Hoy escucharemos a Guy Pérez-Cisneros que nació hace poco más de cien años, un siete de junio. Podía haber dicho que íbamos a recordarlo, pero eso implicaría haberlo conocido. ¿Sabemos quién fue Guy Pérez-Cisneros? ¿Sabemos algo más que ese nombre rara vez mentado en la televisión nacional o impreso en la portada de algún libro de escasa circulación? ¿Qué valía tuvo, por qué ha de importarnos ahora? ¿Es otro capricho de erudito, perdido en su torre o bañadera de marfil? ¿Hay algo vivo en ese nombre que a pesar de su elegancia no resuena como el de otros casi tan desconocidos como él pero más habituales en efemérides, panteones, homenajes, tribunas, adoctrinamientos, matutinos especiales, aulas de preescolar, etc.? En este año el Museo Nacional de Bellas Artes conmemoró su centenario. Se publicaron un par de artículos en alguna revista. Y estamos hoy aquí, vamos a escuchar su discurso dentro de pocos minutos, sin embargo, ¿esto evidencia algún cambio en esa predisposición natural del cubano al olvido? ¿Esa vergüenza de lo que comparte con sus paisanos que está muy de moda? ¿Acaso nuestra conciencia nacional ha dejado de alternar entre el chovinismo idiotizante y el pesimismo esterilizador?
Es cierto que de infinidad de olvidos está hecha la historia. Más que en recordar, el trabajo del historiador consiste en saber olvidar, y no se diferencia de lo que hace con su propia experiencia de vida cualquier hijo de vecino. Saber olvidar implica, en esencia, poder no olvidar. Estamos acostumbrados a que nos digan que la historia nos define como pueblo, si es así, lo hace en gran medida por lo que olvidamos, lo que escogemos olvidar o lo que alguien más escoge olvidar por nosotros.
No hay nada de malo en el olvido siempre y cuando sea, al menos, necesario. Es imposible recordarlo todo. Desgraciadamente, en países como el nuestro, donde el pasado es un auténtico “mecanismo de dominación”, hay olvidos tan perjudiciales como el desfalco del tesoro público o la dilapidación de los recursos naturales. Luego de ser transformada en herramienta de control y dominio, la historia deviene indispensable medio de liberación. El olvido irresponsable fortalece los cerrojos de la esclavitud.
Jorge Mañach decía que la conciencia de un pueblo no se hace olvidando sino recordando. Si el olvido es un imperativo de nuestra condición mortal, el recuerdo es un admirable atrevimiento, un desafío a nuestros límites, un asalto al cielo. No olvidar es más poderoso aun que recordar, porque es signo de comunión.
Pocos países tienen una colección tan ilustre de olvidos y olvidados como el nuestro. Claro que para ello se han unido la desidia de los gobernados y el interés de los gobernantes. En las últimas cinco décadas imperó en Cuba una tendencia que ya venía manifestándose desde antes, la de fabular maliciosamente nuestra historia acentuando la ignorancia que tenemos de nosotros mismos y, en consecuencia, adulterando nuestra comprensión de la realidad. Si algún vicio ha perjudicado a los cubanos ha sido el de no conectar con la realidad, y ese es un pecado de soberbia. Aceptamos, por extraña costumbre, ser humillados, pero de ningún modo aceptamos ser humildes. Queremos conectar con Internet sin haber conectado con la realidad. Podría decir nuestro Evangelio: conectad con la realidad e Internet os será dado por añadidura.
Se explica, por tanto, el hábito de relegar a los hombres y hechos que ilustran la verdad de lo que somos, que impulsan hacia la realidad de lo que debiéramos ser, si aceptáramos el sencillo heroísmo de la humildad en lugar del simplismo cómodo y degradante de la humillación. El humillado puede ser soberbio, el humilde no puede ser esclavo porque acepta su dignidad y por ella vive.
