En Chevengur, la gran novela del casi intraducible Andréi Platónov (1899-1951), un aldeano cojo, según sus propias palabras “mandatario del comité revolucionario comarcal, el poder y la fuerza represiva de los pobres” —descrito por el narrador con un sutil calificativo propio de las novelas de Kafka—, caminaba con paso lento y grave, revestido de una misteriosa dignidad, además de ejercer conscientemente el poder en aquella remota y mugrienta comarca de los años 20. “¡Aquí soy como Lenin!”, exclama ante un camarada-delegado, cree que comprende a su pueblo como nadie en su lugar podría comprenderlo: “Aún hay poca conciencia soviética (…) Pero yo me conozco bien sus triquiñuelas, me doy cuenta del sentido de sus vidas.”
El pequeño déspota —que en verdad no es tan insignificante como se podría suponer, pues hace falta una reproducción apenas infinita del Gran Déspota para que el Despotismo pueda tener lugar—, por otra parte, ha decidido cambiar de nombre: ahora se llama Fiodor Dostoievski, y lo ha hecho, el aldeano cojo, en honor del escritor. El decreto también conminaba a los demás ciudadanos a que revisasen sus apodos, habida cuenta la necesidad de asemejarse a la persona cuyo nombre se había escogido. El cojo aldeano, Fiodor Dostoievski, busca, así, el autoperfeccionamiento de los ciudadanos. Habría que vivir a la altura del nombre escogido, de lo contrario se le “confiscaría el glorioso nombre”. Un nombre como el del social-demócrata alemán, Karl Liebknecht, había de ser llevado sin tachas, o el nombre sería confiscado. Dos aldeanos decidieron entonces llamarse respectivamente con los nombres de Cristóbal Colón y Franz Mehring, pero Fiodor Dostoievski quedó con la duda de si tales nombres eran en sí suficientemente gloriosos para un revolucionario, y prefirió elevar la duda a la instancia superior, aunque les dio permiso para que usaran verbalmente el nombre hasta que llegase el permiso de inscripción.
El aldeano Dostoievski, que se había aprendido de memoria el montón de libros que tenía en su casa, además de pensar exhaustivamente en la naturaleza del alma —no podía decidir si esta provenía de un corazón quejumbroso o de un cerebro en la cabeza—, meditaba sobre cuestiones más exactas: la unión libre entre el hombre y la mujer, la organización de la felicidad en el trabajo diario, el sentido soviético de la vida, la posibilidad de suprimir la noche para acrecentar las cosechas…
¿Por qué nuestro aldeano Fiodor Dostoievski escogió el nombre del novelista ruso? ¿Es que no sabía que el autor de Los endemoniados, por sus posiciones llamadas “reaccionarias” no era nada de confiar para proyectos sociales de honda envergadura? Tolstoi, a pesar de sus misticismos, los exabruptos contra la naturaleza humana en sus últimos relatos como La sonata a Kreutzer, la aparatosa huida en tren antes de morir anciano lejos de su casa, era un autor más recomendable para el aldeano cojo. Sin embargo, recordemos que nuestro aldeano ha leído innumerables libros, no es exactamente un hombre de letras, pero sí uno de esos lectores voraces de campo, que por otro lado tiene la posibilidad de respaldar sus lecturas con una hermenéutica de la vida no exenta de una percepción dotada del poder de la metáfora. Ajeno a la sensibilidad nerviosa y aparatosa de las ciudades, su conciencia sería más parecida a la de Kostomero, el famoso caballo del cuento de Tolstoi, que además de saber medir su propio sufrimiento y el de los demás tiene el don de contar su historia en primera persona. Sin embargo, el aldeano ha elegido a Dostoievski porque como buen campesino cazurro sabe que el despotismo, aplicado desde Tolstoi, sería inoperante para Rusia. La mística sola no basta, porque la mística, bien entendida —y eso sólo lo saben aquellos que han vivido en un régimen despótico—, más que anular el deseo, lo exacerba, lo mantiene intacto —“Llama de amor viva”, lo llamaba San Juan de la Cruz—, separado del Déspota y del pueblo que ha con-fundido su cuerpo con el cuerpo del Déspota, siendo también él, el pueblo, origen y cumplimiento larvado o abierto del Despotismo.
Empero, sin parodia de mística, no es posible el Despotismo. La realidad, en sí misma, y para sí misma, no puede erigirse en Edificio Despótico sin alguna argamasa de mística trocada en ideología. Los hombres que han tenido una que otra vez alguna visión metafísica de la Utopía —y esta visión alcanza a cualquiera, lo mismo a un campesino que a un hombre de letras—, conocen —conocemos—, a duras penas, que el mecanismo posee la propiedad de instalarse con la mayor facilidad como se posa el polvo de la materia en el mundo intangible de las formas platónicas.
