Ese tremendo artista cubano que es Luis Alberto García, ha hablado, molesto, del Decreto 349. Ha hecho público su rechazo a la ley coercitiva en su perfil de Facebook. Estoy muy de acuerdo con él, cómo no estarlo. Y mucho prestigio que tiene este actor por la forma en que acostumbra apartarse del rebaño que suele verse aparcado en las inmediaciones de la cultura cubana.
Pero, sus comentarios, traen algo más. Una reunión que describe, de pactos secretos y a posteriori con cabecillas antillanos que legislan por ordeno y mando, donde estos se habrían comprometido a derogar lo que habrían aceptado en privado que era un error táctico, me parece más de lo mismo: “Di mi palabra en una larga y difícil reunión junto a muchos artistas valiosos que pedimos la derogación del mismo, de no amplificar para no confundir, de no calentar las redes" (Diario de Cuba).
Ahora, después que el Viceministro de Cultura, Fernando Rojas, apareció en la televisión anunciando que el Decreto 349 se impondrá aunque con cierto maquillaje, dice García: "No nos llamaron nunca más, no nos informaron nunca más. Se burlaron de todos nosotros. Nuevamente”. (Cubanet) Se siente traicionado. Pero, ¿por ahí no ha estado el problema —que nunca ha sido ni siquiera un amago de una solución—, de una intelectualidad cubana castrada?
Este hecho me recuerda el larguísimo historial de domesticación que va desde aquellas reuniones (1961) en la Biblioteca Nacional José Martí, tratando de acallar las alarmas por la censura del documental PM, que solo sirvieron de coartada para que el supremo líder decretara sus "Palabras a los intelectuales", delirio programático, el más ambiguo y despótico que desde entonces ha estado en vigor. Luego ocurrieron las reuniones del caso Padilla, tan inefables. Y más cercanas en el tiempo, tenemos el caso de ciertos "protestantes" de la Crisis de los Emails (2007) que se reunieron en un aparte con las autoridades cubanas para aceptar las disculpas y tomarse los halagos que pusieran fin a una avalancha de correos electrónicos. De allí, algunos salieron con misión de apagafuegos, a visitar las provincias y transmitirnos el cese de hostilidades y darnos lecciones, así fue que me visitaron en esa época los heraldos rojos, entre los cuales estaba, por cierto, Fernando Rojas. En cada una de tales cumbres de buenas costumbres, sucede igual: una pseudoélite ególatra aceptando vivir un reality show en circuito cerrado como supuesta imagen de una realidad social que allá afuera sigue secuestrada, de una sociedad civil que allá afuera sigue machacada.
Aparecieron en 2007 unos ocurrentes salvadores de la Crisis, organizando una serie de conferencias a puertas cerradas, donde los invitados podrían hacer catarsis contando sus sufrimientos durante el Quinquenio Gris (1971-1975), y Armando Hart —exministro de Cultura— sacó otra típica "solución" de esas: organizarían un espacio de debates mensuales, en el mismo salón de la Biblioteca Nacional donde se pronunciaron las “Palabras a los intelectuales”, para que los artistas contemporáneos se encerrasen allí a desahogarse, al estilo de los "cuartos de gritar" contra el estrés, excusados donde eliminar toxinas.
Se trata de un pacto decadente, ya anclado incluso en una especie de subconsciente colectivo, que exige de los artistas unas potentes amígdalas para hacer silencio en cualquier otra parte. Siempre ocurre igual en medio de rimbombantes honores. Una supuesta "vanguardia cultural" que se siente importante por la suerte de que una impuesta "vanguardia política" les conceda "un espacio" de reconocimiento, donde ser oídos. En eso se ha basado la supervivencia de unos y otros, a cambio de poder, de hacerse de la vista gorda. Cuando la realidad del “paraíso tropical” es una locura, un infierno, y nadie hoy la puede representar mejor que estos jóvenes de Alamar y de otros rincones de La Habana, negros, mujeres, pobres, peludos, irreverentes, quienes llevan meses alertando de que el Decreto 349 ya viene, mientras recibían patadas y noches de calabozo.
Estos otros, marginados, con los que las autoridades no se quieren sentar, a diferencia del grupo de “valiosos” que las instituciones oficiales han sabido decantar desde la cuna, se plantan a decir que como artistas lo que defienden es que son simplemente seres humanos, ciudadanos, y no debieran reunir más méritos en su currículo -—aunque sí que los tienen— para que en una sociedad medianamente normal tuvieran oportunidad de expresarse, reunirse, protestar, creer y crear de verdad.
En fin, gracias al Decreto 349, por ponerlo otra vez todo un poquito más en claro, cuando la turbiedad y la obviedad se asientan.
Gracias a Luis Alberto García por pararse otra vez en el lado menos seguro, más oscuro y humano de nuestra "ciudad letrada", donde los focos y las cámaras policiales parecen avisarnos que hoy andan solamente unos locos ahí, formando un lío. Pero, donde estoy convencido que la mayoría de intelectuales y artistas cubanos quisieran ubicarse aunque fuese por un segundo durante la mejor parte de sus pesadillas, porque la ética, la dignidad humana, a veces nos exige aunque sea una gota de heroísmo, aunque sea de parte de nuestra imaginación.