros ejemplos. La época de ese férreo control que se establecía con la creación, es lo que busca, de nuevo, el infame Decreto 349 que pretenden imponer en la actualidad. Es su continuidad. Es el pensamiento la evaluación artística de los estamentos establecidos según sus limitados criterios estéticos. Creo que se hizo muy bien abriendo las puertas al cine europeo. Pero, se nos negó mucha información de lo que estaba sucediendo en el mundo occidental, por el solo hecho de ser contrarios a la ideología “revolucionaria”. Y ya sabemos de sobra que no todo lo yanqui es malo. Mis encuentros con Guevara siempre estuvieron teñidos de su desconfianza hacia mí —como creo que la guardaba con cualquier artista, ya que él, en esencia, no lo era— y el mal sabor que, invariablemente, me provocaba el verle. Despótico, arbitrario, caprichoso, pero, sobre todo, me molestaba ese situarse por encima de los demás. Desde su acento pseudoafrancesado, arrastrando la erre, hasta su chal-saco, a la manera que usaba su mantón Sarita Montiel. Llegó, una vez, a cuestionarme si yo era auténticamente cubano por la forma en que me vestía, o hablaba. Justo lo que lo hacía lucir lo menos reyoyo posible. Reniego, como seres humanos, de todo aquel que usa su poder para reprimir y coartar las libertades ajenas. Su pensamiento me parece oscuro. Su perrito Baco gozó de muchos más privilegios que los trabajadores de la institución. En el fondo no respetaba a ninguno. Todo era bajo, plebeyo y sucio para su pretendida arraigada aristocracia de agua con azúcar. No, no, cualquier tiempo pasado no tiene el por qué ser mejor. De ensalzarlo paso, no llevo, se me cierra el dominó. Sigo sin tragar ni su figura, ni su impronta. Prefiero decir lo que pienso, a callarlo hipócritamente. Es la misma sensación que me causan Abel Prieto y Miguel Barnet. Rasputines de la cultura cubana. Creo que han sido grandes retrocesos para el pensamiento nacional. Barreras, fronteras, impedimentos. De los que le sucedieron, con la excepción de Julio García Espinoza —que sí era un creador, más allá de sus posiciones ideológicas— con quien, al menos, se podía dialogar, aunque no tengo absolutamente nada que agradecerle, pues nos negó la entrada al ICAIC a muchos de los recién graduados en la primera generación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Proyecto al que Guevara le tuvo tiña desde un inicio y parece que luego, aceptó, de muy mala gana, tragar. A pesar de las grandes obras producidas, toda esa etapa oculta muchas injusticias y oscuridad. Y yo prefiero la luz clara que se desprende de la pantalla.