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El paraíso en la otra esquina…

Arcoiris visto a través de agujero. Foto de Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

La carretera atraviesa el río, que baja como una escalera verde tallada en medio de las montañas. El agua avanza a ritmo distinto: primero por una pendiente de roca alisada, larguísima y ancha, que se estrella contra unas cuantas peñas. Detrás, infinidad de pequeños saltos de agua y pocetas gélidas hasta en verano, a las que puede bajarse siempre desde la orilla si se tiene buen equilibrio. Hay rincones en el río para todo: para competencias de nado y de inmersión, para saltar de la altura que menos vértigo le dé a uno, para esconderse con la muchacha amada y confundirla con una náyade desnuda… Hay un salto elevadísimo, que tiene su propia leyenda: tan alto es que quien se atreve a tirarse tiene tiempo de pedir tres deseos antes de tocar el agua, y aseguran que, al caer, si roza el fondo con la punta de los pies, verá cumplido todo aquello que pidió.

En Cuba, no hay otro río como este. Y en el caserío que se desparrama a medio kilómetro la gente vende platanitos, peras de cáscara roja que en pocos rincones de la isla pueden verse, aguacates, batidos de guayaba con leche de vaca (esta aclaración es para los maltratados paladares del viajero cubano), o brinda, a cambio de “lo que usted quiera” si es cubano, darle un paseo en bote de remos por el estirado lago Hanabanilla, cuyos lejanos extremos, Guanayara y Hanabanilla, son otros paraísos de esplendor natural. Llegan muchos visitantes, y la mitad del río que corresponde a su nacimiento está encerrada en un área turística con cobro en la puerta; por suerte, a los cubanos solo se les exige una bagatela.

Los lugareños son personas sencillas pero acogedoras. En otro lugar, la marea turística ya hubiera anulado el sentido de hospitalidad. Con ellos se puede hablar confiadamente, como si fuesen nuestros vecinos de toda la vida, y anuncian sin titubear cuántos miles de visitantes hubo el último año, dónde hay cuevas y manantiales, o en qué partes del lago se cogen las mejores truchas. Solo se les ensombrece la conversación si se les pregunta por Guanayara, el único sitio que rivaliza en belleza con El Nicho, y a los viejos nacidos en el Escambray, cuando se les habla de la guerra que hubo en los sesenta: entonces cambian la mirada y les salen las palabras como pedradas que no se atrevieran a lanzar.

El regreso fue de película. De película cubana, no de Hollywood. Tuvimos que hacerle guardia desde las 4 de la mañana al camión-bus que llega hasta allá arriba, y después seguimos hacia el norte, buscando la Autopista. Pasamos por Cumanayagua de nuevo, y por Manicaragua (casi hay que tomar un curso de siboney o de taíno para pronunciar estos nombrecitos), y a las diez ya estábamos en un cruce de la Autopista cerca de Santa Clara. Paisaje del lugar, el acostumbrado: amarillos y policías de esos que disfrutan saludar a los choferes.

Por suerte, a las tres de la tarde un guagüero de bolsillo voraz se detuvo. Reconocí su rostro. ¡Sesenta pesos hasta Camagüey! Dos ancianos que ya habían subido tuvieron que bajar. Nosotros contamos: nos alcanzaba solo para uno, y éramos tres. Miré al rostro del hombre: «Compadre, ¿tú no vives por La Vigía?» El chofer, descubierto, me miró: dame lo que tengas, y siéntense por allí. Antes de que se hiciera de noche ya estaba abriendo la puerta de mi casa.

Henry Constantín Ferreiro

Henry Constantín. Foto en revista Árbol Invertido

(Camagüey, Cuba, 1984). Periodista, escritor y fotógrafo. Expulsado de los estudios de Periodismo en dos ocasiones, por motivos políticos. Único representante de Cuba en el II Concurso Hispanoamericano de Ortografía Bogotá 2001. Graduado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia (Pinar del Río). Dirige la revista electrónica La Hora de Cuba.

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