La necesidad de un Mesías —sea Salvador a secas o también Salvador-Traidor a secas—, es una necesidad histórica como otra cualquiera. Y si surge por obra del Azar, surge asimismo, el Mesías, como maná que nos viene del cielo sobre todo en los tiempos de sequía tremenda, de ahí que el cuerpo del Déspota venga revestido con la parecida dignidad misteriosa de nuestro aldeano cojo Fiodor Dostoievski.
Cualquiera no puede ser un Déspota, o más preciso, un Buen Déspota —aquel que llena a cabalidad la forma que era para él: el Despotismo sin fisuras, el Despotismo como figura perfecta—, debe ser semejante en un razonable número de partes a los que imploran su llegada. El Déspota, de cierta manera, es como el Golem: ha sido amasado lo mismo con fango extraído de un chiquero que con fango de una montaña que perdura más que los hombres que quieren tocar su cima. La mística conoce de las más abismales profundidades. Hay algo de entrañable tanto en la mística como en la Utopía. Son familiares por naturaleza. Luz y oscuridad, en ellas, parecen enemigos pero no son enemigos. Cuando el cerebro cree alcanzarlas, acontece ese extraño movimiento de la mente humana que es alojar en su interior aquello que ha creído ver en forma de realidad. El Buen Déspota capta como por encargo la dialéctica o dinámica Luz y Oscuridad. Es un visionario curioso: ve aquello que los demás no se atreven o no pueden ver, y su visión se justifica por el sacrificio que hace en nombre de los otros y por el sacrificio que los demás cortos-de-vista tendrán que hacer por él.
La frase “Despotismo Ilustrado”, más que un oxímoron, es un imposible. El fascismo puede tener su origen en una charla de salón. Dios sabe cuánto fascismo —de izquierda o de derecha— se incuba hoy en recintos más o menos ilustrados como son las academias universitarias, los clubes de deporte, las peluquerías y los parques donde viejos retirados golpean con bolas pesadas otras bolas pesadas que marcan el compás de un tiempo de espera. Su origen es discreto, como las teorías de las conspiraciones. Pero el despotismo, el totalitarismo, el fascismo, en su prolongación, nacen en la oscuridad, pero se dirimen en la luz. Y la luz, lo histórico que los envuelve, se justifica en el delirio con que son recibidos.
El fascismo, el totalitarismo, el comunismo, incluso la democracia, son creaciones de la Ilustración. La Ilustración combina con sabiduría perversa la política, la violencia y el saber. No hay más que fijarse en Rusia y Cuba a finales del XIX para conocer el resultado de la Ilustración en tierras donde la modernidad ha cuajado por envites y empujones feroces que no sólo trastornan las capas disonantes de esas sociedades precarias pero ya completas en sí mismas, en amor y destrucción.
En sus relatos, Borís Pilniak apenas tiene que narrar, sólo le basta construir largas enumeraciones de la diversidad galopante y delirante que circula por las calles y estepas de Rusia:
"Mendigos, visionarios, indigentes, peregrinos, plañideras, santones, lisiados, trotamundos, adivinos, profetas, imbéciles, dementes, mentecatos, “inocentes” (iurodivie, idiotas de nacimiento venerados como santos con poderes mágicos y proféticos por el pueblo ruso), todos ellos formaban las variantes obligadas de la vida cotidiana de la Santa Rusia (…); tales especies –prosigue Pilniak en su relato Caoba- han sido el condimento de la vida rusa desde sus orígenes, desde los tiempos de primer zar Iván y han engalanado un milenio de vida nacional.”
En Pilniak, la Revolución es menos un asunto político que una entidad monstruosa y necesaria que absolvería aquel mundo cuyas esencias yacían dormidas o agazapadas en una Asia “profunda” que ajustaría cuentas al burocrático y razonable Occidente. Sus revolucionarios están hechos de la misma dura y díscola sustancia que podía brotar de la historia de aquellos lugares: “inmóvil y negra”. Así describe a sus hombres:
Allí dormían los comunistas del periodo del comunismo de guerra, desmovilizados en 1921, gentes cuyas ideas se habían detenido, locos y borrachos, gentes que en su refugio subterráneo, en el trabajo de carga y descarga de los barcos, en el corte de leña, habían creado una comunidad muy severa, un severísimo comunismo, por lo que no poseían nada propio, ni dinero ni objetos, ni esposas; bueno, la verdad es que sus mujeres los habían abandonado, habían huido de sus sueños, de su locura y del alcohol. En aquel recinto subterráneo el aire era irrespirable y había mucho calor, mucha miseria.
