Los críticos e investigadores literarios (en especial si ganan el pan, además, como profesores universitarios) suelen ser hombres precavidos que rara vez se lanzan al ruedo de la creación pura. Aunque nunca lo reconozcan en público, le temen demasiado al error, a todos los errores, incluidos el miedo al traspié de una coma mal puesta, el pánico paralizante ante los arrebatos traviesos de un gerundio, la duda que a cualquier escribano asalta a la hora de colocar la escalerita de una minúscula preposición. Quizás sea, y arriesgo un juicio al vuelo, porque han leído demasiado. Saben demasiado. Respetan demasiado. Diríase que cada libro recién parido es un capítulo de esa volumen interminable que es, por suma, la literatura nacional.
En la universidad de La Habana conocí a varios profesores estupendos que llevaban cuatro siglos prometiendo una novela, y de seguro algunos sábados propicios se sentaban a fabular sus obsesiones, frente al húmedo escritorio de sus húmedos despachos, a la sombra de sus “fantasmas” (Dostoievski o Proust o Kafka o Conrad o Pérez Galdós o Carpentier o Lezama o los siete samurai miraban con desdeño, a espaldas del académico, cómo un hilo de oraciones indecisas se iba desenredando sobre la página en blanco, desde el telar o la araña de un bolígrafo barato).
La invisible presencia acababa por paralizarlos. Harakiri.
“Será otra noche”, decían, resignados, y guardaban el manuscrito en la última gaveta del armario, hasta nuevo siglo.
Quizás temieran al juicio de sus antiguos discípulos, esos muchachos que aprendieron de ellos la importancia o no de una coma, la gracia o desgracia de un gerundio, los deberes y derechos de las preposiciones. Insolentes, indiferentes, los irreverentes alumnos publicaban sus dementes poemarios, sus candentes ensayos, sus sorprendentes relatos sin importarles un diente las maldicientes cacofonías.
A medida que me voy poniendo viejo, entiendo a mis queridísimos y rigurosos maestro, y más me les igualo más los admiro, sobre todo cuando debo descolgarme de un párrafo a otro y, ante el abismo de la palabra, siento tanto vértigo que retrocedo de adjetivo en adjetivo, hasta ampararme tras una página de Dostoievski o Proust o Kafka o Conrad o Pérez Galdós o Carpentier o Lezama o papá, el viejo Eliseo, mi fantasma de la guarda.
José Prats Sariol es la mejor excepción que confirma la regla, y al mismo tiempo la desmiente. Erudito, infatigable, agudo, desde muy temprano ocupó un sitio a la vanguardia de una generación de jóvenes profesores que, desde el podio universitario, comenzó a “intervenir críticamente”(entre comillas) en la disparatada República de las Letras de nuestra isla, entonces entregada, por mandato político, a los agentes del “realismo socialista”. Pepe Prats, Enrique Saínz, Jorge Luis Arcos, entre otros, no se resignaron a sus malas suertes y acercaron las lupas y los bisturís a la obra de nuestros “sabios de la tribu”: por ejemplo, Lezama Lima y los origenistas de pura e impura sangre, (Fina, Cintio, Eliseo, Virgilio, Gastón), convencidos de que en esa huérfana zona de la literatura cubana se escondían, refulgentes, muchas claves secretas del alma y la agonía nacionales. Esa vocación, esa pasión, los “orilló” de las tribunas más apetitosas de la nomenclatura, por decirlo de alguna manera, y para muchos escritorzuelos oficialistas, Prats, Sainz, Arcos y pandilla servían de poco a “la causa”, por lo tanto no debían esperar ningún reconocimiento, ninguna compensación: no representarían la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, ni al Ministerio de Cultura ni muchísimo menos al Partido, en viajes de intercambio con los países socialistas, en especial la hermana Unión Soviética, ni merecerían un Lada 1600 (a lo sumo, un Polaquito, en la octava o novena ronda de asignaciones), ni un departamento en Alamar, si acaso un ventilador de plástico en las rifas sindicales. Tales eran las gratificaciones por el servicio prestado a las sucesivas campañas de depuración ideológica que cada tres o cuatro años nuestros ideólogos se sacaban de la manga para mantener viva la hoguera de la Revolución, una revolución, por cierto, y no lo niego, que había enseñado a leer a decenas de miles de compatriotas para luego decirles que no, no qué va, no podían leerlo todo.
