“Estamos en presencia de una poesía severa, auténticamente severa, grave en su oscuridad sintáctica, en la pesadumbre que el autor ha venido sufriendo mientras contempla su paisaje inmediato y el paisaje de la patria, uno y el mismo en la medida en que la distancia que él está mirando ha perdido ya su plenitud, ahora imperceptible por la presencia de las amargas vivencia de la Historia, cuya entrada en el paisaje cotidiano y en el hacer inocente ha venido a opacar cualquier posible ensoñación”, escribió Enrique Sainz en el prólogo del poemario Textos muertos, de la autoría de Francis Sánchez, premio Eliseo Diego 2014, y publicado por Ediciones Ávila en el 2015.
Y en efecto, estamos en presencia de un autor que ha sabido que la creación, junto a los símbolos, marchan de la mano: que quien crea ha entendido que los símbolos tienen un trasfondo donde yacen imágenes maceradas, reconcentradas; emociones, oscuridades audibles, lo inefable que espera por ser expresado.
Francis, en su peregrinar por cada página y poemas que estructuran el libro, expresa su deseo de aprehender la naturaleza de las palabras, de las imágenes, de los adjetivos metaforizantes, de los ritmos, de los silencios, sobre de todo de los silencios —pura esencia de su mundo, contención también de nuestro mundo—, y asume, a mi modo de ver, el surrealismo como una aproximación entre poesía y vida; aunque en ocasiones la última fuera sacrificada en virtud de la primera, logrando hacerse de una trama analítica que le ayuda a resolver, mirar de cerca, jamás encontrar salida, la compleja problemática de su quehacer poético, como lo manifiesta en el poema “Declaración de culpabilidad al senado” (p. 7):
Del repudio al naufragio, a la muerte, a esa estela
que deja la política,
surge esta paz que es el corazón en un puño.
Esta paz de conciencia incontestable
para nunca ocuparnos de inciertas picaduras,
no volvernos furiosos sobre disparidades
del dolor, la mentira o la injusticia
—los enjambres lanzados sobre enjambres—.
Según se avanza en la lectura, vamos descubriendo a un poeta que sabe tanto de artificios formales como del arte divinatorio convirtiéndolo, prácticamente, en un filósofo de la realidad circundante. Ello le permite no dejar de ser nunca Cuba, su tierra natal, tierra psíquica. Desde ella inventará fantasmas, lo real mismo, el “ser”, el to hon parmenídico y platónico, se revelará como una apariencia —como una fantasía, una aparición—, para no quedarse desarmado a la hora de ascender la escala del conocimiento, de la crítica justa, como lo entreteje con cierta nostalgia en el poema “Habitación de un día I” (p. 11):
Si parece que canto, grito o callo con fuerza
ante el padrastro y el coro de mi patria afilada,
si cuando escribo parece que extraigo mi silencio,
como un colchón orinado, a que reciba el sol,
si mis palabras parecen dirigirse por lo bajo
a alguien que cuida la entrada a barcos y aviones
para que me den lugar, partir, moverme
o estar o revivir como el agua subterránea,
en el fondo no es así:
sólo contigo hablo.
Pero hay más. Sí, según la dialéctica platónica, filosofía a la que recurre, hay que llegar a un ser fijo y ultraterrestre para poder conocer, aquí al poeta lo acompaña la agudeza de su oído, y como Baudelaire, escucha la lírica antigua, griega, latina y le imprime a cada palabra un carácter antológico, una preocupante que adquiere un valor múltiple, que escapa, más allá de su propio ser, de la lógica corriente del lenguaje y evoca una serenidad en él inexistente, solo manifiesta a través de sus añoranzas por esa tierra natal, psíquica, de la que hablé con anterioridad y lo mantiene cerca de una duda que lo hace tambalearse, aproximarse al caos. Todo esto implícito en el poema “Agente libre” (p. 20):
Si el país de tus dictados no es tu dictadura
ni aquel techado estadio donde dan palos a la soledad.
Si el incivil mamífero vuelve a escarbar la cueva
en el box echándonos a perder la temporada.
Si ofrecen asilo, árbol genealógico
y honda y exótica vista al mar desde sentina,
pero si escampa o arrecia en contra del sentido,
si la inspiración debe llenar gruesas planillas
con mugriento dialecto de inmigrante ilegal.
