Según Carl Jung, aquel que no ha pasado por el infierno de sus pasiones no las habrá dominado todavía. Yo diría que quien no ha podido entrar en su propio infierno desconoce la fuerza de la pasión, su debilidad. Carl Jung no era un poeta, solo un hombre nervioso. Los poetas también son increíblemente nerviosos y asesinos y grandes amantes y otra vez asesinos, porque poseen el mérito de acuchillar cada cosa que observan y, a su vez, deleitarse con las que acuchillan otros.
Mi casa es breve, solo está en mis ojos.
Pero es de noche, soy patria, estoy cansado―
y no encuentro mis ojos por ninguna parte.
(“La guerra de los dioses”, J. A. Velázquez)
Los poetas poseen la astucia de arrebatarle el color a los objetos menos comunes para volverlos más cotidianos, más comprensibles. Los poetas odian más de lo que aman y es en esa contradicción donde encuentran el verdadero afecto hacia lo amado. Un gato no puede contenerse ante la curiosidad que emana una caja o un pequeño espacio vacío. Un poeta tampoco.
Acaricio la idea de no salir jamás de estos poemas.
Ellos me encuentran y bendicen
cada vez que grito.
Siento su respiración cerca y trato de abrazarlos,
pero se esconden
y la vida es un espacio sin retorno.
(“El hábito, transgresión del hombre sobre el miedo”, F. Castell)
Entonces, si la poesía es un artefacto para matar y matarse uno mismo, ¿qué quedará para los asesinos en serie? La tristeza tiene el aroma de las flores y su frugalidad. Carl Jung lo sabía y a pesar de eso se hizo amigo de Freud (aunque Freud solo pensara en el sexo); incluso Carl Jung llegó a persuadir a su amigo, pero persuadir al ser humano en relación con el sexo es tan improbable como caminar sobre las aguas. Por lo tanto, ningún gato y ningún cubano pueden ser felices, por naturaleza. Sin embargo, ambos aman la poesía.
En los demonios de la gran apsara
has transitado sin dolor un trecho.
Hay viviendo dos almas en tu pecho.
Dios quiere conocerte cara a cara.
[…] Cuál es el quid,
la terrible sustancia de este diálogo?
¿El eterno regreso de lo análogo?
¿Hasta cuándo Goliat vs David?
(“Panóptico”, J. L. Serrano)
La acotación de que ningún poeta cubano puede ser feliz sería la primera paradoja de Tres tristes cubanos y un gato feliz (Neo Club Ediciones, Miami, 2017), una antología que reúne a cuatro poetas con una decadencia insuperable y en la que el verso endecasílabo o el verso libre comparten la misma fuerza, la misma arquitectura artesanal, la misma devastadora soledad. Posiblemente ni a mi novia ni a Carl Jung les guste esta apreciación porque reduciría los poetas a seres irracionales o escatológicos, pero no encuentro algo que supere a la soledad en tales términos.
Tampoco hay que morirse porque el tiro
que no era para ti después te busque
como mi padre a su amante el día D.,
como yo a mi padre en tierras australianas (…)
La ley es igual para los infelices que para
aquellos que no dejarán de serlo: dije.
Yo y tú: muertos a esta altura del juego…
(“Cenando con una mujer coreana que no sabe quién es Gastón Baquero”, C. Esquivel)
La tristeza es un derecho al igual que la felicidad, aunque ambas se contradigan. La tristeza tiene todavía una zona más amplia de esplendor poético y a su vez, permite que quienes la poseen terminen convirtiéndola en trozos de eternidad, en palabras.
Busqué en todo el sueño de mis hijos; en el grito que
amenaza la ciudad donde se quiebran tus logias, y qué, otra
música punzó mi costado, cerró el mutismo de su débil
pared cuando pudimos violar, quién nos olvida…
(Noche de Walpurgis, J. A. Velázquez)
Tres tristes cubanos y un gato feliz es más que una antología poética, más que una agrupación de textos tristemente grandiosos. En ella sus autores han dejado parte de sus existencias, valorando con cuidado el sentido que ha adquirido la nueva poesía cubana (si es que se le puede adjuntar a algo el término de nuevo) y la enfermedad que la domina y la diezma. Su alegato enjuicia con astucia y provocación el camino fácil de algunos autores, demostrando que todavía quedan algunos resquicios salvables, algunas franjas infranqueables donde el poeta puede erguirse y transformarse desde sus propias cenizas.
Una ciudad de ocasos no necesita de hombres
que solo ven fronteras y panes ciegos.
Su corazón a punto de apagarse ya no es mi corazón,
ni su recuerdo es mi verdad.
La calle Cuba y sus metros de sufrir me esperan…
(“Derrumbes”, F. Castell)
El primero de los autores, José Alberto Velázquez (1978), comparte con los otros tres tristes cubanos (lo cual no significa que sea él el gato feliz de esta historia) la condición de ser solitario y arrítmico, de jugar con el humo arcaico de un país que lo ha reducido a una especie de ermitaño, de fraile hacedor de licores poéticos. En el pedazo de isla que le ha tocado vivir entre Las Tunas y Holguín, José Alberto ha encontrado su más auténtica definición, la cual lo ha mantenido en la periferia de las letras, tanto de su tierra natal como del país. De los cuatro poetas que conforman esta antología, es él el menos conocido y posiblemente el más intransigente.
