Ella puede representar, por sí sola, el drama de una generación que tuvo el pecado original de la “inocencia” en flor, pues fue cortada, marginada por la Revolución cubana desde muy temprano, o lo que es lo mismo, arrojada de Cuba, cuando ya se había producido la sustitución forzosa de la patria por un dogma político. Acusada de “desviación sexual”, le troncharon sus estudios de arte en Cubanacán, en el tercer año de la carrera. Con otros expulsados fundó Teatro Joven, y estrenó Los Mangos de Caín, de Abelardo Estorino. Pero la puesta en escena quedó prohibida al tercer día. Definitivamente, se le desterraba de un planeado paraíso comunista.
Vivió durante 28 largos años en Manhattan. Allí, trabajando duro para no quedarse sin sueños, creó con Manuel Martín el Teatro Dúo, donde dirigió, actuó y produjo obras como La noche de los asesinos, de José Triana, y Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera, en la época en que el hoy venerado autor sufría censura en Cuba.
Pero aún le esperaba otro giro en pos de tomar la Palabra esencial, corporizar su voz, proyectándose más allá de escenarios teatrales. Tras retirarse de las tablas, comenzó a escribir poesía. Obtuvo el Premio de Poesía de la revista Lyra (New York, 1988), la Beca Oscar B. Cintas de creación literaria (1990-1991) y el Premio de Poesía Latina del Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York, en 1992. En Chile se publicó su primer poemario: Electra, Clitemnestra (1986), título inicial de una importante lista de libros que actualmente se estudian en universidades y no dejan de reseñarse entre signos admirativos. Luego, se han sumado: La extremaunción diaria (1986), Ras (1987), Hermana (1989), Hemos llegado a Ilión (1992), Liebe (1993) y Dos mujeres (2011).
Resonancias, y ganancias, de su experiencia teatral, aparecen en la naturaleza conflictiva de su escritura. La expresión de su Yo más íntimo, explora con fruición altibajos de otras personalidades potenciales. Su intimidad, tal como se muestra en versos donde prima el tono conversacional y una disposición de puntos de vista casi gestual, representa un sin fin de cuerpos, vidas y espacios latentes que realizan el sentido de pertenencia de la autora a lo inmaterial: a mundos abolidos, tronchados o pospuestos por efecto de circunstancias externas, negativas; pero también a los mundos arquetípicos que se fundan en la nostalgia, soñados, y sencillamente intransferibles por voluntad de una autodefinición imaginaria.
En 2012 publica Volver, por la editorial Betania. Este es el poema-libro donde se materializa o dramatiza la gran posibilidad impuesta a todo aquel que parte, todo aquel que inicia el viaje del exilio. De acuerdo con la amplitud y sutileza de la sensibilidad poética de Alabau, y por la calidad de su texto, lejos de lo panfletario o episódico, estamos quizás ante un título capital de la poesía cubana contemporánea. A propósito, ha afirmado José Abreu Felippe, en El Nuevo Herald: “Alabau ha escrito sin proponérselo, quizás sin saberlo, el gran poema del exilio cubano”. Desde los días en que yo tenía permitido leer subrepticiamente lo que entonces era un texto inédito, me sentí en presencia de una poética y una obra, en efecto, rotundas.
La poesía de Magali Alabau trasuda sombras agónicas de cubanía, pero tiene un encanto evocativo y una fuerza catártica tal vez como ninguna otra escrita por cubanos, dentro o fuera de la isla. Representa, entre otros aspectos, el diálogo inquisitivo en las fronteras de la subconciencia, las fisuras psicológicas de la contradicción, la necesidad de distanciamiento y lucidez, y en definitiva el planteo de los roles expiativos de un doble, elementos que conectan con el mito de la identidad o la conciencia nacional fatídica y traumatizada. Su búsqueda del conocimiento de sí misma, la lleva a desandar los límites donde se pierde y encuentra la pequeña patria de los sentimientos.
