Hace 125 años, en Guanabacoa, el 6 de agosto de 1895 (aunque en su lápida sepulcral, en el cementerio neoyorkino Gate of Heaven, de Hawthorne, consta que fue el día 7) vio la primera luz del mundo una criatura a la que sus padres bautizaron como Ernesto Sixto de la Asunción Lecuona Casado. No olvidemos que en ese momento Cuba todavía pertenece a España, de modo y manera que el más grande de los compositores cubanos, a causa de su nacimiento, era español. Por dicha, como donosamente arguyen los ticos, lo fue tan sólo tres años.
Pero tampoco olvidemos que el padre de Lecuona era español, canario. Ni que algunas de las más populares y pegadizas melodías de su repertorio tienen una inspiración española. Un buen amigo cubano, al enterarse de que estaba recabando datos para escribir un artículo acerca de Lecuona, me preguntó con cierta sorpresa que cómo así que se conocía a Lecuona en España, y le respondí derecho viejo que me había criado oyendo su música, desde el hipnótico ritmo de su Malagueña al prodigio criollo de la romanza que canta María la O y ese otro prodigio que es la obertura de la zarzuela homónima. Amén de que, no en último término, vino a morir en la tierra de su padre, en Santa Cruz de Tenerife, el 29 de noviembre de 1963.
Lecuona, que aprendió a tocar el piano con su hermana Ernestina, fue un niño prodigio que ya dio su primer recital a los tres años y a los trece había compuesto su primer opus, una marcha twostep titulada Cuba and America, en la portada de cuya partitura puede leerse la dirección del compositor: «Ernesto Lecuona, Prado 5, Havana, Cuba». Desde muy joven destacó en la Escuela Nacional de Música de La Habana siendo alumno de Joaquim Nin (padre de la escritora y memorialista Anaïs Nin), quien al irse a París lo dejó bien recomendado en manos del pianista y compositor neerlandés Hubert de Blanck, afincado en la capital cubana.
Hubert de Blanck, que en 1918 fundaría la Orquesta Sinfónica de Cuba, ejerció durante aquellos años una gran influencia en Lecuona, y su gestión le abrió las puertas de las salas de concierto europeas y norteamericanas, gracias a lo cual fue conocido y reconocido a uno y otro lado del Atlántico, elogiado por gente como Ravel y Gershwin. Por cierto que en algunas biografías llaman a Lecuona “el Gershwin cubano”, si bien haciéndole honor a la cronología debiera decirse que Gershwin fue el Lecuona gringo.
Leo Brouwer asegura que lo singular de las interpretaciones de Lecuona (tío abuelo suyo al que conoció personalmente) “es un sonido especialísimo, uno de esos sonidos inimitables. Curiosamente tenía una serie de características en sus manos como las de uno de los más grandes pianistas de la historia, que él jamás vio, que es Vladimir Horowitz. Ambos tocaban con la mano chata, ambos con unos dedos de este largo (que no son precisamente los mejores para el piano), pero sin embargo son dos de los mejores pianistas, o dos de los mejores toques” que hubo en la historia de ese instrumento. Lo que me resulta motivo de reflexión es que Lecuona ya tocaba el piano cuando Horowitz aún no había nacido, era ocho años menor que su colega cubano. Y un inciso: nadie ha sabido explicarme en qué consiste tocar el piano “con la mano chata”.
Sea como fuere, hubo un momento en el que Lecuona decidió poner fin a su carrera como solista e intérprete y dedicarse a componer. Nunca se lo podremos agradecer bastante, y para ello basta con repasar el catálogo de su obra. Hay melodías suyas universales e inigualables en la perfección de las pinceladas sonoras que componen el “paisaje” acústico: hice una vez la prueba en Málaga, oyendo Malagueña y es una impresión que no se me puede olvidar. Aquí no puedo dejar de resaltar que han sido dos compositores latinos los que mejor han interpretado en sus partituras el alma de algunas ciudades de la antigua metrópoli: Lecuona con su Suite española y Agustín Lara con su chotis Madrid y su romanza Granada.
