Prácticamente no pasa un solo fin de semana sin que los suplementos culturales nos desasnen con algún cincuentenario, centenario, sesquicentenario o lo que sea.
Lo que siempre me llama la atención es que todas estas conmemoraciones suelen concentrarse en el ámbito cultural y/o artístico, si acaso científico (como sucedió en su día con Albert Einstein), mientras que las efemérides políticas, si brillan, es por su ausencia. No este año, claro está, con el 75.º aniversario del fin de la segunda guerra mundial, pero es una excepción. Donde una vez más se demuestra la miopía del ser humano en general y de los periodistas en particular –y que se salve quien pueda–, porque hay veces en que resulta muy conveniente recordarlas.
Pondré sólo un ejemplo, por lo mucho que atañe a América Latina. Entre el 8 y el 26 de noviembre de 2006 pasó por completo desapercibido que se cumplían cien años desde la primera vez que un presidente de los Estados Unidos, Theodor Roosevelt, como tal presidente, y para decirlo del modo tan gráfico como lo diría el humorista argentino Enrique Pinti, movió el culo para viajar al extranjero. Para visitar las obras de «su» canal de Panamá. Y muy pocos días después, dicho sea de paso, recibiría en Oslo el premio Nobel de la Paz, que le fue concedido por la exitosa mediación con que puso fin al conflicto ruso–japonés.
[Antes de acceder a la Casa Blanca sí había estado Roosevelt ya en el extranjero, de cacería en tierras africanas, y en la guerra de Cuba al frente de su cuerpo de voluntarios. En la emtrada de Wikipedia correspondiente a ese cuerpo, The Rough Riders, puede leerse lo siguiente: «El plan original preveía que el regimiento estuviera compuesto por fronterizos del Territorio Indio, el Territorio de Nuevo México, el Territorio de Arizona y el Territorio de Oklahoma. Sin embargo, después de que Roosevelt se unió a sus filas, atrajo una extraña mezcla de atletas de la Ivy League, cantantes del Glee Club, Rangers de Texas y nativos americanos. Todos los aceptados en el regimiento tenían que ser jinetes hábiles y ansiosos de ir al combate. Los Rough Riders recibirían más publicidad que cualquier otra unidad del ejército en esa guerra, y son harto bien recordados por su comportamiento durante la Batalla de la Colina de San Juan, aunque rara vez se menciona lo mucho que superaron en número a los soldados españoles que se les opusieron. Varios días después de la Batalla de la Colina de San Juan, la flota española zarpó de Cuba, y en sólo unas semanas se firmó un armisticio que puso fin a la lucha. A pesar de la brevedad de su servicio, los Jinetes Rudos se convirtieron en legendarios, gracias en gran parte a que Roosevelt escribió su propia historia del regimiento y a las recreaciones de cine mudo hechas años después».]
Este Roosevelt es una figura de una todavía inmensa popularidad en los propios Estados Unidos, aunque me temo que en el extranjero –voy a concentrarme en nada más que América Latina– su nombre sólo se recuerda unido a la Oda que le dedicó Rubén Darío, a las escenas de suspenso de una película de Hitchcock (North By Northwest) que se desarrollan en el monte Rushmore, donde está tallado su busto junto con los de Washington, Jefferson y Lincoln; y a las escenas de veras hilarantes de otra película, Arsenic And Old Lace, basada en la obra teatral de Joseph Kesselring, y donde el desquiciado mental que cree ser Teddy Roosevelt casi inaugura el canal de Panamá en el sótano de la casa de las encantadoras tías, Martha y Abby, del pobre Mortimer Brewster (un inolvidable Cary Grant).
Pensando en el primer Roosevelt, difícilmente podrá escarbar algo más en su memoria un latinoamericano más o menos bien informado. Y eso no es que sea una laguna en su disco duro interior, sino un cenote de profundidades abisales. Porque es al primer Roosevelt a quien se debe el ominoso documento llamado Corolario y que lleva su nombre, en el cual se instituye nada menos que la a su vez llamada «política del gran garrote» (Big Stick Policy). Ah caray...
Ahora bien: lo más relevante del Corolario Roosevelt no es esa política del Big Stick, una especie de Big Brother a la fuerza (bruta), sin la sofisticación que implica el control de los propios ciudadanos, en principio, y del resto, después, por medios más sutiles que el garrotazo en la testa. No, lo que mayormente da carácter a ese documento es que Theodor Roosevelt dice, textualmente, que Estados Unidos deberá intervenir, como policía mundial, allí donde haya que combatir, no una conculcación de los derechos humanos, no, no, sino un relajamiento de las normas de la sociedad civilizada.
Puesto que el inglés de Teddy Roosevelt se encuentra a la misma distancia (idiomática) del de the fake president. que el de Shakespeare respecto del de Charles Bukowski, no vacilaría en reproducir literalmente las frases cardinales del Corolario, pero prefiero traducirlas, por si acaso:
«Si una nación demuestra que sabe actuar con eficacia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer ninguna intervención de los Estados Unidos. [Pero] un mal comportamiento crónico, o una impotencia que da lugar a un relajamiento general de las normas de la sociedad civilizada, sea en América o en otra parte, requiere en última instancia la intervención de cualquier nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, en casos flagrantes de tal comportamiento o impotencia, [y] aun cuando sea renuentemente, al ejercicio de un poder policial internacional».
Lo más curioso es que la famosa frase, «Speak softly and carry a big stick», pronunciada por Roosevelt en la Feria de Minnesota, el 2.9.1901, doce días después del asesinato de McKinley, y entendida como premonición de la política basada en el Corolario, es un refrán... africano.
Juan Gabriel Vásquez, excelentísimo escritor colombiano, Premio Alfaguara 2011, me recuerda un diálogo verídico que intercaló en su novela Historia secreta de Costaguana (que no es otra que la historia de Panamá, y que de todos modos recomiendo leer por tratarse de una magnífica narración): «Esas despreciables criaturas de Bogotá deberían entender lo mucho que peligra su futuro», dijo el presidente Roosevelt, y días después añadió: «Quizás tengamos que darles una lección».
La lección no se hizo esperar. Gracias a una intervención militar gringa, Panamá proclamó su independencia de Colombia el 3 de noviembre de 1903. Su dependencia de los Estados Unidos tardó algo más en llegar, se demoró hasta el 31 de diciembre de 1999, a las 12:00 del mediodía, hora local, en cumplimiento del acuerdo firmado el 7.9.1977 por Omar Torrijos y Jimmy Carter, en una ceremonia a la que asistieron en Washington, con pasaporte diplomático panameño, Graham Greene y Gabriel García Márquez.