El Instituto Andino de Artes Populares, del Convenio Andrés Bello, con sede en Quito, Ecuador, publicó en su día muy bien editado un librito que se titula Milenios, un ejemplar del cual llegó a mis manos porque, como dijo en una ocasión sonada don Emilio Castelar, "Grande es Dios en el Sinaí" (después les cuento).
Aunque no sólo ha llegado a mis manos por eso, sino también porque desde hace años mantengo una amistad recíprocamente redituable con Abdón Ubidia, uno de los buenos y por desgracia casi desconocidos escritores ecuatorianos, quien es el compilador de este breviario de sabiduría universal que se inicia con el Cantar de los Cantares y concluye con una reflexión tomada de la Historia del tiempo, del científico inglés Stephen Hawking.
A Abdón Ubidia lo conocí en Bad Ems, una hermosa pequeña ciudad balnearia de Alemania, a la orilla del Lahn, un afluente del Rhin por la orilla derecha, entre la roca de Loreley y Coblenza. Llegó allá en compañìa del venezolano José Balza y el colombiano Álvaro Mutis, formando parte de un “comando latinoamericano” reclutado por un dizque mecenas dizque austro–húngaro que se había propuesto enlazar intelectualmente la Europa oriental de entonces con el mundo americano de habla española, dos desconocidos mutuos, según él... a pesar de la intensa relación de los escritores comunistas de allende el Atlántico (Nicolás Guillén, Jorge Amado, Pablo Neruda, tan devoto de Stalin, Miguel Ángel Asturias & Co.) con la Unión Soviética, y de la ejemplar ayuda brindada por la RDA a miles de chilenos que huyeron del terror y la Inquisición pinochetista. No sé en qué vendría a parar aquel proyecto, supongo que en nada, como casi todas las aventuras intelectuales bienintencionadas, pero ese viaje finisemanal a Bad Ems, para saludar a Carmen y Álvaro Mutis, a quienes ya conocíamos, nos deparó como propina la amistad de José Balza y Abdón Ubidia. Y regreso a su libro Milenios.
Tres mil años de pensamiento humano resumidos en 152 páginas que no tienen desperdicio. Abdón , en su breve prólogo, advierte una vez más sobre lo ya sabido; que toda antología es arbitraria, y que esta que él nos ofrece es así porque él mismo «ha sido formado así»: y añade que ha entendido «que la vasta cantera de las ideas humanas la han hecho no sólo los filósofos sino también los artistas, los científicos, los viejos sabios, los santos y los magos y, a veces, también los perversos"».
Desde luego que sí, y estoy conforme con esa visión, que explica con fórceps la presencia en el libro del infumable José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei; y una visión a la que por mi parte agregaría el rubro de los poetas, quienes con la sola excepción del asimismo indigesto Neruda no figuran en este libro. Y la verdad es que no se me alcanza el porqué: porque ideas, lo que se dice realmente ideas, pueden espigarse más y mejor en Homero, Virgilio, Petrarca, Dante, Quevedo, William Blake, Keats, Shelley, Walt Whitman, Rilke, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Fina García Marruz, Kavafis y Pessoa... que en toda la farragosa filosofía alemana. Donde las ideas brillan, sí, pero por su ausencia, disfrazándose como tales unos razonamientos endogámicos y prescindibles.
Y ya que cité a Fina García Marruz y estoy hablando de ideas, ideas que pueden espigarse en su obra, siempre me viene al recuerdo un poema suyo que me remece y me estremece, a pesar de que soy un agnóstico convicto y confeso. Ese poema donde dice:
O el abismal (o abisal) poema “Intelijencia”, de Juan Ramón, en su libro Eternidades, que ruego reproducir con la ortografía sui géneris del moguereño universal:
¡Intelijencia, dame
el nombre esacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas...
¡Intelijencia, dame
el nombre esacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de as cosas!
Pero así y todo, pese a la ausencia clamorosa de los poetas, este librito Milenios es admirable y como para llevar en el bolsillo en toda ocasión. Sólo le puedo reprochar, amén del ninguneo de los poetas, como queda dicho, el hacer que Kafka naciera en 1833, prolongando en medio siglo la agonía de un pobre tuberculoso: es pura crueldad.
Otra cosa que echo de menos es el no haber recurrido más a los oradores, no a los de hogaño, desde luego, porque hoy en día la oratoria está más muerta y enterrada que el soldado desconocido: no, a los oradores de antaño me refiero, a Demóstenes, Cicerón, Savonarola, Gladstone, Jaurès, Rosa Luxemburgo y ¿por qué no? don Emilio Castelar.
En España sin rey, uno de los más tristes de sus episodios nacionales, Pérez Galdós recoge el vibrante comienzo del discurso parlamentario del librepensador y comecuras Castelar, el lunes 12 de abril de 1869, al debatirse en las Cortes el proyecto de ley que consagraría por primera vez en la historia del país la libertad religiosa. Don Emilio Castelar clamó desde su escaño:
«Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo lo acompaña; la luz le envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan... Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y diciendo: “Padre mío, perdónales; perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen”. Grande es la religión del poder; pero es más grande la religión del amor. Grande es la religión de la justicia implacable; pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa».
Terminó de hablar y el hemiciclo quedó, atónito, mudo, hasta que reventó en un aplauso que hizo temblar sus cimientos. ¿Se me tomará muy a mal si digo que no hay en nuestros días ni un solo político con agallas para decir eso... ¡ojo!... improvisándolo!