El 26 de noviembre de 1982, al despedirnos en su casa, y como sabía que iba a encontrarme poco después con García Márquez en Estocolmo (yo iría como enviado especial de mi emisora para cubrir la entrega del Premio Nobel a GGM), me pidió que le dijera esto: «Dígale que tengo diez años más, pero que sigo siendo el mismo». Y era verdad, seguía siendo el mismo, el viejo Böll, la más honesta voz de este país desmemoriado, un lujo que Alemania se permitía sin cartilla de racionamiento. Seguía siendo el de aquella mirada que Víctor Canicio, el traductor catalán al castellano del Diario irlandés y de Asedio preventivo, caracterizó como «triste, solitaria, ingenua, de incomprendido». Tengo para mí que raras veces, en la historia de la humanidad, debe de haber habido alguien que mirase con tanta tristeza como lo hacía Heinrich Böll.
Cuando me llamaron por teléfono, el martes 16 de julio de 1985, a mediodía, para decirme que Böll había muerto, recordé sobre todo dos cosas. Una: En la primavera de 1984, en Sarrebruck, durante la asamblea de la Asociación de Escritores Alemanes, se produjeron enfrentamientos que dividieron al gremio en fracciones. Böll no era delegado con voto, pero resulta imposible desoír su voz. Y con esa voz se enfrentó a Engelmann, el presidente saliente. Y Engelmann, un poco a la trágala, porque no tiene pelo de tonto y sabía de sobra cuál era el peso específico de la palabra de Böll, se refirió a él como «der gute Heinrich» (Enrique el Bueno, cosa que evidentemente era). Con lo que quizás no contaba es con la sabiduría botánica de Enrique el Bueno: «El bonus henricus —replicó Böll en el acto—, según yo sé, es una hierba, una plantita, o sea que, como dice su nombre, se trata de una categoría vegetal, no literaria, ni tampoco política. Y lo que estamos tratando aquí es quizás algo político, y ciertamente sí algo literario, así que ¡no me eches flores!»
La segunda cosa de la que me acordé es una frase de Uwe Johnson, ya también fallecido por aquel entonces —pero mucho más joven que Böll—: «Para mí Heinrich Böll es una institución. Si alguna vez no supiera cómo salir adelante, me dirigiría a Heinrich Böll».
Meses antes de que Uwe Johnson dijera estas palabras en público, yo se las había escuchado (con casi idéntica formulación) a una joven novelista alemana, María Wimmer, en su casa de Friburgo. María acababa de publicar su segunda narración, estremecedoramente autobiográfica, Quien enjuga lágrimas se moja las manos, reviviendo las horas, días, meses agobiantes en que pendió de un hilo la vida de su segundo hijo, un pequeño ecuatoriano adoptado. «Cuando se presenta un problema ante el cual no sabes cómo reaccionar, cómo enfrentarlo —me confesó—, siempre busco lo que Böll piensa al respecto».
Böll era, dicho sea de la forma menos melodramática posible, el norte de los alemanes de buena voluntad. Quienes, gracias a «ese Ser superior al que adoramos» (consúltese al respecto La colección de silencios del doctor Murke), no son pocos.
La importancia de la obra de Böll radica de un modo fundamental en el hecho de ser, casi, la única justificación moral de Alemania, el único ajuste de cuentas de Alemania consigo misma, después de la 2ª Guerra Mundial. Del 45 a nuestros días, Alemania ha traído a la literatura mundial algunos aires renovadores que no por desconocidos en nuestro ámbito cultural pueden ser olvidados en lo que Goethe llamaba Weltliteratur (=literatura universal): baste recordar a Arno Schmidt y a otro autor mucho más célebre, Günter Grass. Pero sólo el nombre de Böll salta a nuestros labios a la hora de querer saber quién rindió cuentas por un pasado atroz. Y no sólo eso: ni siquiera la momificación en vida que implica la concesión del Nobel pudo llevar al dique seco el decidido compromiso de aquel a quien seguimos llamando, con convicción, «el alma buena de Colonia».
