Desgarrada entre el sol y la noche, entre el Eros de la naturaleza y el amor del Espíritu, Juana parecía optar, sin contaminaciones ni concesiones, por la dimensión que consideraba superior y por lo tanto la única digna de su genio: el desdén y aún el odio por la carne, y el atrincheramiento en el alma pasional. Su muerte en el invierno del exilio de Cayo Hueso le daría de algún modo la razón. Pero el testimonio mayor de una persona no proviene quizás de lo que elige o decide, sino de cómo es elegido o decidido: de lo que totalmente vive. Esta vocativa de la noche nos ha dejado los más vívidos entusiasmos solares que registra la literatura cubana, al nivel y a veces más allá de sus nombres heroicos (Heredia, Martí, Lezama); pocas autoras nuestras han celebrado la belleza masculina tan abierta y encarnadamente como la sonetista de Apolo; en su obra, sin que ella misma pudiese evitarlo, “canta/ Himno de amor universal Natura”. Identificarle solo o preferentemente con su elección de la noche, explicable en una adolescente espiritual obsedida por pulsiones sexuales terribles, equivale a traicionarla.
Aquí la vemos dibujando una Venus que nace de la espuma, pero no de frente a la manera juvenil de Boticcelli, sino de espaldas, con pudor pero también con poderosísima insinuación: el tema convencional resulta así mínimamente traspasado, más allá de las calidades de pulso y exquisitez de la línea. Pero hay aun otro elemento transgresor: el Sol naciente al que se dirige la figura. Venus nace para entregarse solo y de inmediato al Sol: íntegramente, sin maniqueísmo de cuerpo y alma, en un rito de perfección y júbilo, de forma y de luz. Lo había escrito mil veces en sus cartas: “Tú eres mi Sol, mi cielo, mi horizonte, mi luz…”
El 10 de marzo de 1895 conoció personalmente a Carlos Pío Uhrbach, en Puentes Grandes, La Habana; el 9 de marzo de 1896, el día que completaba un giro cósmico en torno al sol encarnado y viviente, habiendo escrito el mayor epistolario amoroso de la lengua, murió en la noche de la distancia y el imposible. Al completar un ciclo profano de cien años demos gracias por la iluminación de su destino.
Rafael Almanza
Mediodía del 11 de abril de 1996.
Hace un cuarto de siglo escribí este texto para una publicación efímera de un joven poeta. Ahora que las artistas, escritoras y periodistas cubanas se van convirtiendo en símbolos de la nación, quiero recordarles que no están solas en nuestra historia. Si Juana Borrero fuese norteamericana, los críticos del cine local estarían estudiando los incesantes remakes de Hollywood de este personaje más allá de la fantasía de la Bronte. Gracias a Dios, Juana es nuestra. La conspiración de silencio en su contra dice más que cualquier algarabía en las revistas o los simposios. Nadie la lee, el glorioso epistolario sigue incompleto y necesitado de una edición crítica.
En Bellas Artes están situadas sus dos mejores obras en una esquina ridícula, siendo que esos dos cuadros, el de los negritos y el de las hermanas que leen, son lo único auténtico y durable de la pintura cubana decimonónica. Como dibujante es como si no existiera. Sus versos siguen mal valorados y peor entendidos. Juana, como Martí, como casi todos nuestros autores del XIX, tienen poco porvenir ahora (aunque el porvenir de ahora posee, probablemente, muy poco porvenir). Eran gente de la época del patriciado, anterior a lo que ahora se considera la verdadera identidad nacional: la gozadera, la salsa, el reguetón. Las feministas no sé si podrán reivindicarla. Esta mujer, esta escritora y artista sin comparación de dieciocho años se entregó absolutamente, y sin sexo, a un solo hombre, el poeta Carlos Pío Urbach, que moriría en la manigua de la libertad como el caballero medieval que siempre quiso ser. Para colmo, ambos eran católicos, y se comprometieron en un templo. Tanta aristocracia resulta anacrónica en la época del “pulovito”, la zapatilla, la democracia de la chancleta.
No pude estar, como hubiera querido, el diez de marzo junto a la Cruz de la Parra en la bahía de Baracoa, para proclamar, al mediodía, el Imperio de Juana.
Hace falta una mujer que cosa la bandera del Imperio, ya diseñada. Yo no sé si habré nacido mujercito, pero la costura y las uñas pintadas, no me salen.
Por lo pronto, les pago la atención que puedan haber prestado a estos insultos, con una cara de la moneda única imperial, sin cambio en las bolsas, que he diseñado y construido con la ayuda del pintor y diseñador José de Luis de Cárdenas Vera, y que aparecerá en mi libro HymNos, de próxima publicación.
La otra cara no se las muestro todavía. Le tengo miedo a las alas tensas de Ileana Álvarez: un billete machista.
¡Que impere Juana de Oriente a Occidente!
¡Que cante Himno de Amor Universal Natura!
¡Viva Cuba Libre!