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Insultar a Wagner

Thomás Mann decía que en el controversial músico Richard Wagner había mucho "Hitler",  sólo que "¿es por eso menos turbadora la melodía del "hechizo del Viernes Santo" en Parsifal?"

Fotografía de Richard Wagner
Fotografía del compositor Richard Wagner (Leipzig, 22 de mayo de 1813-Venecia,13 de febrero de 1883).

Un ortopedista alemán de Dortmund, debió pagar cierta vez una multa de más o menos 6.000 €, por recetarle como terapia, a un paciente con el hombro derecho descoyuntado, nada menos que hacer el saludo nazi brazo en alto. Y para que el efecto terapéutico fuese mayor, el paciente debía gritar «Heil Hitler!» y entrechocar los talones. El médico se disculpó luego, alegando que se trataba de una broma, pero la verdad es que hay bromas que merecen palos.

De todos modos, esa disculpa me recuerda mucho uno de los mejores chistes gráficos alemanes que he visto en mi vida. En el desván de una casa, un niño acaba de abrir un baúl lleno de cosas viejas. Entre ellas un espléndido retrato de Hitler, a todo color. La criatura lo tiene entre sus manos y grita hacia abajo, hacia el resto de la casa: «¡Papá, mamá! ¿de dónde sacaron este cartel tan bueno de la película de Chaplin?»

Viene todo esto a colación porque este año, a causa de la pandemia se ha suspendido la celebración del Festival de Bayreuth (segunda etapa, es decir, la de posguerra).

Entre 1933 y 1944, en la primera etapa del mismo, el más encumbrado visitante de dicho Festival fue un vesánico plagio de Charlie Chaplin llamado Adolf Hitler. La directora de semejante festín musical del Viejo Continente, Winifred Wagner, nuera de su fundador y viuda de su único hijo, una ferviente admiradora del austríaco pintor de brocha gorda, pertenecía al partido nazi desde 1926. No era pues uno de esos oportunistas que se enganchan al carro del vencedor cuando ya está dando la vuelta de honor al circuito.

Aquí sería conveniente recordar lo que Thomas Mann escribió en su exilio californiano, allá por 1949: «En las fanfarronerías de Wagner, en sus eternas peroratas, en su querer hablar él solo, en su querer meter las narices en todo, existe una incalificable inmodestia que prefigura a Hitler: ciertamente hay mucho “Hitler” en Wagner».

 No se olvide: el escritor alemán que más a fondo ha penetrado en el secreto de Wagner ha sido precisamente Thomas Mann. Y al decir que en Wagner había mucho "Hitler", incluso aunque sea entre comillas, sabía de lo que estaba hablando. Sólo que ¿es por eso menos turbadora la melodía del "hechizo del Viernes Santo" en Parsifal?, ¿suena menos arrebatadora la cabalgata de las valquirias?

Para cerrar este capítulo, señalaré que si bien Bayreuth continúa poniendo en escena las óperas de Wagner, sólo alcanzan ese honor las diez compuestas a partir de El holandés errante, ninguna de las cuatro anteriores. Hasta a Wagner se lo discrimina en su propio teatro. Ciertamente, hay mucho "Hitler" en Wagner.

Pero lo más abracadabrante en relación con Wagner lo encontré un día en una librería de viejo y a mitad de precio, me enamoré de él, lo compré ipso facto. Es un librito de 134 páginas, edición moderna de un volumen aparecido en 1876 y reeditado en 1903, con el extenso título Richard Wagner en el espejo de la crítica: Diccionario de la descortesía, conteniendo expresiones groseras, escarnecedoras, odiosas y calumniosas que fueron usadas por enemigos y bromistas contra el maestro Richard Wagner, sus obras y sus seguidores. Coleccionadas en horas de ocio, para diversión del espíritu, por Wilhelm Tappert.

A título personal confesaré que me gusta la música de Wagner (no toda en igual medida) tanto como repudio la religión cuyo dios es Wagner, su templo la célebre colina verde de Bayreuth,  y su liturgia el Festival que todos los gobernantes alemanes han apoyado desde el palco de honor; no sólo Hitler: todos sin excepción. Y me parece que la coletánea de “descortesías” de Herr Tappert, aunque sus autores esgriman a veces argumentos musicológicos, refleja más bien —pese a que no lo expliciten, y hasta lo oculten— la aversión sentida desde el primer momento, mayoritaria y acremente, contra el endiosamiento en vida del compositor.

Sigue ahora un muestrario reducidísimo de algunos de los adjetivos recolectados por Herr Tappert: “abominable, absurdo, aburrido, bandido, bárbaro, bastardo, brutal, cruel, decadente, despreciable, diletante, histérico, horripilante, indecente, jesuítico, lameculos, loco, melenudo” (¡oh manes de los Beatles!), “necio, patético, plagiario, pobre en ideas, rancio, reblandecido mental, sofista, trivial”, y un largo etcétera. No creo, sin embargo, que ninguno de ellos ofendiese tanto a Wagner como el hecho de que el crítico vienés Speidel lo motejara de... “judío”. Nada menos que a él, Wagner, el antisemita por antonomasia.

