Este libro del barranquillero Jaime Manrique, Maricones eminentes: Arenas, Puig, Lorca y yo, publicado primero en inglés (1999, The University of Wisconsin Press) y al año siguiente, en español, en Bogotá, por el sello Alfaguara, no tuvo la repercusión que hubiera debido tener y continúa sin tenerla. Lo que me parece un caso de crasa injusticia, toda vez que aborda un tema y unos autores que son imposibles de dejar de ver en el panorama de la literatura escrita en nuestro idioma: queda muy lejos y hasta risible aquel aserto de Vargas Llosa descalificando a Manuel Puig al decir de él «ese argentino que escribe como Corín Tellado». (A Manolo le habría encantado descubrir a Mario en su calidad de protagonista principal en las páginas de la revista ¡Hola!: «¡Flor de boemerang, che!”, hubiera sido su comentario).
Buscando en mi biblioteca el ejemplar de la edición descatalogada de Memoria de mis putas tristes (en cuya página final García Márquez cometió la atrocidad de escribir: «Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera primero se queda con todo lo del otro»), la casualidad, ese delicioso seudónimo femenino del Destino cuando trabaja de incógnito, me ha vuelto a poner en las manos mi ejemplar de Maricones eminentes, y he pasado un buen rato repasándolo de manera diagonal y encontrando en él materia para meditar y para recomendar.
A primera vista, el subtítulo de Maricones eminentes parece megalomaníaco: Arenas, Puig, Lorca y yo, donde pareciera como si el autor se equiparase, desde la portada, con Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Federico García Lorca. Pero prefiero entender que ese "y yo" quiere denotar una relación que ha habido en el plano de lo personal y la que sigue habiendo en el plano ahora ya intelectual entre Arenas, Puig, Lorca y el autor.
[Pasaría aquí algo así como en el título generalmente mal entendido de un clásico de otro homosexual, Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor, donde esa conjunción "o" no es disyuntiva sino equiparativa, de manera que el título debe ser leído como La destrucción, o sea: el amor. Pero volvamos a Jaime Manrique y a su libro].
Confieso que su lectura, hace veinte años, no defraudó mis esperanzas: este libro encierra muchísimos méritos, de los cuales no es el menor el de haber sobrevivido a la traducción y a la edición.
[Para que nadie crea que soy demasiado duro con la frase anterior me limitaré a dejar constancia de que en la edición en castellano —que no fue una traducción hecha por el propio autor— aparecen ocho referencias al teatro popular que dirigió García Lorca durante las jornadas de extensión cultural de la República Española, un teatro popular que forma parte del acervo intelectual colectivo y es de mera cultura general saber que se llamó La Barraca: en la edición que comento aparece ocho veces mencionado como La Barranca. Lo cual es algo así como si yo hablase del espectáculo musical más famoso de Cuba, y en vez de nombrarlo por su nombre, Tropicana, lo llamase Tropelía].
Aparte de eso, que es error de bulto, la traducción —para decirlo empleando sus propias expresiones— casi no logra salir del clóset del idioma inglés. Y para más inri, los duendes de la imprenta se portaron muy mal con el texto. Los acentos sobre la palabra "solo" están regados tan a voleo que no se distingue cuándo es adverbio o es adjetivo. Y el uso anárquico de las cursivas convierte la Rebelión en la granja de George Orwell en una obra de Aldous Huxley. Y como el libro está editado en Colombia, resulta no ya cómico sino hasta ridículo que se le explique a los lectores qué cosa es una almojábana y qué se entiende por cachaco: es algo así como llevar lechuzas a Atenas... o almojábanas y cachacos a Bogotá. Amén de todo ello, en 1977 no hacía dos meses, sino dos años de la muerte del inferiocre, que es mi manera de aludir al general Franco.
Y por si todo esto fuera poco, en menos de cinco páginas hay una persona que cambia de sexo sin que se nos explique el porqué: de ser "amiga" en la página 100 pasa a ser "amigo" en la página 105. Por favor, un poco de respeto al lector, que es pagano, es decir: que paga, y no poco, porque los libros no son precisamente baratos.
Pues bien: a pesar de todo, el libro de Jaime Manrique sobrevive, y sobrevive porque es un libro escrito con una sinceridad y una honestidad apabullantes, que se concentran como un extracto en las cuatro espléndidas páginas finales, donde la traducción le hace honor al original y es también de buena calidad. No me duelen prendas al reconocerlo.
De los seis capítulos en que se divide el libro, el más sentido, el más entrañable, el que más huella le deja al lector, es el tercero: “Los últimos días de Reinaldo Arenas. Una tristeza tan profunda como el mar”: «Desde hacía algún tiempo sabía que estaba enfermo, pero había respetado su decisión de no discutir su afección conmigo. Sin embargo, ese año [1990] se había vuelto cada vez más difícil cruzarme con él en la oficina de correos o en el supermercado y fingir no notar lo demacrado que estaba ni las lesiones del sarcoma Kaposi que surcaban su rostro. Aunque Reinaldo usaba maquillaje para cubrir las manchas de la cara, me perturbaba más imaginarlas que verlas».