La verdad de lo que somos, la realidad de lo que debemos ser, aparecen con nitidez cuando no olvidamos a aquellos que llevaban en sí estas certezas sin disimularlas con cinismo o falsificarlas por espurios intereses. Guy Pérez-Cisneros era un hombre de certezas, ni cínico, ni oportunista. Sincero, habría dicho Martí. He aquí la primera razón contra el olvido.
Quizá muchos de ustedes, aquí presentes, sepan ya quién fue Guy Pérez-Cisneros, o al menos tengan una idea. No puede negarse, sin embargo, que este hombre es prácticamente desconocido fuera de un estrecho círculo y desconocidos son sus méritos y su obra.
El padre, Francisco, era un pintor de cierto renombre y cónsul de la República. La madre, Paule, era francesa de Toulouse. El niño, Guy Rafael Francisco Pérez Cisneros y Bonnel, nació en Francia —aunque fue inscrito como cubano— y vivió fuera de Cuba toda su infancia y adolescencia. De hecho, comenzó sus primeros estudios en España, pero desde los seis años regresó a Francia donde se graduó de bachiller y fue Laureado en Literatura Francesa como uno de los tres estudiantes más destacados del Concurso General en que participaban todos los colegios del país.
Es decir, aun como francés este hombre tenía un futuro promisorio. Sin embargo, a pesar de hablar el español con extraño acento, según él mismo confesara, era cubano. A los 18 años, después de haber perdido a su madre, regresa a Cuba con el padre y los hermanos y el padre muere al año siguiente.
Así, este muchacho, que apenas sale de la adolescencia, se ve huérfano en un país que visita por primera vez, muy diferente a aquel en que nació y obligado a hablar su segundo idioma habiéndose destacado tanto en el uso del primero. Un país que se encuentra en pleno caos revolucionario, donde todo está patas arriba. Un país que, para ilustrar la inestabilidad reinante, en los tres primeros años de estancia de Guy, verá derogada una constitución y dictadas dos leyes constitucionales que sufrieron entre ambas unas quince reformas.
El joven Guy, a pesar de todo, se adapta y demuestra una gran entereza. No lo paraliza la nostalgia de Francia, donde seguramente tenía familia por el lado materno. No parece dudar que su destino es Cuba aunque haya mantenido el vínculo natural con la patria materna, atestiguado por su abundante obra de traductor. Matricula pronto en Derecho y Ciencias Sociales y comienza a trabajar en el Ministerio de Estado gracias al propio Ministro, antiguo amigo y jefe de su padre, Cosme de la Torriente, otro olvidado a quien debiéramos recordar con agradecimiento por sus esfuerzos para que la Isla de Pinos fuera reconocida definitivamente como cubana y el Tratado Permanente con los EEUU, asidero jurídico internacional de la Enmienda Platt, derogado.
En la Universidad conoció a Lezama y a un grupo creciente de intelectuales y artistas del momento. Junto a Lezama estuvo desde Verbum hasta Orígenes y se convirtió en uno de nuestros más importantes críticos de arte, y como tal prácticamente definió y dio sentido a esa generación de artistas y ayudó a transformarla en el fenómeno cultural que hoy todos, o muchos, conocemos. Se convirtió también en el primer historiador del arte cubano, y en uno de los primeros profesores de historia del arte. En 1946 se graduó de Filosofía y Letras con una tesis titulada: Características de la Evolución de la Pintura en Cuba (Siglos XVI, XVII, XVIII y primera mitad del XIX).
Fue uno de nuestros primeros curadores y junto a Domingo Ravenet organizó las exposiciones más notables de la época.
Sus artículos aparecieron regularmente en las publicaciones más importantes del país, a veces desde una columna fija. Su labor como periodista fue incansable. En 1945 se graduó del Colegio Nacional de Periodismo “Manuel Márquez Sterling” quien, por cierto, fue uno de nuestros más notables y agudos periodistas, hoy igualmente olvidado, a pesar del tesón con que combatió la Enmienda Platt hasta verla derogada en 1934 siendo Embajador en Washington bajo la jefatura del ya mencionado Ministro, Cosme de la Torriente.