Suerte que, por esos años, el servicio de transporte público funcionaba con aceptable puntualidad (aún existía el lujo capitalista de “la confronta”) y, bueno, a fin de cuentas, ellos (Prats, Sainz, Arcos) eran pequeños hijos de pequeños burgueses (Pepe, compañeros, vive en un castillo de madera en el pequeño burgués barrio de La Víbora, rodeado de buena pintura, libros de pasta dura, y tiene un tocadiscos RCA Víctor donde, a la noche, toca el piano Debussy) y sus imaginarios críticos no pasaban por Leningrado, Varsovia o Bucarest sino más bien preferían las nieblas de Londres, los cafecitos al aire libre de París o las librerías de viejos en Nueva York. Tenían, pues, lo que tenían que tener: un ventilador. Un puesto bajo en el escalafón. Así se llamaba, así le decíamos: el escalafón.
Pero Pepe Prats no sólo oía a Debussy o leía por venteava vez Paradiso de Lezama, dejándose seducir por los flotantes aromas de una natilla habanera. No. Pepe Prats a nadie dijo que escuchaba a Debussy en su castillo de madera, lejos de los reflectores, para escribir una novela de seiscientas páginas, y hacerlo a solas, sin esperanza alguna de publicación, sin miedo a comas ni gerundios ni preposiciones. Luego la publicaría en México porque en Cuba, al saber la noticia, le tuvieron pavor a su brevísimo título: Mariel. La solo palabra Mariel pesaba más que las otros ochocientas mil que el profesor Prats Sariol había necesitado para dejar testado su incansable fe en esa misma islita que, por tanto amor, prefería mejor desdeñarlo. Prats volvió a su castillo, en compañía de Maruchi, su esposa, y los dos, cada uno en su propia sombra, siguieron pensando, escribiendo, en la luna de ese mundo moral, tan ignorada y maltratada. Mariel fue un ave rara. Mariel era una balsa a la deriva. El día que se publique en Cuba, me gustaría presentarla en el teatro de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, si es que ese amado recinto no se convierte antes en una loma de escombros.
Años después, supimos de Las penas de la joven Lila. Hace cuatro días, me llevaron una copia fotostática de la tercera novela de Prats Sariol (la segunda, Guanabo Gay, espera su turno sin impaciencia), y sólo tuve dos noches para leerla y llegar a tiempo a Puebla, a esta sala. De las dos noches, me sobró una, porque la joven protagonista comenzó a contarme sus penas, carta a carta, y pronto supe que esa balsera culta y buena hembra, esa maestra de inglés sin prejuicios ni moralinas fatuas, la ocurrente y memoriosa Lila Borrero Pierra (ah, las hermanitas Borrero, nuestras Bronté, sobrevolaban por mi recámara mientras leía y leía sin parar y no sé por qué me acordaba de Julián del Casal y Severo Sarduy, tan distintos y en el fondo tan iguales), esa cubana exiliada en Atlanta, Georgia, esa poeta asesinada el 13 de agosto del 2000 en la primera página de la novela que cuenta su vida, ella, Lila, había sido mi amiga aún sin conocerla –ni en la isla, donde ella y yo compartíamos, por lo que ahora sé, amigos y escenarios, ni en el exilio, ese territorio ancho y ajeno donde a los cubanos nos mata poco a poco la cabrona nostalgia.
Como lo siento, lo digo: la lectura de Las penas de la joven Lila resulta una aventura sencillamente inolvidable. Soy, lo reconozco, un lector cómplice, cautivo, pues anduve por esas calles donde siempre había un ojo observándote, por esos barrios de arboledas matronas, esas plazas bendecidas por los vendavales de los Nortes, y padecí idénticas desilusiones y también le tendí la mano a lobos rojos disfrazados de blanquísimos corderos. Confieso que me partió el alma la amorosa resurrección de aquella Habana de nuestras sueños e ideales, recreando cada pesadilla o cada desengaño por un personaje, Lila, que un día huyó en una balsa y hoy carga a su hijo sobre sus hombros, como un trofeo, quizás el único de su azarosa existencia.
Al revivir los episodios, en cartas a un veterano amor, Valerio que vive (y vive bien en la isla que aún defiende, a su manera), el autor no hace suyas ciertas o inciertas posiciones extremistas del exilio cubano. Todo lo contrario, y he ahí su grandeza: el pasado se evoca con cariño, con una piedad auténtica, a ratos suavizada por un chorrito de humor, siempre bienvenido; el presente se asume como viene, sin pedirle demasiado a la suerte: la gratitud es virtud; y el futuro, por su parte, se traza en dependencia de los reencuentros, es especial el encuentro con el silencioso Valerio, en alguna noche de Europa. No les cuento más, para que se desvelen a gusto, pero sí les adelanto que no es fácil, y mucho menos frecuente, encontrar un texto tan equilibrado y al mismo tiempo tan conmovedor, sin que al conmovernos hagamos concesiones al melodrama. La remitente se aferra a los detalles del recuerdo como un náufrago a una tablilla de salvación. Dice Lila: “Acabo de matricular exilio./ Mañana en algún rincón/ otro extranjero batirá su pañuelo”.