Dicho de otra manera: Si la literatura alemana de posguerra no contase en su haber con la obra de Böll, tendríamos un legítimo derecho a preguntamos si este país sacó alguna consecuencia de la tétrica aventura del milenio nazi, que por dicha no duró sino doce años.
Desde su primera novela, El tren llegó puntual, de 1949, hasta Mujeres ante un paisaje fluvial, publicada póstumamente en 1985, se cuentan tres décadas largas que son (vistas en perspectiva) un crecimiento lento, seguro, sólido: la consolidación de una maestría innata en el árbol. Böll no estaría conforme, creo yo, con este apunte de caracterización, pero para quien iba siguiendo su obra, paso a paso, resultaba evidente que esa obra se fue pareciendo cada vez más a la recia arquitectura de un buen roble alemán.
Pueden señalarse momentos muy felices, encrucijadas de creación en las que el genio verbal de Böll llega a las cotas más altas: esas encrucijadas son No sólo en Navidad, Diario irlandés, La colección de silencios del doctor Murke, Billar a las nueve y media, Opiniones de un clown, Retrato de grupo con señora, El honor perdido de Katharina Blum, Asedio preventivo. Pero hablar de culminaciones en la secuencia natural de un roble, entraña en cierto modo una contradicción, si bien Heinrich Böll —con su obra— demuestra que esa contradicción existe. Porque Retrato de grupo con señora no es una obra maestra al estilo de un oasis en el desierto, sino algo mucho más sencillo: al estilo de una estatua mejor lograda que otras en el pórtico de una catedral románica.
Hasta llegar a la insuperable maestría narrativa de El honor perdido de Katharina Blum, el escritor Böll ha llenado miles de páginas aporreando «la máquina de escribir marca Remington, tipo Travel Writer de Luxe, modelo 1957, a la que también tengo cariño porque es mi medio de producción. Con este instrumento, que cualquier experto no contemplaría o tocaría más que con desprecio, he escrito aproximadamente cuatro novelas, pero no sólo por eso siento cariño hacia ella, sino por principio, porque sigue cumpliendo todavía, y demuestra lo escasas que son la ambición y las posibilidades inversoras de un escritor».
La primera de las cuatro novelas a las que se refiere en ese párrafo, característico de la relación de Böll con los objetos que amaba, tiene que haber sido Billar a las nueve y media. Una indudable obra maestra y el primer libro en que Böll empieza a despegarse de la llamada "literatura de los escombros", aquella épica netamente neorrealista cuyo elemento básico es la toma de conciencia del mundo que la guerra ha dejado a los alemanes como resultado de la vesania nazi. Un mundo que consistía, dicho sea simplemente así, sin ningún patetismo, en una ruina; y una, además, que se extendía desde el Rhin hasta el Oder-Neisse, desde el Mar del Norte al Lago de Constanza.
Para Böll, en el primer momento de su quehacer narrativo, tuvo una importancia incuestionable plantearse cómo se llegó a esos resultados, que género de locura o de letargia del impulso moral pudo conducir a una catástrofe de tales dimensiones. Jamás hubo en Böll, ni en su entorno familiar, el más mínimo punto de acercamiento, la más mínima simpatía hacia el fenómeno del nazismo. Y esto es algo que no tiene que ver con su catolicismo, pues Böll era consciente del papel pasivo de la iglesia frente a los nazis.