Guy Pérez-Cisneros fue, sin duda, un motor de la cultura cubana, un animador inagotable que ayudó a darle forma y personalidad a una generación. Sin él nuestros artistas podían haber realizado las mismas obras pero su historia sería contada hoy de un modo diferente. El arte es, usualmente, cosa de la memoria, no del olvido, de todo el tiempo, no exclusivamente del presente. El arte y la crítica constituyen un organismo mal comprendido, en el que cualquiera de sus partes está destinada a morir si se divorcia de la otra. Podemos creer, porque es verdad, en el valor intrínseco de la obra de arte, pero la obra no vive en el arte, sino en la historia, donde el crítico la sitúa. Ser, no necesariamente implica estar vivo. Fuera de la historia la obra desaparece hasta que otra clase de crítico —historiador del arte— decide darle nueva vida. Guy cumplió su misión de crítico al extremo que, como es costumbre, junto a esos nombres que contribuyó a inmortalizar, el suyo casi desaparece.
En fin, con estos méritos diríamos que vale la pena recordar a Pérez-Cisneros para no olvidarlo más. Aunque, a decir verdad, apenas hemos hablado de la mitad de su vida. Este hombre vivió con tal intensidad que sus escasos 38 años parecieran 70 de los nuestros porque junto a su carrera como —usemos el término martiano— factor de una cultura nacional, desarrolló otra como factor de la dignidad nacional, esta vez en el servicio diplomático de nuestro país.
Y a algunos puede parecerle prosaico y aburrido un servicio diplomático, sin embargo, en él se sostiene la dignidad de un estado frente a sus iguales. Fue diplomático Martí, fueron diplomáticos Cosme de la Torriente y Manuel Márquez Sterling, hasta Jorge Mañach por muy breve tiempo y fue diplomático a tiempo completo Guy Pérez-Cisneros. Le tocó vivir una situación internacional muy especial y una situación nacional no menos interesante. La Segunda Guerra Mundial y su fin, el nuevo orden constitucional cubano y el ascenso al poder de un partido con programa democrático y nacionalista —en el mejor sentido de la palabra—, el Partido Revolucionario Cubano (continuador de la Revolución Auténtica de 1933, de ahí su apelativo de Auténtico).
Esto le permitió tomar parte en los acontecimientos internacionales más importantes de la época y no siempre una parte secundaria como cabría pensar para un país tan pequeño y sin aparentes influencias como Cuba. Porque Cuba tenía grandes medios de influencia. A falta de tanques, petróleo o abundancia de recursos humanos y materiales, contaba con unas reservas de pensamiento y valores morales formidables y sorprendentes. Unas reservas que, asentadas en la síntesis y recreación martianas, habían erigido la columna vertebral de la nación a lo largo del siglo y todavía aquí y ahora nos convocan. No adelanto más, porque esos valores están revelados sucinta pero efectivamente en el discurso que escucharán. Baste decir que Guy interpretó nuestra tradición, en ese momento óptimo en que la política nacional intentaba encausarse para ser verdaderamente nacional, y contribuyó a dejar fijado algo de su caudal de virtud en la política mundial.