Detrás de mí no hay tradición alguna.
Libros, odio común, ideología ―y al fin
ella que se baña en el patio
desnuda porque no la miran
o desnuda para que la miren.
Miro.
(“Infancia: El camino del tabaco”, J. A. Velázquez)
Frank Castell (1976) es la personificación versificada de la tristeza. Sus poemas duelen del mismo modo profundo que duele la pérdida de un ser querido. Frank sabe cómo moverse con suavidad exquisita entre sus versos y la sombra que de ellos emana. Su vacío no puede ser llenado por amores, mucho menos por el whisky ni la cerveza barata. Frank deambula silencioso, cargando con el dolor de un país que no se cansa de herirlo. Su tristeza es tan desoladora que cualquiera que lea sus versos no atinará a amar o a que lo amen. Hay dolor, pero, ¿qué es la vida sino dolor, sufrimiento?
Dos patrias, dos rumbos, dos silencios, José.
Hay que elegir entre el dolor y la obediencia,
entre las flores y el destierro.
Un hombre, una verdad, un canto, un muro.
Sentados ante el mar con la lluvia de frente y la tristeza.
Difícil, José, mirar el horizonte mientras llueve.
(“José Martí me escucha mientras llueve”, F. Castell)
José Luis Serrano (1971), me ha enseñado algo que nadie más ha hecho, tomar un soneto, desajustarlo y convertirlo en un juego metafórico (filosóficamente hablando). Sus sonetos, y antes sus décimas, han tenido la rebeldía y el tono de quien no le importa el lector, son como un aviso de que todo puede ser destruido, incluso la poesía. Sus versos son enunciados, preguntas interminables que intentan un conteo regresivo y reductor del alma, su alma. Y si bien su poesía no es antipoesía, sí la considero poesía ante la nada o el abismo del alma o del infranqueable ego. Su cuestionamiento sobre el ser es casi patológico y hasta absurdo, pero real. Aunque nunca podré saber si el alma es algo relativamente real, incoloro.
Que la verdad camine libre y sola
igual que un hámster dentro de su bola.
Se nos inyecta el medio de contraste.
Ha muerto Dulcinea del Toboso.
Ha muerto Sancho Panza. Recidiva
de la desilusión. En carne viva
avanza el porvenir, como un leproso.
(“5 kg de objetos simbólicos”, J. L. Serrano)
Carlos Esquivel (1969) ha doblegado la poesía de la isla, la ha tratado con una pasión excepcional. Carlos siempre ha demostrado que este género puede tener todas las máscaras posibles, todos los dolores posibles. Su poesía es una mezcla de folk, rock duro, blue, jazz; es una bala perdida en la guerra de Angola, un penalti triunfador o el enfrentamiento con Dios o con esos fantasmas atormentadores bajo las piernas de una tal Cecilia. Su originalidad es vasta como sus versos, es rotunda y avizora. Y en este cuarteto trístico su poesía viene a completar la cuarta pata del gato, moviéndose sutil y agresiva por los bordes sinuosos de la cultura y su lenguaje.
No me mandes madre a la guerra que no quiero
partir el espíritu yo quiero el conocimiento, la ruta
a los cíclopes, no me mandes a morir
contra Unamuno.
Que no escape la piel, si elige un bosque adentro,
una cadena al dominio superior.
(“Hijo de Mariana”, C. Esquivel)
Las Tunas y Holguín no solo comparten una frontera física, sino que son una parte esencial de la poesía contemporánea de la Isla, donde la fuerza y el ritmo se ha impuesto a las conceptualizaciones y a los bocetos amorfos que deambulan tristemente por algunas zonas más frívolas y reumáticas. En estas dos provincias la décima escrita llegó a separarse tanto de la décima tradicional que como consecuencia dotó a los nuevos improvisadores de un verso joven y más profundo en toda la isla. Los ejemplos sobran. Y no estoy aquí para enumerar sino para nombrar las cosas, para sacarlas del tornillo de banco que por años las ha aprisionado, hiriéndolas.
¿Revolución es construir la estela
reflejada en los ojos del fantoche?
Luego de tanta luz ―tanto derroche
de lucidez― la imagen se congela.
La eternidad está bajo tu suela.
Acelera despacio. Suelta el cloche
con levedad. Los hijos de la noche
desperdician el alma con cautela.
(“Hidra”, J. L. Serrano)
Según la DLE, un tornillo de banco es un utensilio usado en carpintería, cerrajería, etc., que se compone de una parte fijada en el banco y otra que se mueve mediante un tornillo, entre las que sujeta, apretando, la pieza que se trabaja. Para Carl Jung un tornillo de banco pudo haber sido simplemente un acto doloroso que te alejaría de los sueños gratificantes. Para estos cuatro tristes poetas es un acto poético perfecto e inamovible, necesario. Para mi novia no es nada de eso. Entonces decir más sería falsear todos estos argumentos. Una aberración. Casi un insulto.
Soy el obrero llamado Sísifo. La contradicción es que no soy el único
llamado Sísifo: todos arrastramos una misma piedra/país. Cualquiera de
nosotros ha hecho méritos para adjurar. Cualquiera de nosotros puede
desviar una piedra/país. Eso no me asemeja a ellos, eso no me distancia
de ellos. Bienaventurados los que pueden levantar un país y después verlo
caer.
(“Tutelares”, C. Esquivel)