Para la poesía todo es concurrente, según sabía Lezama. Como es una atmósfera de orden superior, todos los órdenes fluyen hacia su centro, igual que las limallas hacia el imán. Ella es el gran imán, la haladura invisible. Y las personas, los años y los espacios concurren en lo oscuro, hasta que la distancia torna visible la extraña comparecencia.
En Ciego de Ávila, suelo privilegiado de nuestra isla, ubicada casi en su mismo centro gravitacional, durante los años setenta se produjo una eclosión creadora inusitada. De 1970 a 1975 Ciego de Ávila fue la capital de la poesía de la tierra, movimiento lírico que ejerció influjo nacional, y que está urgido de justa atención critica.
Agradezco enormemente a Ediciones Ávila la posibilidad de publicar hoy la poesía escrita por mí durante esos años fundacionales. Al menos, el grueso de las poesías que contiene este volumen se concibió al calor de la atmósfera de aquellos días en el territorio avileño. Otros textos proceden de la etapa en que viví en Isla de Pinos y en el Camagüey de principios de los ochenta. Pero las improntas estéticas presentes en el conjunto (tanto en el orden estilístico como en el temático) tuvieron su acicate y despliegue en esa atmósfera inaugural, dentro de la efervescencia de aquellos tiempos difíciles y hermosos.
Reinaba entonces, con poder absoluto, el movimiento coloquialista. Ejercía drásticamente su dictadura formal y estimativa, y no ofrecía ni la más mínima oportunidad para ninguna otra opción de carácter estético. La poesía de la tierra —que los poemas de este libro representan de alguna manera— resultó ser la primera alternativa predominante entre los jóvenes creadores.
Los miembros de esa promoción poética poseían una humildísima extracción social y no eran graduados universitarios ni tenían detrás hogares profesionales, ricos en libros, y desconocían ciertas leyes rigurosas de la vida intelectual. Así que no desplegaron en toda la anchura y profundidad necesarias la batalla por imponer su modo de hacer, que implicaba abrir brecha entre las huestes contrarias y tomar los espacios de legitimación. No tuvieron un orgánico sentido de pertenencia, y partían de presupuestos absolutamente románticos de la socialización de los productos poéticos.
A pesar de que la prensa cultural de la época prestó mucho interés al grupo avileño de aquella poesía, que se encontraba a la vanguardia de todo el movimiento, ese grupo terminó por desintegrar su pequeña comunidad, batidos sus miembros por la desidia imperante y los escollos de toda índole, y emigraron hacia la capital de modo disperso, procurando cotos de mayor realeza.
En Isla de Pinos coincidieron algunos de los bisoños poetas, que emigraban de sus provincias por razones semejantes y se acogían a la oportunidad que se les prometía bajo cierto interés oficial de entonces en convertir aquel territorio como predio de la juventud y el arte. Allí se ensayaron los últimos gestos del movimiento, mientras en el país, y en la capital sobre todo, se reafirmaba de nuevo el coloquialismo, oxigenado con la entrada de la primera oleada intimista, hasta que con el neorigenismo de la segunda mitad de los ochenta y la experimentación diaspórica de principios de los noventa cambiara realmente el panorama expresivo de la más actual poesía cubana.
Para entonces, la poesía de la tierra ya había sido barrida del ámbito, y sus cultores no supieron dejar un corpus organizado de su aventura estética ni preparar la conciencia crítica para su intelección definitiva. Los adversarios estéticos de la tendencia habían ganado la partida, apoyados en circunstancias literarias y extraliterarias, y la poesía de la tierra pasó a ser un vacío latente, un agujero negro que hay que visualizar todavía, una reivindicación que debe ejecutarse aún por aquellos que aman la justicia. Bajo el nombre despectivo de tojosismo, pasó a significar todo aquello que ella no era en su esencialidad profunda. Aún hoy, ante tan pasmosa desinformación manipulada, no he conocido a nadie que sepa explicar con cierta racionalidad qué caracterizó y qué lugar ocupa aquel momento creador en el decurso lírico nacional.
El asunto exige mayor espacio, y una explicación más detenida y ejemplificadora. Para contribuir de algún modo a que ese momento llegue, va hoy a las manos del lector de cualquier parte, pero sobre todo avileño, este conjunto de textos que integraron aquellas búsquedas, algunos procedentes desde la editez de boletines o revistas, otros sólo éditos cuando se publicaron Canto a la sabana (Ediciones Unión, 1996) y Puerta al camino (Ediciones Ácana, 1992), y otros que, absolutamente inéditos hasta hoy, pero escritos en aquellos días, he incorporado a las nuevas versiones, las definitivas, de los conjuntos mencionados.
Las peculiaridades estilísticas, temáticas y estimativas de la poesía de la tierra no han sido aún descritas críticamente y permanecen fuera de la conciencia estética de los receptores de la poesía cubana. Como la cultura que generó esta tendencia ya no es hoy productora de sensibilidad ni imaginación, sólo personas de aguda sensibilidad artística pueden captar los matices sociohistóricos profundos que laten en ella como hecho poético de nuestro pasado más reciente, y los lectores comunes —sean poetas o no— sólo alcanzan, cuando tienen la oportunidad de consumirla desprejuiciadamente, las primeras superficies, que tienen que ver con la gracia ejecutiva, con el despliegue de la factura artística.
La poesía de la tierra sigue constituyendo un desafío. No puso los ojos deslumhrados ante los modelos foráneos, como aún los ponen algunas tendencias, sino en la tradición más acendrada de la lírica nacional y de la lengua, e incorporó la vida del entorno rural y de los pequeños pueblos, la familia y la mirada del niño como plataformas importantes de enunciación, junto a uno de sus indudables mayores triunfos estéticos: la recuperación para la poesía nacional del vínculo entre naturaleza, historia y cultura.
El Cerro, agosto de 2005.
(Prólogo a Poesía de la tierra, Ed. Ávila, 2005)