¿Es necesario reproducir su hoja de servicios? Para no pecar de mezquinos, ya que lo homenajeamos, escuchemos:
Ingresó en el Ministerio de Estado en 1934. Secretario General Adjunto de la Comisión Nacional Cubana de Cooperación Intelectual (1937), Jefe Interino de la Oficina de la Liga de las Naciones del Ministerio de Estado (1939), Secretario General Adjunto de la Unión interamericana del Caribe (1939), Secretario General de la Delegación de Cuba en la Conferencia de Naciones Unidas de San Francisco (1945), Consejero de la Delegación de Cuba en la Conferencia Preparatoria para la organización de la UNESCO (Londres, 1945), Secretario General de la delegación de Cuba a la Conferencia para la creación de la Organización de las Naciones Unidas (San Francisco, 1945-46), Agregado Comercial en Canadá y Representante de Cuba en el Consejo Económico y social de la O.N.U. (1946), Relator Electo de la Comisión Especial sobre Información de Territorios No-Autónomos de la II Asamblea General de las Naciones Unidas (Nueva York, 1947), Delegado y primer relator de Cuba a la IX Conferencia Interamericana (Bogota, 2 de Mayo de 1948) donde se aprobó la declaración de los Derechos y Deberes del Hombre, antecedente directo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Delegado de Cuba a la III Asamblea General de las Naciones Unidas, en el Palacio de Chaillot (Paris, 1948), fue uno de los Delegados que propuso la aprobación de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” (diciembre 10 de 1948) pronunciando el discurso que escucharemos. Vocal de la Comisión Cubana de la UNESCO (1949), Delegado de Cuba a la IV Asamblea (Nueva York, 1949) y V Asamblea (Nueva York, 1950-51) Secretario General Electo de la Comisión Americana de Territorios Dependientes (La Habana, 1949), Jefe de Despacho del Ministerio de Estado de Cuba (La Habana, 1950), Agregado Comercial de Salud en el Consejo Económico y Social de la O.N.U. (1952).
Dos cosas suelen destacarse de su trabajo en relación con las Naciones Unidas, aunque permanecen ignoradas por la mayoría dentro y fuera de Cuba: su labor en la Comisión Especial de Información de los Territorios no Autónomos —es decir, las colonias— y su significativo papel junto a Ernesto Dihigo en la redacción de uno de los primeros borradores y en el proceso de preparación de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Más que un documento, la Declaración es monumento que debiera distinguirse en la conciencia histórica de la humanidad como lo hacen las Pirámides, el Circo Romano o la Gran Muralla. La Declaración fue obra colectiva aun mayor, de maduración lenta, aglutinadora de naciones y con un sentido muy diferente al de aquellos monumentos antiguos. Y en esa Declaración están las manos de Pérez-Cisneros, Dihigo y otros, están los valores que como nación fuimos construyendo, que como aspiración fuimos hilvanando.
En esa Declaración están nuestros valores, aquellos en que han creído nuestros mejores hombres. Lo que el mundo nos ha dado y los que Cuba ha dado al mundo, modestamente, pero sobrepasando las expectativas que sus escuetas dimensiones harían suponer. Debiéramos sentirnos orgullosos, tenemos razones para estarlo —sin caer en el pernicioso chovinismo— y debiéramos cultivar esos valores en lugar de ponernos a alardear de que somos el país con más campeones olímpicos por centímetro cúbico o por habitante cuadrado.
¿Hay dudas acerca de si son o no nuestros estos valores? ¿Acaso no creemos que todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y que debemos comportarnos fraternalmente entre nosotros; que tenemos derecho a la vida, la libertad, la seguridad de nuestras personas, al reconocimiento de nuestra personalidad jurídica, a no ser tratados con crueldad o esclavizados, a ser iguales ante la ley y de la ley recibir protección, a que no se nos discrimine por nuestra raza, color, sexo, religión, opinión política, origen nacional o social, posición económica; a ampararnos en los tribunales ante la violación de nuestros derechos; a no ser detenidos ni arrestados arbitrariamente; a no sufrir injerencias arbitrarias en nuestra vida privada ni ataques a nuestra honra o reputación; a circular y elegir libremente nuestra residencia en el territorio de nuestro país; a salir de nuestro país y regresar cuando nos parezca porque para eso es nuestro; a la nacionalidad de la que no se nos puede privar arbitrariamente; a fundar una familia con la protección de la sociedad y el Estado; a la propiedad tanto individual como colectiva y a no ser privados de ella arbitrariamente?
¿Acaso no estamos convencidos de nuestro derecho a la libertad de pensamiento y conciencia, de opinión y expresión de manera que no seamos molestados a causa de nuestras opiniones y podamos recibir información, investigar, intercambiar y difundir estas opiniones por cualquier medio de expresión? ¿Acaso no manifestamos aquí hoy que entendemos como nuestro el derecho a reunirnos y asociarnos pacíficamente para intercambiar esas opiniones libres?
