Unos cuarenta y nueve poemas, pertenecientes a seis libros publicados, sintetizan la obra de Felipe Lázaro (Güines, Cuba, 1948) seleccionada en Tiempo de exilio, Antología poética 1974-2014 (Editions Hoy no he visto el paraíso, Francia, 2014), retazos de una vida arrojada fuera de la patria. Así el poeta ensarta su dilatado exilio en la aguja de un verso adaptado al exacto existir, a la experiencia emocional y cultural más perceptible, sin que le tiemble el pulso al guiarse siempre por la sajadura del desprendimiento, la condición de exiliado como hilo conductor que lo perdió y al mismo le ha permitido encontrarse para la poesía. Llama la atención precisamente, en sus versos y en declaraciones concedidas que, a pesar de salir de Cuba con solo 12 años (1960), Felipe Lázaro reclame el término “exilio”, cargado de connotaciones políticas, lo que imprime un nivel de coherencia muy consciente a la problemática de su visión literaria desde su primer libro hasta esta selección personal que no ha podido recibir mejor título.
“Emigración” y “diáspora”, nombres más desideologizados, se reparten a veces entre los poetas cubanos y sus orbes construidos lejos de la tierra natal a través de diferentes ciclos del éxodo extraordinario iniciado en 1959. Felipe Lázaro, quien se graduaría de Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, empezó a escribir ya fuera de su isla, durante lo que llama “mi destierro puertoriqueño”, un periodo que duró hasta 1967, cuando se trasladó a Madrid. Su despertar a la literatura, por tanto, unido a su alcance de la adultez, significó chocar con la ausencia, asimilar la pérdida del suelo nacional y el otro, el de la infancia: “Detrás de cada estancia evaporada/ encuentro recuerdos” (“Nostalgias arrebatadas del naufragio”). Luego, su discurso lírico parte del punto de reconocer una condena recibida, una muerte impuesta a diario, el destierro, pero no se limita a enunciar razones deducibles de un foro civil, sino que transita, ya de niño, ya de joven, por evocaciones y sensaciones propias de una forma de vida inocente, usada, acorralada contra el fondo de la historia, con el “abismo de la extrañeza/ el estar fuera” (“Despedida del asombro”).
Desde ese fondo doloroso y confuso, emergen sólo contados datos que ubican al poeta entre aquellos acontecimientos derivados de la revolución de 1959, aunque resultan suficientes, como el poema-inventario que dedicara a Jorge Valls, alguien entonces casi inexistente en Cuba, preso político “plantado” o negado a la reeducación, y donde se subraya la importancia de un espacio vital mínimo: “Lugar: La Cabaña-cárcel,/ un camastro,/ una mesita,/ unos libros,/ poca luz”. Paralelamente, en “Trasplantado”, otro texto de su primer libro (Despedida del asombro, 1974), al hacerse un autorretrato, describe cómo pasa el tiempo para él, el exiliado, en un mundo demasiado inasible, o más bien cómo no pasa, pues aquí el deambular ordinario adquiere la densidad del cuerpo moribundo: “Trasplantado,/ vivir cotidianamente/ como agonizando/ mantenido por savia propia/ raspando paredes...”
Destacan tres cuerdas esenciales en el laúd de este desterrado. La primera, la vena del exilio, se pone sobre el tapete una y otra vez, desde el poema que abre esta selección, “La partida”, y domina ampliamente el conjunto. La segunda, aparece después que el dolor se tensa demasiado, como solución parcial al vértigo, refrena los sentimientos dramáticos y trae una poesía de aliento festivo, distanciada, burlona, especialmente apreciable dentro del libro Los muertos están cada vez más indóciles (1987), en que predomina el tono menor, el juego, la ironía, la parodia, junto con un tipo de anacreónticas que por razones más cubanas loan también al vino, los placeres pasajeros, la búsqueda de la felicidad sin el plomo de la política y habiendo renunciado a todo afán para cruzar, como el mulo de Lezama Lima, el vacío de la historia: “los días pasan mejor contando botellas”, dice. No obstante, incluso dentro de esa zona aparentemente disoluta, el náufrago en tierra descubre y celebra auténticos asideros: la amistad (“La intolerancia se disipa con un buen jerez”), el carpe diem, la estética, el hedonismo, y el amor. Por último, una poesía de temática amorosa completa la triada, siendo exclusiva en el cuaderno Ditirambos amorosos (1981) y sobresaliente dentro de Un sueño muy ebrio sobre la arena (2003). Tres campos semánticos que se entrecruzan y, a veces, contrastan con toda intención, así la intimidad del amor carnal se prueba y cobra significado, por ejemplo, según suplanta el carácter supuestamente inevitable o grave de los escenarios sociales, protesta pacifista y natural a lo hippie: “Nosotros en un cuarto trinchera cambiamos el mundo (...) Allí reside la esperanza humana,/ allí con una sinceridad de luz hermanada/ construimos nuestro mundo verdadero”.