Se habían conocido en 1981 cuando Reinaldo llegó a Nueva York procedente de Miami, después de haber salido de Cuba en lo que se conoció como el éxodo de Mariel: «Reinaldo no cultivó una apariencia rutilante en el escenario homosexual, tan consciente de la imagen. Pero la familia de mi madre también fue de campesinos y durante mis años de formación viví en el campo, así que me sentía cómodo con él».
En diciembre 1990, cuando lo visita por primera (y sin saberlo: también última) vez en su apartamento de la calle 44 entre las avenidas 8.ª y 9.ª, «hablamos durante un rato sobre el colapso de los estados comunistas. Lo último que quería era contrariarlo de alguna manera, pero tenía defender mi convicción de que el socialismo es la forma de gobierno más humanista. Así es que hablé en ese sentido. “Sobre el papel, el socialismo es la forma ideal de gobierno”, dijo, cosa que no me sorprendió del todo. “Lo que sucede es que nunca ha funcionado en ninguna parte. Quizás algún día”. Se puso pensativo, casi como si hablara para sí mismo, y agregó: «Jaime, qué vida la que he tenido. Aún antes de la revolución, ser una loca intelectual en Cuba era suficiente agonía. Qué mundo tan hipócrita y tan triste era ese”, dijo haciendo una pausa. «Finalmente abandono el infierno y vengo aquí lleno de esperanzas. Y esto resulta ser otro infierno; el culto al dinero es tan malo como lo peor que hay en Cuba. Todos estos años he sentido que Manhattan es simplemente otra isla-prisión. Una prisión más grande, con más diversiones, pero una prisión en todo caso. Lo que demuestra que hay más de dos infiernos».
En ese mismo encuentro, Manrique le sugiere solicitar la ayuda del PEN Club y Reinaldo está de acuerdo: «“Me gustaría irme de aquí antes de que llegue el invierno. Mi sueño es ir a Puerto Rico y conseguir un lugar en la playa para morir a la orilla del mar”. Para estimularlo dije: “Quizá tu salud mejore. La gente a veces...” “Jaime”, me interrumpió, “yo quiero morir. No quiero que mi salud mejore... y que luego vuelva a deteriorarse. He tenido que soportar demasiadas hospitalizaciones. Cuando me diagnosticaron el sida, le pedí a San Virgilio Piñera [...] que me diera tres años de vida para poder terminar mi obra”. Reinaldo sonrió y su rostro monstruoso dejó ver algo de su antigua belleza: “San Virgilio me concedió la petición. Estoy contento”.»
Sobre su mesa de trabajo se acumulaban tres montones de cuartillas, los manuscritos de su última novela, El color del verano, un libro de poemas (Leprosorio), y su autobiografía, Antes que anochezca: «Me pareció que la cantidad de escritura que había logrado terminar era absolutamente proteica, considerando que el sida es una enfermedad que debilita muchísimo. Le dije eso. “Escribir esos libros me mantuvo vivo”, murmuró. “Especialmente la autobiografía. No quería morir antes de ponerle los toques finales. Es mi venganza”.»
Se suicidó pocos días después tragando píldoras con sorbos de Chivas Regal y dejando una carta para la policía, aclarando las circunstancias de su muerte, y otra para los exiliados cubanos, instándoles a continuar su lucha contra el régimen de Castro. Doce días después, el 19 de diciembre, se celebró una misa en su memoria en una iglesia católica de Manhattan. En ella, su amiga Perla Rozencvaig, profesora en el Barnard College, dijo que aunque Reinaldo no iba a la iglesia, era una persona sumamente religiosa, y Lázaro Gómez Carriles (autor diez años más tarde del guion del film Antes que anochezca) recitó uno de los poemas de Reinaldo «celebrando la muerte en la tradición de Góngora y San Juan de la Cruz», y terminó su intervención con un poema de Manuel Gutiérrez Nájera, lírico mexicano del siglo XIX, un poema que a Reinaldo le gustaba mucho y cuya última estrofa dice así:
Morir, y joven: antes de que destruya
el tiempo aleve la gentil corona;
cuando la vida dice aún: Soy tuya,
aunque sepamos bien que nos traiciona.
Jaime Manrique tiene razón al resumir —cito sus palabras sin restarles ni una coma ni un acento— que «el asesinato de Lorca, el suicidio de Arenas y la muerte de Puig en el exilio, se oponen con claridad cristalina al régimen del general Franco en España durante cuarenta años, al gobierno férreo de Castro en Cuba durante casi cuatro décadas, y a los miles de “desaparecidos” a manos de los militares argentinos en los años 70. Estos escritores (además de ser artistas de primer orden, grandes innovadores) no sólo hablaron en sus obras de la opresión de los marginados, sino que tuvieron los cojones de los que carecen muchos escritores heterosexuales».
Séame permitido añadir que, de vez en cuando, pero cada vez más, conviene seguir el consejo del inolvidable Felipe Boso: «Llamemos / a las cosas / por su nombre: / cosas».