Primera coartada. No existe la tierra firme
Los temas y tonos “patrióticos” son constantes en la cultura cubana que suele padecer de un gran ego. Pero, raras veces se ha intentado revisar la construcción del concepto de patria —uno de los estados medulares de la conciencia social y el paisaje prenatal de las ideas— para los cubanos, su estructura imaginal, sus condicionamientos y esencias, pasando por la síntesis de lo más universal o innato hasta tocar como con un pétalo de una emoción contenida lo cubano específico. Este es uno de los atributos originales del documental Gavilán del desierto (Violeta Producciones, 2013), de los realizadores Pedro Gutiérrez (Camagüey, 1966) y Gustavo Pérez (Violeta, Camagüey, 1962).
El viaje de este documental-ensayo que dura diecisiete minutos se desenvuelve fluidamente como un texto de tesis antropológica, expositivo, y al mismo tiempo deviene una metáfora, construcción poética sumida en su textura y plurívoca, atravesada por infinidad de vasos comunicantes.
Con un lenguaje sugerente, alusivo, el documental se desarrolla a partir de una disertación del poeta y ensayista Roberto Manzano (Ciego de Ávila, 1949), a quien nunca vemos, solo lo oímos, acerca de la evolución del concepto de patria a través de distintas épocas y cómo, según él, actualmente semejante idea o imagen, entre los cubanos, está transformándose radicalmente.
Manzano es una de las voces poéticas más sensibles y autorizadas sobre el tema en cuestión, desde que escribiera el poemario Canto a la sabana en los años setenta, cuando, en medio de un panorama literario nacional arrasado por la poesía social y de barricada, encabezó una tendencia lírica y nacionalista llamada “poesía de la tierra”, que en su momento otros prefirieron etiquetar, despectivamente, como “tojosismo”.
A su producción poética abundante —luego ha publicado otros poemarios, cambiando, sin renunciar a sus raíces—, une un conocimiento metódico de la cultura y en especial la poesía. Su estudio más ambicioso en este sentido es una antología de la poesía cubana de todos los tiempos, siguiendo precisamente el eje temático de la patria: El bosque de los símbolos. Patria y poesía en Cuba —con selección, prólogo y comentarios suyos—, de la que se ha impreso el primer tomo (Ed. Letras Cubanas, 2010). Detrás de este estudio, y ahora este documental, debe verse el vínculo a grandes libros precedentes, de otros poetas-ensayistas a los que les importaba hallar “lo cubano” en la historia de nuestra expresión: Lo cubano en la poesía (1958), de Cintio Vitier, y La antología de la poesía cubana (1965), de José Lezama Lima, por ejemplo.
Segunda coartada. Las patrias perdidas
El cuerpo sin enterrar de la patria, siempre en estado de tránsito, constituye una pérdida sensible que acompaña al cubano en todas partes, pues marca la cultura insular con una aparente predisposición a la unidad de los elementos trascendentes que han estado bajo presión de la historia, a pesar de —o gracias a— injusticias, fracturas y fragmentaciones.
La (re)visión de una patria posible, subjetiva, fabricada en el subsuelo de los sentimientos, sugiere un halo del destino que pudiera o debiera sobrevivirnos y quedar a flote, tras todas las caducidades, en la memoria, incluso cuando se hunda la cáscara de tierra que habitamos. Sobre la vivencia de las pérdidas sucesivas, catástrofes cotidianas, aumenta la posibilidad o necesidad real de un milagro, una visión salvadora, cada vez que esa imagen ancestral de la patria amenaza desaparecer, amenaza hundirse en la distancia de sus hijos pródigos, los arrojados al mundo: el viajero —el emigrante, el desterrado, el exiliado...— y el prófugo potencial, el que se divorcia mentalmente mientras fantasea con la idea de una salida del útero definitiva, irse para no volver. Luego, la patria se redimensiona y crece en la medida que se siga perdiendo bien, siga estando en peligro. La triste necesidad de un apoyo, una tierra de la infancia, acaba por igualarse al anhelo de quien muere asfixiado en los brazos de la patria, soñando con otro suelo, como Julián del Casal que suspiraba por “otros pueblos, otras gentes / de maneras diferentes/ de pensar”.