Sin embargo, el testimonio que más conmueve dentro de la poesía de Felipe Lázaro, y por mucho, porque le pertenece de nacimiento y lo ha asumido además como un mandato de la historia a su sensibilidad, la historia suya y la de los suyos, es el de perseguir la meta del exilio. Se sobrepone al papel de mero receptor y aúna todo su ser, un ser hecho de dudas, dolores, rebeldías y delirios, pero también de la experiencia de otros poetas como los cubanos José Mario y Gastón Baquero, junto con Cernuda y Saint John Perse, entre otros, a quienes dedica sendos poemas o diálogos diluidos, en pos de convertirse en la versión ideal de un exilio profundo, con un punto de vista metafísico y universal. Un verso escogido de Guillermo Rosales, epígrafe del poema “Díptico del exiliado”, constituye paradigma, acicate de esta búsqueda: “Soy un exiliado total”; y al solidarizarse con sus pares, habla de sí mismo: “Este hombre masticó el exilio”.
En el texto “Fecha de caducidad”, dedicado a “todos los cubanos desterrados después de 1959”, el náufrago que sufre la tragedia impuesta por “la histeria patria” se ve arrojado contra su voluntad sobre la última playa de la infancia, “su verdadero país”, porque “solo le queda rememorar”. En el libro Las aguas (1979), el texto “Árbol extraño” ofrece un arquetipo del exiliado, símbolo que resurge de una fisura ontológica por más de un motivo, porque el poeta habla con su hijo, quien constituye su imagen biológica, y porque describe algo que existe o trata de permanecer independiente, fuera de ambos: “Contemplo un árbol ceniciento/ cuyas raíces/ —pálidas de frío—/ se succionan entre sí [...] hambrientas de suelo”. Esta planta, la identidad construida del poeta, muere de extrañeza, de parecer irreconocible lejos de su cuna natural, y el hablante da por hecho que debe regresar a su Ítaca más tarde o más temprano y remontará el cauce primigenio, pero sin que esto tampoco lo salve, porque entonces va a consumarse la pérdida definitiva, cuando sea el hijo quien no se reconozca en él: “Porque después de todo este constante emigrar,/ a lo mejor hasta para ti,/ llegue a ser un desconocido más.”
Un pequeño texto, aquel con menos palabras de cuantos se reúnen en la antología Tiempo de exilio, como balbuceado apenas por unos labios con frío, resulta quizás el más significativo, pues sugiere de forma total esa impotencia que aplasta a alguien convertido en un completo extraño en tierra ajena. La brevedad y el efecto sensorial de este poema, por medio de la sinestesia, remiten al primer impacto del exilio sobre el ser humano, un trauma aún sin racionalizar, estamos por debajo del “grado cero” del destierro, en términos naturales o climáticos, pero sobre todo en el orden de la comunicación humana:
NOSTALGIA
Tan fría es la ausencia
que hasta el silencio
se hiela.
Aquí el título no quedó meramente colgado como un guante, establece contrapunteo tembloroso con los tres versos (¿o son solo dos líneas, con la paridad al final quebrada, reflejando formalmente el desasosiego, el instante en que se rompe el equilibrio?), porque si el cuerpo del poema está helado, si consiste en la descripción de un invierno absoluto, el título, por el contrario, sugiere sobrevivencia, ansia, temblor de una llama espiritual que intenta alumbrar el tiempo ido. Sentimos que, por debajo del gran costo humano, de la capa de hielo, sigue latiendo algo, ese algo de una identidad con ganas de encontrar o encontrarse, impidiendo la imposición del silencio. Este texto, por imprimir una imagen macro del Exilio, pudiera haberse titulado así mismo, aunque entonces quizás sería menos sugestivo, derrocharía la energía de su apretado mecanismo verbal rindiendo apenas un informe del estado del tiempo epocal, mientras el título “Nostalgia” desplaza su eje imaginario hacia la misma voluntad individual que produce un poco del calor humano que busca sin éxito.
Sentirse exiliado proviene de la base de la condición humana, y todo poeta verdadero, esté donde esté, cumple una parte de ese cometido que lo expulsa de un primer jardín, vivir siempre de tránsito, como el peregrino de las Soledades de Góngora. “Sigue, sigue adelante y no regreses,/ [...] no eches de menos un destino más fácil”, susurra Cernuda en un soplo por lo bajo, y las velas se llenan.