¿Y no creemos también que, ya sea directamente o por medio de representantes libremente escogidos, tenemos derecho a participar en el gobierno de este, nuestro país; tener acceso en condiciones de igualdad a las funciones públicas y que la única fuente de autoridad pública sea la voluntad del pueblo expresada, cuando menos, en elecciones libres?
¿Alguien duda en merecer la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad? ¿Alguien duda de su derecho al trabajo, al descanso retribuido, a un adecuado nivel de vida, a la educación y a que los padres tengan preferencia a la hora de escoger el tipo de educación que habrán de recibir sus hijos; a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad —como hacemos hoy— y a que el orden social en que vive esté orientado hacia el respeto de estos mismos derechos?
Sí, creo que todos reconocemos estos derechos como nuestros aunque creamos que muchos nos están vedados y otros —algunos de los cuales estamos ejerciendo efectivamente aquí— los practiquemos no sin correr peligro. Lo que verdaderamente asombra es que con esta convicción respecto a cuáles son nuestros derechos toleremos con naturalidad que nos los conculquen. En fin de cuentas, al campesino egipcio lo excusaba el ignorar que tenía derecho a no romperse la crisma construyendo las pirámides.
¿También los derechos son objeto del olvido y nos hemos olvidado de ellos como nos olvidamos de Guy? Pues recordar a Guy es recordar nuestros derechos porque estos eran el sentido de su vida, aun cuando escribía sobre Amelia, Víctor Manuel o Ponce. Son, como él sabía, el sentido de nuestra Nación y nuestra Patria aunque al escuchar estas palabras los chovinistas entiendan otra cosa y los cínicos pesimistas y xenófilos se miren a hurtadillas disimulando una sonrisa.
¿Qué puede ser la Patria sino una ilusión romántica, tal y como lo son la mayoría de estos derechos? Ilusiones perfectamente inútiles, verdaderos lujos que no ocupan la mesa ni cubren el cuerpo, dicen. ¿La Patria? Un pretexto para matarnos unos a otros. ¿Los derechos? Flaco consuelo para los débiles, que deja las manos libres a los fuertes —únicos con un verdadero derecho, el de la fuerza— para seguir medrando. Por regla, estos cínicos basan su filosofía de la vida en ponerse a la sombra de algún fuerte que los utilice y reparta con ellos las migajas. No sorprende que la mayoría de los filósofos ateos acaben matándose. Dios los ampare y me perdone por mencionarlo.
Hoy en Cuba somos testigos de un rebajamiento sin precedentes de nuestra propia estima. Ser cubano es, para muchos, un estigma, no una razón de orgullo. Es cierto, andamos mal, no necesito abundar en esto porque es una realidad cotidiana e inabarcable. Nos hemos dejado quitar todo, y de paso nos hemos quitado hasta el orgullo, ni qué decir de los derechos, la historia, Guy, todo en el olvido. Y esto no es nuevo. Márquez Sterling se asombraba de escuchar en 1910 con cuánto orgullo nacional se refería a su país cada diplomático latinoamericano que había conocido y cómo por el contrario, sus colegas cubanos, no hacían más que augurar con cinismo el fin de la República. Evidentemente el padre de Guy no estaba entre ellos.
Hace unos años en otra edición de esta misma Peña dije que el mayor reto para la generación de cubanos que iba llegando a la edad adulta era rescatar el país que nos habíamos dejado robar. Y no me refería solamente a nuestra parte de la riqueza material, o a nuestros derechos políticos, o a nuestros derechos humanos, sino incluso a nuestro orgullo, nuestra historia, nuestros símbolos.