Aunque a la vuelta de la aldea global y las postrimerías parezca que ya la imagen mítica de la isla no está o quizás nunca estuvo, siempre el tema sale a flote, entre cubanos que vienen y van como Martí, “hacia todas partes”. Y la influencia de una patria ausente, se vive en todas las capas de Cuba: cine, literatura, teatro, artes plásticas, chistes de sobremesa, rezos, conversaciones... Significa un apriorismo cultural que dimensiona la profundidad del horizonte de quienes se aferran a un recuerdo infantil,quienes se dejan llevar por las corrientes cosmopolitas, quienes regresan y quienes se quedan lejos, sin importar una observación circunstancial como que tales accidentes tengan lugar en la realidad o en la imaginación.
Tercera coartada. Euforia, duelo y equilibrio
El cine cubano de la revolución, después de la euforia inicial y la consiguiente propuesta de un modelo de relato latinoamericanista, tercermundista, político, supuestamente emancipatorio y emancipado, se quedó para sufrir esa relación de dependencia con los mitos de un origen común o un espacio original. Esta etapa de duelo por la floración-muerte de la patria, es difícil de superar. Por eso gran parte del arte cubano nunca escapa al círculo vicioso, y fundamentalmente las obras visuales, donde el ser del cubano persigue su propio rastro acopiando impresiones, testimonios sesgados, con la ilusión de atisbar los vestigios que llegan o llegarán a las playas futuras. En fin, relación posesiva y permanentemente insatisfecha. Abundan los clichés en la tradición de este inventario antropológico y descriptivo, dolor y dicha han derivado así en fórmulas y tópicos.
Ante el panorama de este morbo cíclico, a veces pareciera que la lealtad del individuo, la nostalgia o el deseo de una reivindicación simbólica definitiva, no es más que la misma cadena utilizada por los que dominan el terreno de la política, vapulean a los pueblos y se convierten en perseguidores de grandes ideales dejando a su paso destrucción, divisiones, éxodo masivo y, consecuentemente, deformaciones espirituales como la sumisión, la simulación, la desmemoria, etc. Mientras cada uno piensa, hundido en su yo interno, rectificar, reconstruir, decidido a no desprenderse de lo que más ama, su patria íntima, podemos pensar que uno mismo es la carnada viva puesta dentro de esa trampa.
“Gavilán del desierto” hace un giro en pleno vuelo, en medio de las contingencias históricas y sociales —en definitiva, ¿a qué tipo de caza puede adaptarse un ave de rapiña dentro del “desierto” de la era global y el duelo por las utopías muertas?—, para buscar la línea del horizonte, la del equilibro, y se lanza sobre el concepto “patria”.
“Debajo del concepto patria —dice Manzano— yo pondría preconceptos como territorio, que compartimos con el mundo animal, yoikos, que viene de las sociedades primitivas. Es toda esa comunidad biográfica donde hemos sido niños, donde hemos tenido una pequeña comunidad humana, económica, vivencial, espiritual, cognitiva, de ancestralidad que todo ser humano lleva. Tendemos a identificar la patria con aquel lugar donde tenemos un recuerdo de la infancia”.
Mientras oímos a Manzano —como sabemos, quienes lo conocemos, que suele tejer notables ensayos en un estado de conversación natural—, no vemos nada parecido a la naturaleza que abunda en los versos de este poeta y que siempre se ha considerado como el primer modificante psicosocial o creador de cultura, el paisaje productor de nuestro criollismo y a la larga —si queda probada su existencia— también “lo cubano”. Por el contrario, lo que vemos todo el tiempo es un viaje por el país devenido en el clásico extremo opuesto de Cuba: los Estados Unidos de América. Un viaje de salida, además, exclusivamente urbano.
Volvemos sobre una vieja llaga, entonces. Pero se entra en un diálogo curativo, liberador, trascendentalista, porque el alto vuelo poético impide arribar a inevitables compresiones sin antes tomar conciencia de la cercanía que puede guardarse con la ingravidez, con lo extemporáneo, y que, para ello, asimilando esos puntos de contacto universales que nos devuelve el espejo de la historia espiritual —Martí: “patria es humanidad”—, en aras de iluminar(nos), deben dejarse afuera incluso las pequeñas armas y las grandes heridas.
“El viaje —continúa Manzano— forma parte de nuestro oikos, de nuestro territorio, de nuestra dimensión comunitaria histórica, pero hoy más que nunca, porque el problema es que una gran parte de la nación está dispersa por el mundo [...] Y a todas esas partes hay que darles una soldadura interior [...] Los que tienen una mentalidad puramente litoral, insular, de la parte nada más, tienen que crecer, y los que tienen una mentalidad en el todo, en la divergencia absoluta, tienen que volver a la parte [...] de modo tal que entonces nos constituyamos, no en un planeta que explota, ni en un agujero negro porque se reconcentra demasiado”.