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La quinta estación del año

En el carnaval "El burócrata que siempre tiene algo que rezongar cuando le presentamos algún papel [...] en estos días se ha disfrazado de pirata y nos guiña alegre el único ojo que lleva visible".

Carnaval en Colonia
Carnaval en Colonia.

En esta ciudad de Colonia en la que sobrevivo, y en la que he perdido tantas horas de mi vida por culpa de la impuntualidad y la ineficiencia de sus servicios de transportes públicos, en esta Colonia de mis culpas y pecados, sus habitantes acostumbran decir que el año se compone no de cuatro sino de cinco estaciones: Primavera, Verano, Otoño, Invierno... y Carnaval. Y la estación que ellos llaman Carnaval se inicia todos los años el día 11 del mes 11, a las 11 horas y 11 minutos, con una puntualidad y una eficiencia que ya la quisieran los autobuses y tranvías de su maldita compañía de transportes públicos, y concluye unos tres meses después, ese día que los calendarios conocen como Miércoles de Ceniza. El año 2005, y gracias a ciertos dioses propicios, que deben existir con toda seguridad, el miércoles ceniciento cayó temprano, el 9 de febrero, así que la cosa fue más llevadera: ¡nada más que 91 días de la quinta estación anual!

Y aunque desde luego debe decirse que los carnavaleros están el resto del año pensando en sus bromas y en sus disfraces y en sus desfiles, lo cierto es que la llegada del 11.11 a las 11,11 dispara unos mecanismos que alcanzan su máxima potencia el Jueves de Comadres, es decir, el jueves anterior al Domingo de Carnaval, cuando las mujeres se adueñan del ayuntamiento de la ciudad y el alcalde les hace entrega simbólica, por 24 horas, del poder municipal.

Desde ese Jueves de Comadres hasta el siguiente miércoles la ciudad se vuelve otra. La vecina linda pero altanera que no nos saluda nunca en la parada del autobús, en estos días, disfrazada de payaso y con una nariz rojísima de cartón piedra, no sólo nos saluda sino que hasta puede que nos estampe un beso en la mejilla helada por el frío. El burócrata que siempre tiene algo que rezongar cuando le presentamos algún papel en el puente levadizo de su fortaleza administrativa (me refiero a la ventanilla detrás de la cual dizque trabaja), en estos días se ha disfrazado de pirata y nos guiña alegre el único ojo que lleva visible —el otro lo oculta bajo un parche—, y en esa momentánea ceguera es capaz de sellar y firmar cualquier documento que le pongamos por delante. A nuestro jefe lo vemos casi sin reconocerlo bajo las plumas de su diadema de jefe pielroja y nos perdemos por ese momento de estupor la irreversible oportunidad de pedirle un aumento de sueldo, que en estos días al menos es seguro que sí nos lo prometería, aunque luego no lo cumpliese. Y esa camarera que jamás ha logrado fingir una sonrisa cuando le damos las gracias por habernos traído el café que le pedimos hace media hora, en estos días, protegida de la mala educación y la escasa voluntad de servicio gracias a su indumentaria de Madame Pompadour, hasta sería capaz de sonreírnos de oreja a oreja. Y todos ellos, además, gritando “Kölle! Alaaaaf!”, que es el grito de guerra de esta tribu.

Podría multiplicar los ejemplos ad libitum y ad nauseam, pero creo que basta con ellos para hacer la más elemental de las reflexiones. A saber: Que si para que se comporten como seres humanos normales y corrientes es necesario que se disfracen, entonces, a decir verdad, el verdadero Carnaval tiene lugar en realidad durante el resto del año; el Carnaval es, pues, el resto del año que pasan disfrazados de cavernícolas incorregibles.