Pero continuemos. Otra lista podría hacerse con los epítetos siguientes, destinados tanto a él como a su música: “Anticristo del Arte, aurora boreal” (así lo llamó Jacques Offenbach, y en alemán eso de decirle a uno “Nordlicht” es bastante menospreciativo), “autobotafumeiro, Cagliostro, commensale servile” (del rey de Baviera), “charlatán, Dalai Lama” (“La desgracia de Wagner es que no sólo se considera el propio Dalai Lama, sino también el sumo sacerdote del Dalai Lama, de tal modo que asimismo considera cada uno de sus excrementos como un flujo de su divina inspiración”, H. Dorn en 1865), y continuando con la enumeración: “dómine, hojalatero, Heliogábalo, matanervios, molusco, mono, Phylloxera vagnátrix, sacamuelas, timador, tormenta en una escupidera, vándalo” y otro largo etcétera.

Oskar Blumenthal, por su parte, le enjaretó esta cuarteta dedicada al libreto de Tristán e Isolda:

Schopenhauer bastante sí ha leído
pero poco y muy mal lo ha digerido,
de modo que los versos de Tristán
eructos filosóficos serán.
 

El crítico de un matutino de Breslau anatemiza su arte como “música anal”. Las dos primeras escenas del acto segundo de La valquiria son para otro como “una lombriz solitaria enquistada en los nervios de nuestro cerebro”, y el motivo de las valquirias (solre sostenidosol) se nos agarra como una sanguijuela. La melodía del Venusberg es música de molinillos de café y teteras. El título original, Der Ring der Nibelungen (El anillo de los Nibelungos), se convierte en Der Ring, der nie gelungen (El anillo jamás logrado). Las melodías de Los maestros cantores de Nuremberg son “ortigas de mar, medusas”, y su oratorio El ágape de los Apóstoles, sencillamente, “requesón”. Después de asistir a una puesta en escena de Lohengrín en Viena, el supradicho Speidel no vacila en clasificar zoológicamente a la orquesta wagneriana de “colosal rumiante”. Y aquí también un nuevo y asimismo largo etcétera.

Lo más suave que uno halla en este libro es la opinión de su colega ruso Chaikowski, quien le escribe una carta a la Sra. von Merck, desde la misma Viena, 1877, y le dice: “¡Qué don Quijote es este Wagner!”; y luego de explayarse sobre su talento tan erróneamente usado, Chaikowski concluye: “En mi opinión, Wagner es en el fondo un músico sinfónico”.

Pero la creatividad de los injuriadores de don Ricardo llega a su cénit en una crítica de la revista muniquesa Vaterland, donde la primera escena de El oro del Rhin, en el fondo del río, con las ninfas nadando y cantando (lo cual es una hazaña, dicho sea de paso, pues las ninfas cantan sin usar escafandra), fue calificada nada menos que de “putacuario” (“Huren–Aquarium” en el original). Constatemos, con satisfacción, que excepto alguna pelea de gallinero entre tenores españoles, y no pocas caudas de comentarios en las columnas de los diarios colombianos, las costumbres han mejorado bastante desde que Herr Tappert hiciera esta suculenta y aleccionadora cosecha de antiwagnerianismos.

 

Ricardo Bada

Ricardo Bada

(Huelva, España, 1939). Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, Nueva York 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, Huelva 1994), Amos y perros (cuento, Huelva 1997), Me queda la palabra (conferencias, Huelva 1998), Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, Madrid 2000), Limeri de Bueno Saire (poesía nonsense, Río de Janeiro 2011), La bufanda de Cambridge (cuentos, Bogotá 2018) y El canto XXV (novela corta, Copenhague 2019). Su ópera breve La serenata de Altisidora (partitura de David Graham) se estrenó en  el Festival de Camagüey del año 2000.

Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea, Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua] (Colonia 1981), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, Madrid 1991), y en Bolivia de la única antología integral en español de Heinrich Böll (Don Enrique, La Paz, 1995). 

Ha sido y en varios casos sigue siendo colaborador regular del Centro Virtual Cervantes, Revista de Libros, Revista de Occidente, Vasos Comunicantes, Pérgola, ABC y Cuadernos Hispanoamericanos (España), Nexos, La Jornada Semanal y SoHo (México), El Espectador, El Malpensante y SoHo (Colombia), El País (Uruguay), Etiqueta Negra (Perú), Aurora Boreal (Dinamarca), Amsterdam Sur (Ámsterdam), La Nación y SoHo (Costa Rica) y La Opinión (Los Ángeles/California). Mantiene, además, desde noviembre 2009 la publicación semanal de su Diario en un blog del espacio MientrasTanto de la revista Fronterad (Madrid): https://www.fronterad.com/

Republicano y agnóstico, convicto y confeso, fue nombrado paradójicamente caballero de la Orden de Isabel la Católica, y padece –no menos paradójicamente– una curiosa  dolencia llamada sacralización. Tan luego él...

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