Prats Sariol nos entrega una novela epistolar y lo hace con cabal conocimiento del género, del cual sin duda debe ser un adicto, epistolar y policíaca a la vez, pues el enigma de los asesinatos de Lila y de Virginia Hernández, su compañera y cómplice de vida, viene a esclarecerse en la última línea del relato –algo que sólo las muy buenas novelas consiguen sin falsos trucos. Ahora que lo pienso, ¿saben qué?, no me cabe la menor duda que Las penas de la joven Lila es una novela que bien puede encantar a jóvenes lectores. Esta sospecha me lleva de la mano a un tema espinoso: el de la literatura cubana escrita fuera de la isla pero dentro del juego
Lo prohibido siempre encanta, en particular a los jóvenes, porque la juventud misma (me refiero a la cubana, sin ser una condicional exclusiva) está muchas veces amarrada a una cadena de negaciones absurdas, entre ellas la tontería de vetar un libro en nombre de la salud mental de una sociedad supuestamente pura. Como si la pureza fuese algo demasiado trascendente, dogma que Nicolás Guillén se ocupó de desmentir en uno de sus poemas más tóxicos. Ideólogos sin imaginación muchas veces prefieren ignorar a prohibir. Así te borran de los diccionarios de literatura, no divulgan los éxitos de sus “oponentes diversionistas”, porque si “no lo sabe nadie, no existes”, y terminan por meterte en el mismo saco donde excomulgaron sin pruebas a un agente de la CÍA, a un vendepatria o a un neo-anexionista. La buena literatura del exilio corre en la isla de mano en mano, por canales secretos, y esa circulación le otorga una energía inesperada; se podría concluir que, al ser proscrita, se activa la bobina de la curiosidad, y aunque nuestros libros llegan de contrabando, en franca desventaja, a la larga esa misma condición acaba por concederles un privilegio no necesariamente merecido: el de la altanería. En ese ir y venir, algunos colegas quieren vender gato por liebre, la verdad sea dicha.
Los gatos tienen siete vidas. Las liebres, no. Algunos escritores del exilio suponen que con sólo eslabonar un inventario de desastres y de abusos tienen garantizada la miel del triunfo, y esperan “hacer zafra“ al presumir de justicieros o de cínicos, lo cual es un disparate de calculables consecuencias: primero lograrán la roña, después el olvido. Lo más dramático es que los abusos y los desastres pueden ser ciertos, lo son de hecho, mas la denuncia queda desacreditada por la burda manipulación de la verdad y la contraproducente exageración de la mentira. La literatura, la de realeza, no apunta con escopetas de perdigones hacia esos patos disecados que se empolvan, mustios, en los estantes de nuestro Museo Natural de Historia; la letra impresa debe procurar la caza de alto vuelo, y siempre habrá que intentar el disparo a partir de los principios elementales de la balística: la voluntad de soplar la cerbatana con gran aliento, la correcta alineación entre la pupila, la boca de la flauta y el pájaro (todo lo vivo destella), para conseguir así la parábola perfecta de ese dardo de dos filos que es la palabra: ya libre, surcará el cielo de una hoja de papel. Lo dijo José Lezama Lima: lo importante no es el blanco sino la flecha.
La flecha. Bien lo sabe Prats Sariol. Yo no le tengo miedo a los adjetivos. Su novela es una dicha. Una fiesta. Una conmoción. Ya se me hace tarde. Vienen por mí. Debo llegar a Puebla, a tiempo. Así que remato estos apuntes con un abrazo a mi querido Pepe, siempre sabio, siempre sorprendente. Termino con una imagen imposible: a la luz de un rayito de sol, en una oscura celda de la cárcel de Canaleta, provincia de Ciego de Ávila, Cuba, Territorio Libre de América, un poeta preso le escribe una carta a Lila Borrero y le comenta sus versos. Mejor que no sepa, no le digas, que Lila ha sido asesinada, ni que un maricón cojonudo vengó su muerte, como todo un hombre. Al poeta aún le faltan 19 años de cautiverio. Gracias por tu novela. Se encapricha por ti, Eliseo Alberto.
Palabras leídas el viernes 7 de mayo de 2004, en la presentación de la edición príncipe de la novela en Puebla, reeditada en 2016 por la Ed. Verbum, Madrid.