De una muy buena y joven periodista alemana, y que a pesar de serlo se llama nada menos que Karin Ceballos Betancur, leí hace unos meses un reportaje sobre lo que ella bautizó como "la Metromorfosis de Medellín", y allí contaba el chiste que corre por Colombia acerca de por qué los habitantes de la metrópolis antioqueña llevan siempre un pañuelo en el bolsillo: "Para limpiar su Metro", dicen que es la respuesta al acertijo. Aplicándolo al caso clínico, casi patológico, que les estoy describiendo en esta Carta, uno podría preguntarse por qué los habitantes de Colonia guardan escondida su simpatía en un rincón tan oculto de sus almas. Debe ser para poderla derrochar alegremente en los disipados días de Carnestolendas. Yo no sé qué les parecerá a ustedes, pero desde el punto de vista de la convivencia humana tal vez fuese mejor que saliese un edicto del alcalde de la ciudad proclamando que todo el año es Carnaval. Sólo que para ello, claro está, me dirán ustedes con muchísima razón, debería empezar por sacarse su disfraz. Y no les digo cuál de los dos, si el de payaso de circo o el de payaso de la política, para que pongan a funcionar sus pequeñas células grises.

Párrafo aparte, pero breve, porque los vomitivos no son de mi predilección, merece el hecho de que todo este vuelco de la conducta y del comportamiento ciudadanos pasa por el meridiano del alcohol, y en cantidades masivas. Ya el idioma que se habla en Colonia, el kölsch, ostenta el mismo nombre que la cerveza emblemática de la ciudad, la kölsch, de tal modo que acá se dice que lo que se bebe se habla, y viceversa. Y hasta la primera tribu germánica que habitó en estas orillas del Rhin se llamaba de una manera programática: eran los ubios, que en alemán se dice “die Ubier”, y por muy poco alemán que ustedes sepan ya se habrán dado cuenta de que la cerveza (Bier) formaba parte de su gentilicio. No es broma, aunque lo parezca. En esta ciudad, cuando los días del carnaval, la policía se la pasa levantando Bierleichen (=cadáveres etílicos) que no están definitivamente muertos, sino sólo catatónicos a base de cebada fermentada con lúpulo y trasegada hasta la pérdida de conocimiento.

Segundo párrafo aparte, pero más breve, es lo que podríamos calificar benevolentemente como “semana de colada permanente de la ropa interior”. Si es verdad que Napoleón decía, tras una batalla, delante de los cadáveres de sus soldados, que eso se arreglaba con una noche en París, en Colonia se habría sentido a sus anchas: hubiera decretado una semana de carnaval después de cada batalla. Uggggggg... Y conste que no soy precisamente un modelo de castidad.

Debo confesarles, cosa que no he hecho expresamente hasta ahora, pero creo que se habrá entendido entre líneas, que aborrezco el Carnaval coloniense y que, por regla general, tanto mi esposa como yo solíamos huir de la ciudad en esas fechas. A partir de 1999 nos fue imposible, a causa de un compromiso familiar tan delicioso como extenuante: nuestros nietos. Pero, después de todo, ello me sirvió para enterarme de algo que ya me estaba sospechando, y es que casi uno de cada diez habitantes de la ciudad de Colonia aborrece su Carnaval.

(Lo cual me hace recordar una de las estadísticas más divertidas de la historia de este medio de manipulación del pensamiento. En una encuesta llevada a cabo en 1973, en Brasil, con 200 personas, acerca de personalidades relevantes de la actualidad, aparecía un dato fascinante: el 0,5% desconocía quién era Pelé. Ahora bien: el 0,5% de 200, si Pitágoras no miente, es 1: quiere decir que alguien, una persona, un carioca, tal vez una carioca, en Río, en 1973, no sabía quién era Pelé. Siempre tuve la curiosidad de saber quién sería esa persona: ¿un sordomudo, un ciego, uno de los escasísimos brasileños que aborrecen el fútbol? ¿O no será ese 0,5% la prueba definitivamente documentada de la presencia de vida extraterrestre en nuestro planeta?)

Pero puesto que volví a emplear el verbo aborrecer, regresemos al punto de partida: Sí, el 9% de los habitantes de Colonia aborrece su Carnaval. Como el asunto les pareció digno de estudio a mis colegas de un diario citadino, decidieron indagar las razones del porqué.

