"Catano, el campesino", es una inmersión profunda en la zona de sombras que no está reflejada en la vitrina de logros de la Revolución cubana. Un relato desmitificador de cuanto artificio igualitario y ético se ha tejido, en más de medio siglo, como estandarte de un humanitarismo social que se arría en la boca desamparada de un simple saco de viandas.
Escrito por Frank Correa Romero, y galardonado en el Concurso La Casa por la Ventana (que promueve desde Miami lo mejor de la cuentística contemporánea independiente escrita en Cuba), el cuento es un dedo acusador del desamparo en que viven los campesinos cubanos de hoy, más allá de una publicitada Reforma Agraria que sólo aporta escollos.
Narrado por una voz omnisciente que perfila, ahonda y simplifica en un estilo lineal el entorno y las angustias existenciales de un campesino y su familia para sobrevivir, el cuento está signado por un pulso escritural preciso, que a partir de una estructura progresiva (cual clásico Short Story), crea una atmósfera de suspense hasta el sorpresivo desenlace.
Deudor de lo mejor en la corriente rural de la cuentística cubana, al estilo de un Luís Felipe Rodríguez (Relatos de Cañaveral), y Onelio Jorge Cardoso, el Cuentero Mayor, en títulos como Abrir y cerrar los ojos (1969), y El hilo y la cuerda (1974), entre otros, "Catano, el campesino" subvierte, sin embargo, desde la otredad, la esencia ontológica del enfoque.
El personaje central, caracterizado con unos trazos firmes que delinean no sólo su derrumbe físico y moral, sino también su ruina, dependencia, hastío y cansancio, transgrede las flexibles fronteras entre el bien y el mal en Cuba, y agobiado por la necesidad de dar de comer a su mujer e hijas, se adentra en un terreno ajeno para proporcionarles el sustento.
Dueño de un pedazo de tierra azotado por los desastres naturales, la erosión y salinidad del suelo, más la carencia de aperos de labranza, abonos y semillas que sólo se les otorga a quienes se cooperativicen y vendan sus productos al Estado, Catano, asaetado por las necesidades de su familia, y con la bendición de su mujer, inicia una aventura memorable.
Sigilo, trampas, miedo, enfrentamiento, robo y caída, contrapunteados en un corpus expresivo con un follaje exuberante, montañas, ríos y peligros, hacen visualizar y sentir, en una especie de hondura sinestésica, toda una amalgama de complicidad, temor y placer que, desde un tempo narrativo en constante avance y vertiginoso final, golpean nuestros sentidos
Si a todas estas peripecias humanas le agregamos un componente esencial de la identidad cubana, la fe en Dios, que permea sin fanatismos todo el trayecto de la trama, estamos en presencia de una alegoría donde el cuento nos revela cuánto de azar y de equilibrio nos deparan la diversidad de opciones y caminos de la vida, en un final mágico-casual-divino
Como cuenta una fábula de los campesinos cubanos, “cuando el Diablo quiso buscar un lugar diferente al paraíso, y creyó encontrarlo en un sitio de mucha algarabía y locura (como una especie de infierno en la tierra), al tocar el inmenso portón que daba paso a aquellos dominios, Dios le abrió la puerta. Moraleja: Dios está en todas partes”.
Y eso expresó Ana, la mujer de Catano, al verlo llegar malherido y con las manos vacías. Para sorpresa del atribulado campesino, en el interior de la choza, la olla hirviente y rebosante de viandas, cantaba de regocijo.
¿Razones? Sólo la magia narrativa de Frank Correa y la lectura del cuento se las darán.