Cuando el escritor y patriota —y para muchos Apóstol— cubano José Martí, visita en 1889 en Nueva York la exposición de cuadros del ruso Vereschaguin, le dedica unas palabras exaltadas al ruso como raza en el Diario La Nación:
El ruso renovará. Es niño patriarcal, piedra con sangre, ingenuo, sublime. Trae alas de sangre y garras de piedra. Sabe amar y matar. (…) Debajo del frac, lleva la armadura. Si come, es banquete; si bebe, cuba; si baila, torbellino; si monta, avalancha; si goza, frenesí; si manda, sátrapa; si sirve, perro; si ama, puñal y alfombra. La creación animal se refleja en el ojo ruso con limpidez matutina, como si acabase de tallar la naturaleza al hombre en el lobo y en el león, y a la mujer en la zorra y la gacela. Da luces al ojo ruso, un ojo que tiene algo de llama y de oriente, tierno como la codorniz, cambiante como el gato, turbio como la hiena
Para Martí, este pintor representa a todos los de su raza: en el exceso de la facultad de expresar sobre la facultad de crear. Pecado, según Martí, del arte contemporáneo, que se agrava en Rusia por la rapidez con que una raza, vieja y bárbara, se ha montado sobre la otra, la hercúlea raza eslava. El ruso, apenas trasfundido sin solución de continuidad en un pueblo nuevo y antiguo a la vez: “No creen en nada, porque no creen en sí.” Y su nerviosismo, su “desazón de hombre moderno”, los separa de los demás hombres modernos europeos y americanos, que dirimen su tensión en el parlamento o en despotismos más o menos ilustrados que tienen como figura al Estado-Máquina.
Hay algo de ruso en el cubano, o de cubano en el ruso, dependiendo del rasero con que se mire, salvando todas las distancias, que fueron abolidas de golpe en 1960, aunque también a base de gradaciones intermitentes durante la primera mitad del siglo XX. Nos ha faltado un Gogol, un Gonchárov, o un Fiodor Dostoievski, para que el delirio cubano —de risita o risotada, melancólico, ingenuo, dormilón y levemente rufianesco, charlatán encantatorio o cuasi afásico, sabedor de sí mismo a través de lo que imagina de sí mismo o ve de sí mismo en los espejos de barbería, algo de bailarín petimetre y de Mesías que no conoce su misión o que conociéndola preferiría no ser crucificado— figure entre los más excelsos delirantes de la literatura mundial.
Incluso un hombre tan respetable y serio como Martí no puede controlar su cuota de delirio. Aunque discrepa del Comunismo como solución, aunque ha leído a Spencer y sabe de los peligros del Socialismo, que radican sobre todo en la creación de una casta de funcionarios y de un pueblo de holgazanes; aunque conoce que en el fuero interno del hombre hay una tremenda pulsión de que el Estado cuide de él para él no tener que cuidar de sí; aunque intuye que el hombre pasaría de ser siervo de sí para ser siervo del Estado, hay un orientalismo platónico en Martí —lectura de Emerson y Thoreau, lectura de Rosseau y Dostoievski, de los griegos y románticos— que le impide no ver en el hombre un Hombre con mayúscula. Martí es contradictorio como un personaje de Dostoievski. Pero en vez de singularizar su doble en algún homúnculo travieso, en vez de ponerse a hablar con el Diablo, prefiere creer que con su muerte dota al país, al pueblo, isla o lo que fuere, de un cuerpo estable como nación. Sin saberlo, sin pensarlo —Martí no era exactamente un pensador—creó las piedras miliares del Socialismo en Cuba. Acaso la fusión de los partidos cubanos en un único partido —el suyo, el Revolucionario—, además de leerse como un imperativo táctico guerrero, debe verse como un esfuerzo supremo —que al fin le cuesta la vida— para fundir el decalage de razas, pasiones y políticas en un Cuerpo Común.
El entusiasmo a veces desquiciado de Martí no tiene precio. Carga con la aventura colonial que es Cuba —empresa delirante, por otro lado, por el lado en que Cuba siempre será la consecución de un delirio racial y político—, y emboza, como buen romántico, sus intenciones trascendentales en una Guerra de Liberación. Su guerra es sacrificial, y en esto crea una rapsodia nacionalista que otros ventrílocuos más potentes erigirán en principio despótico. La novela cubana que se avecina —que puede leerse como una mala noveleta rusa: Ché Guevara como el “endemoniado” Kirilov, que finalmente se da un tiro en una habitación oscura, Fidel Castro Ruz como un equilibrio imposible entre el villano y manipulador Piotr Stepánovich Verjovenski —que persigue a Kirilov hasta acosarlo en la habitación oscura hasta que Kirilov se dé un tiro— y el gran oscuro Stavroguin, que sufre visiones demoníacas.
—Lo más verosímil es que se trate de una enfermedad (le dice a Stavroguin el suave monje Tijon), aunque…
— ¿Aunque qué? (el ávido, el ávido y siempre vacío Stavroguin no quiere ser curado, sólo quiere saber más, más de lo mismo que le ronda en la cabeza y que posiblemente no quiere que tenga existencia real, como nos pasa a muchos cubanos).
—No hay duda alguna de que los demonios existen, aunque la idea que de ellos se tenga puede ser muy diversa.