En Billar a las nueve y media, como en muchas otras ocasiones, esta posición es diáfana y firme. Pero, considerando la evolución narrativa total de la obra de Böll, Billar a las nueve v media es sobre todo muy significativa por lo que tiene de paso adelante en la perfección del discurso y en el sondeo de la nueva sociedad alemana. Se publica en 1959, la República Federal cumple entonces su primera década y en el mundo se ha popularizado una expresión que todos repiten admirativamente: "el milagro alemán". Böll hace en ese relato la biopsia del milagro alemán y llega a conclusiones desoladoras que pueden sintetizarse en el verso de Brecht al pie de la foto de Hitler: «Aún es fecundo el vientre del que salió tal cosa». Y a partir de ese instante, con la perspectiva que dan los diez años de "milagro", y la confirmación de su sospecha acerca de la prepotencia y de la desmemoria, la obra de Böll entra en una fase donde los símbolos desempeñan un papel que no era evidente, ni necesario, en las narraciones actuariales de la "literatura de los escombros".
Böll era un autor incómodo. Es más, lo sigue siendo, y ello puede intuirse, sensu contrario, en las palabras que Christa Wolf dijo en 1992, cuando hubiera sido su 75° cumpleaños: «Nos falta Böll». Sí, Böll era un autor incómodo: si sus primeros libros fueron plenamente aceptados por un público que, en un principio, estaba dispuesto a reconocer los errores del pasado inmediato, los libros que siguen a Billar a las nueve y media —y más que nada su obra publicística— chocan de frente con el sanchopancismo de una sociedad que cree (los supervivientes) haber purgado bastante, o cree (las nuevas generaciones) no tener por qué purgar las culpas de los padres. Pero, en justicia, también hay que decir que son los jóvenes quienes se hallaban más cerca del viejo Böll, y viceversa: dos años antes de morir, en la campaña electoral de 1983, el Premio Nobel coloniense –que en 1965 había apoyado de manera activa la del candidato socialdemócrata, Willy Brandt– se posicionó decididamente de parte de Los Verdes.
Aquí no podemos pasar de largo ante la circunstancia de que uno de los valores humanísimos de la obra de Böll es su capacidad para asumir el punto de vista de los otros, su prácticamente inagotable capacidad de creación de personajes que no hablan por boca de ganso: en Asedio preventivo, Böll llega al extremo de hacer inteligible, desde el mundo de ese personaje, nada menos que a un policía. En un universo literario como el contemporáneo, donde privan el cultivo del propio jardín y la contemplación extasiada del excluyente ombligo propio, una actitud y una vocación así no tienen más remedio que destacar poderosamente. De paso, explican también —a un nivel psicológico inmediato— por qué cuando Don Enrique (como siempre lo llamé) hablaba con alguien, con su voz pastosa y transida de miles de cigarrillos, acostumbraba mirar a los ojos de su interlocutor y preguntarle: «¿Me comprende?»
Llego, pues, de manera fatal, a la conclusión de que quizás hubiera sido mejor que estas líneas se debiesen a alguien con una mayor distancia hacia Böll. No sé si tengo razón al pensar así, pero sí sé que mientras tecleaba estas desaliñadas líneas, mi oído seguía escuchando, al fondo de la calle donde vivo, el tac–tac de las gabarras que remontan el curso del Rhin: ese electrocardiograma sonoro del río-padre. Y advierto todo lo que hay de incomunicable en el misterio de una literatura surgida de los escombros, a la sombra de una catedral gótica y que desvirtúa el carácter románico de la ciudad; una literatura que germinó mientras la ciudad se convertía en algo que no nos gusta, que es feo, que sólo recupera su rostro verdadero (anterior) ante la tumba de un viejo profesor de guitarra, catalán, Zapater de apellido, en un cementerio perdido en el cinturón verde que la ciñe; o en los pasos asimétricos y cansinos del superviviente de los cuatro músicos callejeros que se ganaban el sustento diario con sus canciones casi de romance de ciego por las calles del barrio de San Severino; o en el rostro de esa mujer mayor a quienes las comadres del mismo barrio señalan con el dedo porque vive amancebada con un turco o un griego o un español..., ese rostro en el que creemos reconocer —creo reconocer— la inextinguible caridad de Leni, la protagonista de Retrato de grupo con señora.
Pero quién sabe si es tan incomunicable.