Y ya comprenderán ustedes que una gente tan seria como los alemanes no se conforma con explicaciones simples. Razón por la cual consultaron a un especialista que reunía en un solo individuo la triple condición de pedagogo, sicoterapeuta y, según mis colegas, filósofo del Carnaval, sea ello lo que fuere. El tal pedagogo, sicoterapeuta y filósofo carnestoléndico arguyó que los aborrecedores del Carnaval tratan de evitarlo, o directamente huyen de él, por miedo a sí mismos, por miedo a la disolución o destrucción de las propias estructuras, por miedo a descubrir aspectos íntimos que preferirían ignorar. E invocó en apoyo de su tesis a nadie menos que Hermann Hesse cuando éste habló, alguna vez, de ese ogro interno que termina adueñándose del hombre culto. En suma, de ese Mr. Hyde que habita los desvanes del Dr. Jekyll.

Pues qué bien. Aplicando el esquema se podría decir entonces que quienes aborrecen las corridas de toros es porque tienen miedo a que terminen gustándoles, a sacarse del alma un Mr. Hyde vestido de seda y oro y con una indomeñable voluntad de poner patas arriba al cornúpeta de una estocada en todo lo alto. Olé. Pues qué bien. Aplicando el esquema se podría también decir entonces que gente tan circunspecta como los vegetarianos aborrecen la carne por miedo a sentirse débiles ante ella, a que se les escape del alma un Mr. Hyde empuñando cuchillo y tenedor y sumergiéndose con gula en el placer de un buen bife de lomo: medium, please! Y aquí no puedo sino recordar una de las excelentes definiciones de Enrique Jardiel Poncela, quien afirmaba que un vegetariano es alguien que no come carne en público.

En fin, qué quieren que les diga: a mí, toda esa parafernalia interpretativa, por muy pedagógica, sicoterapéutica y filosófico-carnavalesca que se pretenda, me parecen ganas de importantizarse, que es un verbo que no existe pero ustedes me permiten que me lo invente: son ganas de darse importancia, si quieren que lo diga de un modo más clásico. A mí el argumento que más me convence, en eso de aborrecer al Carnaval de Colonia, es uno que me dio mi hija Montserrat, hoy madre de tres de mis nietos, cuando aún era muy pequeña y nos acompañó, junto con sus hermanos, en la huida del Carnaval coloniense de 1982. ¿Y adónde nos escapamos? A Venecia, donde también había Carnaval, sí, aunque de muy otra especie. Y una de aquellas noches, al irse a acostar, y teniendo tan sólo 12 años, mi buena Montserrat demostró innegables dotes de sicóloga comparatista cuando me dijo: "¡Qué bonito es este Carnaval! ¡aquí todo el mundo está alegre y nadie está borracho!" Pues eso, como tan castizamente dicen los españoles.

Ricardo Bada

Ricardo Bada

(Huelva, España, 1939). Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, Nueva York 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, Huelva 1994), Amos y perros (cuento, Huelva 1997), Me queda la palabra (conferencias, Huelva 1998), Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, Madrid 2000), Limeri de Bueno Saire (poesía nonsense, Río de Janeiro 2011), La bufanda de Cambridge (cuentos, Bogotá 2018) y El canto XXV (novela corta, Copenhague 2019). Su ópera breve La serenata de Altisidora (partitura de David Graham) se estrenó en  el Festival de Camagüey del año 2000.

Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea, Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua] (Colonia 1981), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, Madrid 1991), y en Bolivia de la única antología integral en español de Heinrich Böll (Don Enrique, La Paz, 1995). 

Ha sido y en varios casos sigue siendo colaborador regular del Centro Virtual Cervantes, Revista de Libros, Revista de Occidente, Vasos Comunicantes, Pérgola, ABC y Cuadernos Hispanoamericanos (España), Nexos, La Jornada Semanal y SoHo (México), El Espectador, El Malpensante y SoHo (Colombia), El País (Uruguay), Etiqueta Negra (Perú), Aurora Boreal (Dinamarca), Amsterdam Sur (Ámsterdam), La Nación y SoHo (Costa Rica) y La Opinión (Los Ángeles/California). Mantiene, además, desde noviembre 2009 la publicación semanal de su Diario en un blog del espacio MientrasTanto de la revista Fronterad (Madrid): https://www.fronterad.com/

Republicano y agnóstico, convicto y confeso, fue nombrado paradójicamente caballero de la Orden de Isabel la Católica, y padece –no menos paradójicamente– una curiosa  dolencia llamada sacralización. Tan luego él...

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