Yo vine en un barco,
yo vine en un pozo,
yo vine en la maleta,
en el cuadro de aquella pintora tan famosa.
Yo vine en esas balsas
atravesando los tiburones,
sintiendo las dentelladas,
acurrucada en un bote.
Vine en casualidades
y en terciopelos de mentira,
en dispárense como puedan.
Y a ti te hablo,
y a ti te digo
que tú allá y yo acá
nos hemos quedado
en espacios que desconocemos.
[Volver, p. 22]
En última instancia, se burla de los cercos, desdeña el lastre de las componendas históricas que atentan contra su libertad interior, y asume la condición no sólo de una exiliada más, una de las innumerables gotas que desbordan esa copa de historias amargas, sino la excluida por antonomasia: “Ahora ya soy/ la exiliada del mundo”.
La posibilidad de un regreso absoluto, que está en el centro del poemario Volver y sugiere la consistencia de un sufrir pleno, un éxodo cumplido o sentido hasta el final, la absorción por parte de la autora de su destino como fragmento, no se realiza ni busca satisfacción mediante simple comprensión o arribo a paisajes de la patria, sino elude cualquier pacto tranquilizador y ensalza el imposible de reencontrarse con los puntos de partida personales, interiorizados, pues como ella ha dicho este libro “trata del regreso a través de la memoria de hechos reales”. O sea, es solo el intento, el instinto de regresar.
Tiempo y espacio de Volver se ubican en las antesalas de los aeropuertos, en la víspera de preparar maletas, velar toda la noche, la duda de tener que escoger, pasar por trámites, interrogatorios, clasificaciones, adaptaciones y preparos para reconocimientos futuros. La experiencia que sirve de base a su expresión poética sumamente activa, verbal, compete a la vivencia del exilio como una exageración y un anticipo de la pérdida que entraña ese siempre deseado-temido encuentro con la patria que ya no fue ni será la misma. La poeta Ileana Álvarez, autora del prólogo del libro, afirma: “Asistimos, entonces, a una poética que se empeña no tanto en rescatar como en refundar sobre los laberintos de la pérdida”.
Ya antes Alabau había estado de visita en Cuba, después de más de veinte años, y sobre ello había dado testimonio en Hemos llegado a Ilión (1991). Aquello que encontró, o que le salió al paso como un obstáculo, trasluce significados de muerte:
No puedo aprender el credo ni puedo quedarme ni me preguntes
si disfrutaré. Anchas planicies desembocan en mí.
Mis ojos quieren abarcar el despiadado paisaje.
Gris, unos árboles, unas estacas, unas lápidas.
En el recorrido por el panorama ruinoso que encuentra en lo que fue una mítica, idealizada Ilión, tras las batallas y derrotas de las grandes utopías entre finales de los 80 y principios de los 90, Alabau penetra el lado íntimo de su patria, y ante un cuadro de desesperanzas se arropa con el trascendentalismo de su propio lenguaje como espacio vital, última carne de que están hechos el que mira y lo contemplado a través de la imaginación que conjura, que da y quita la vida, aunque intenta incluso el inventario de lo vivido: “He llegado acá de vuelta o en un sueño./ Sólo el lenguaje inventa este paraje”.
Magali Alabau (Cienfuegos, 1945) reside en Woodstock desde 1996, después de tomar en consideración que, cuando cerca de allí se celebró el célebre festival de rock y congregación hippie (1969), ella recién se había integrado a la diáspora: se exilió en 1967 y un año después llegó a New York. A propósito, me ha comentado en un mensaje: “No fui al festival pero seguí la corriente que el festival gestó, una nueva era de gran libertad”.
Su obra nunca se ha publicado en su patria, en parte porque es su decisión mientras persista el actual sistema político. Lectores de buena poesía y la crítica literaria en todos lados, también dentro de Cuba, no obstante, la aprecian como una de las voces cubanas contemporáneas más significativas.