El enigma del ser, atormentado por una preocupación respecto al entorno y a los símbolos que lo definen, está escrito en la piel del cosmos. Hay que aprender a hablarle, a orarle, para alcanzar su redención. Su aproximación a la realidad le hace escribir poemas, en ocasiones aparentemente primitivos, ásperos y quemantes, de cierta extraña fuerza mágica. El amor poético con que Francis se acerca a las cosas, a los hechos, a las verdades visibles que lo golpean y a los misterios del hombre, se convierten en blasfemia, en peligro. En este estado de ira, de rebelión, de fuga libertaria, entra en una atmósfera cósmica. Es aquí cuando se revelan sus potencias (i)rracionales que le dan a su voz el timbre de la revelación, como lo describe en el poema “El amigo / el traidor / la puerta” (p. 35):
Y, abandonado a la blancura, no tienes con quien subir al árbol de la vida, ni al de la cruz, y deshacer el nudo, desclavar sus pesadillas, para bajar su gran cuerpo sin sangre y lavar la muerte vieja de su rostro que te ha quitado el sabor sencillo de la tarde.
Todo ello sólo puede decirse de una manera sugerente, desde los intersticios del lenguaje, haciéndonos de palabras que se asoman, que dejan medio cuerpo en lo negro y entregan medio cuerpo a la conciencia, a esa conciencia que reflexiona desde el Yo personal para convertirse en un Yo con una pluralidad inevitable, al alcance de todos. Palabras simbólicas, que no se divorcian de lo real corriente y poseen la facultad de penetrar en la esencia de las cosas, del odio y de la soledad, y de una intertextualidad también expresada en símbolos, como en el poema “Ciudad en todos lados” (p. 40):
Odio honesto, pero sobre todo odio y soledad de circo. Y aullaba en sueños sin airear las capas de cal de los sepulcros. Y echaba abajo puertas de mi carne con la fuerza que da saberse perseguido a esa misma hora por traidores sin rostro a través de ciudades-puertos de nombres equidistantes como la infancia y el infierno, sin una noticia exacta acerca de la primavera; dónde vas a detenerte y a qué cansancio irás aplicándote como gotas de frío en las púas cuando el cielo descienda.
En toda la lectura, la naturaleza de las palabras nos muestra el misterio, y este es percibido y expresado, como he venido expresando, a través de símbolos, mucho más cuando los enigmas que lo abruman poseen una profunda relación con el mundo subjetivo del poeta. Y el misterio de Francis está hecho de graves vivencias, de experiencias que no han logrado expropiarlo de un sentimiento único, ligado a una realidad que intenta subyugarlo no solo en la palabra, también en toda su dimensión humana, recordándonos a Rilke cuando decía: “Los versos no son, como algunos creen, sentimientos (estos se tienen demasiado pronto), son experiencias”. Y así nos los hace saber en el poema “Castillo inferior” (p. 43):
Hice una celda, un árbol y un cordón de zapato,
y usé entre ellos el falso viaje de la palabra.
Para más adelante, en el poema “Carne de presidio” (p. 45), lanzarnos todo el desconsuelo que pueda apresar a un hombre hundido en la infinitud de la palabra, de esa palabra que ya es misterio, bruma y esperanza —nunca desesperanza—:
Cantan de oficio el himno nacional
y todos los insectos listos y hondos
nos quedamos inmóviles en la serie de esclusas
que se abren y cierran cada tarde.
[...]
Y en el techo encendida a toda hora
permanece la sangre de la patria.
Aquí, en Textos muertos, Francis resolvió dos tareas fundamentales para todo poeta que se respete: develar el misterio que encierra la palabra escrita, ese que, llegado el día de la partida final, nos puede arremeter contra la pared, hacernos leñas de una sociedad insepulta y, he ahí la segunda tarea, de mayor dificultad, expresarlo desde su particularísima experiencia; expresarlo desde la profundidad de su tierra natal, psíquica y con la voz que nace en sus extrañas, proyectada sin temor hacia fuera. Y así, viendo alegría donde solo había desolación, también vio la belleza, resumida en el poema “Clavar la voz al muro” (p. 51), y con el que dejo terminado este breve análisis de una poética que no necesita defensa alguna, pues sus propias palabras bastan para reconocer su espacio ganado:
Miento si hablo, pero callo si grito
que el mar caminaba descalzo sobre mi pecho
para que en la isla entiendan
la mitad del milagro, del jardín una rosa.
Se hace y deshace el muro, laberinto de pétalos.
Aquí han muerto los nombres. Y abro, sueño el jardín.
Clavada la palabra al centro de la rosa.