Falleció el joven poeta cubano Sigfredo Ariel, a la edad de 58 años, este domingo 26 de julio, en La Habana.
La noticia me ha asaltado de un porrazo.
Acerca de su importancia literaria, más que evidente y reconocida, así como la diversidad de su talento (dibujante, musicólogo...), quizás haya poco que agregar.
Últimamente me falta tiempo para apuntar sobre temas incluso que me urgen, y que se me acumulan, pero creo que no debo dejar de zurcir ahora dos o tres palabras.
Tenía la cualidad de ser alguien que aportaba una juventud permanente a lo que hacía. Sabías que era un muchacho preparado para aguantar una bola de años a la espalda, o esmerarse en temas y acervos culturales añejos, del gusto por la nostalgia, y seguir encabezando la frescura de una generación poética que rompía, abría, dejaba pasar la luz hacia y desde el interior de la isla.
No fuimos amigos. Tal vez incluso estábamos condenados a nunca serlo por determinados fatalismos. Quedamos en esquinas opuestas tras alguna "crisis" que se formó en el solar de esa maldita circunstancia llamada Cuba.
Sin embargo, mi recuerdo es el de una persona siempre amable, presta al cariño, que te reclamaba y agradecía un gesto de dulzura en medio del espanto.
Con esa amabilidad, me recibió un día en su hogar en La Habana y accedió a ilustrar mi poemario nuez sobre nuez —así, en minúsculas— por la editorial Sed de Belleza, en su ciudad natal, Santa Clara, en 2004.
Sus figuraciones me acompañan desde estonces. Miniaturas, puntadas, alfilerazos sugerentes en forma de barcos y ramas trazando un puente desde la claridad del Egeo a la del trópico.
Luego, accedió más, cuando le pedí autorización para convertir el dibujo de la portada de aquel libro en el identificador de un proyecto que por entonces empezaba a tramar, la revista Árbol Invertido, fundada al año siguiente, la misma que aún me roba el tiempo y las ganas quince años después.
Me veía acuciado entre unos versos de Ileana Álvarez ("volverme pies arriba, / ramas adentro, / raíz al cielo") y el símbolo de su arbolillo sacado de la propia entraña con la sencillez de un trovador medieval que enseñaba un zurrón o un truco de saltimbanquis en cualquier pueblo del camino.
Es lo que debo decir, antes de que acabe el día, con gratitud.
Hermano, asere, poeta, que la luz del camino te envuelva y te mantenga a salvo de todo otoño.
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