En ese catálogo de su obra brillan con luz propia sus zarzuelas, en especial El batey, Rosa la China (donde por primera vez se oyen notas de folclor asiático en una zarzuela), y la inmortal María la O, en todas las cuales contó con la colaboración de su libretista áulico, podríamos llamarlo así, el malogrado poeta habanero Gustavo Sánchez Galarraga, muerto a los 41 años de edad; y la participación congenial de la soprano Hortensia Coalla, ingratamente caída en el olvido. Otro grande de la música cubana con quien colaboró mucho fue Ignacio Jacinto Villa y Fernández, el gran Bola de Nieve, llamado “el humorista del piano” en algunos carteles de los conciertos compartidos con Lecuona. Dicho sea de paso, toda una nueva generación española ha venido a descubrir a Bola de Nieve gracias al cine de Pedro Almodóvar, uno de los mayores méritos en la filmografía del director manchego.
Quede para otros, musicólogos y expertos, dar cuenta del valor de la obra de Lecuona, hablar de la precisión de las indicaciones de que dan fe, por ejemplo, su partitura de la Danza Cubana n.º 2, donde escribió “el bajo bién marcado siempre», y para que quedase claro lo que deseaba, a ese “bien” le encajó un acento. Pero lo dicho, eso es algo que dejo a quienes son maestros en la materia, yo soy nomás un melómano apasionado y sólo quiero recordar cinco de sus creaciones que más me subyugan.
En primer lugar, al propio maestro tocando al piano dos piezas, primero la raveliana (¡y cuánto!) Malagueña y a continuación Andalucía.
Sigue la romanza de María la O, por la gran soprano lírica española Dolores Pérez (también conocida como Lily Berchman), en la última grabación discográfica integral de la zarzuela.
Ese prodigio de ritmo cubano —sincopado y explosivo— que es Para Vigo me voy, en la Sala Olimpia de París, 1998, con Compay Segundo.
Y una magistral recreación de La comparsa por el solista cubano Frank Fernández y la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar.
Para cerrar el artículo en homenaje a un compositor cuya música me acompaña desde la niñez y a quien no pocas veces programé en mi etapa de dirección de espacios musicales en una emisora del suroeste de España, debo confesar que varios detalles del texto precedente los debo a una atenta visualización del homenaje que le rindiera a Lecuona, en el 2016, Rául Padilla Avendaño, dentro del portal Voces Líricas Cubanas.
Ese mismo homenaje, con cantidad de material gráfico y documental, no mencionaba para nada la vida privada del compositor, ni encontré ninguna referencia a la misma en el material que pude rastrear con la ayuda de mi dilecta amiga Miss Hortensia Google. Me asaltó la sospecha de lo inconfesable, de que quizás estaba tocando un tabú. Contacté, pues, con una fuente confiable y le pregunté si es que Lecuona era acaso homosexual. Su respuesta no me dejó lugar a ninguna duda: “Era gay con balcón a la calle y maceticas con gladiolos. ‘Siboney’ posiblemente sea la primera canción Queer del idioma. Se inspiró en un mulato bugarrón, del que estaba enamoradísimo nuestro gran músico». A mayor abundamiento, y gracias a un amigo barranquillero que leyó el borrador de estas letras, descubrí un texto de Mayra Montero donde habla de uno de los amantes de Lecuona, al que conoció personalmente.
Y la anécdota personal como el lacito arriba del regalo: Un día de mayo/junio de 1985, en Santa Cruz de Tenerife, a la puerta del hotel Mencey, un edificio en estilo colonial con gran patio porticado, nos encontrábamos el poeta español José Agustín Goytisolo, Miguel Barnet y yo, esperando al bus que nos llevaría de excursión al Teide. El portero del hotel, que seguía nuestra plática, de repente aprovechó una pausa para preguntarnos si alguno de los tres era cubano. Miguel dijo que él lo era, y el portero nos cuchicheó que en el hotel, años atrás, había muerto un cubano famoso, el compositor Ernesto Lecuona.
A lo que yo —¡el maldito periodista tuvo que ser!— le pregunté que en cuál habitación, y apenas lo hice supe que no lo habría debido hacer, pero ya estaba hecho. Recién al oír el número de la habitación respiramos aliviados: no era la de ninguno de los tres.