Todo ha sido mezclado —Patria, Nación, Estado— en un ajiaco misérrimo, de manera que la única historia que tenemos es la que interesa y conduce inevitablemente a la Revolución; nuestros símbolos, nuestra bandera y nuestro escudo han sido adulterados para simbolizar la adhesión a esa supuesta Revolución y hasta nuestro orgullo nacional se ha contaminado de tal manera que muchos lo confunden con el orgullo de ser revolucionario. La palabra Revolución, tan cara a nuestros próceres, usada con entusiasmo por Martí, por Agramonte, por todos los que desearon una República libre con todos y para el bien de todos; aun esa palabra ha sido desnaturalizada y estará vedada para varias generaciones de cubanos, a los que espantará, por representar la inmensa catástrofe que estos últimos cincuenta años han sido. Cómo me gustaría también rescatar esa palabra. Pero habremos de conformarnos por ahora con rescatar la Patria, la Nación y eventualmente, el Estado capaz de garantizarnos una República que no sea de papel y donde el nombre de República y la invocación del culto a la dignidad plena del hombre no sean —si se me permite usar una broma reciente del propio Almanza— un mero recurso homeopático.
Otro ilustre olvidado que también fuera diplomático, por cierto, Mariano Aramburo, dijo en una ocasión que el estado era la sociedad de los derechos; la nación la sociedad de las ideas; la patria la sociedad de los afectos. No debiéramos avergonzarnos de nuestros afectos ni de nuestras ideas. No debiéramos renunciar a nuestros derechos. No es que sea indigno olvidar, es que no es útil, perjudica, hace padecer. Martí creía en la utilidad de la virtud y pocas cosas son más útiles aunque los pragmáticos se asombren. ¿Ser prósperos sin derechos, sin libertades idealistas como las de pensamiento, expresión o asociación? ¿Qué país verdaderamente próspero —excepto algunas monarquías petroleras a las que algún día se les acabará el petróleo— no ha sido escenario de un titánico esfuerzo por proteger estos derechos universales del hombre? No hay paraíso sobre la tierra ni régimen político perfecto, pero basta comparar a Myanmar con Suiza o a Sudán con Australia. Quizá en ningún lugar estos derechos se ejerzan plenamente y sin obstáculo, pero a lo que aspiramos es a un reconocimiento efectivo de ellos por los mismos que han de disfrutarlos, sin mediaciones ni interpretaciones que nos los amputen y desinflen.
El “con todos y para el bien de todos” es una aspiración muy alta que quizá nos nieguen por imposible e irrealizable. Permítaseme discrepar. Puede que la República con todos y para el bien de todos no haya existido o no exista en nuestra sociedad de los derechos, pero sostiene y da sentido a nuestra sociedad de las ideas y se funda en nuestra sociedad de los afectos. Cristo dijo que el reino de los cielos vivía en nosotros. La República con todos y para el bien de todos es una realidad muchísimo menos ambiciosa que prefigura a esa otra. Llevarla como aspiración en nosotros mismos, en el culto a nuestra dignidad plena y la de todos los hombres, nos acerca efectivamente a ella. Esta aspiración ha de darle sentido a nuestra vida como nación y mientras más alta, mejores son los augurios porque ¿qué vida es más lamentable vivir sino aquella donde la realización de todas las aspiraciones ha vaciado su sentido?
La vida de Guy estaba pletórica de sentido, murió a los 38 en plena actividad el 2 de septiembre de 1953, mientras compilaba y editaba las Memorias del Congreso de Escritores Martianos del que fue Secretario General Adjunto. Pero aun podemos sorprendernos de él. El otro día, en la sala de mi casa, Almanza se asombraba de su destino: nacer en Francia, irse adolescente y regresar en pleno vigor al majestuoso escenario de Chaillot, para, en nombre de un pequeño país al otro lado del mundo, anunciar ante el concierto de las naciones aquellos derechos universales por los que su amada Francia se desangró, por los que su amada Cuba y todos los hombres de decoro habrán de seguirse desangrándose.
Ya estamos grandecitos, no solo como individuos, sino como pueblo, como epígrafe de la
historia humana, y va siendo hora de que asumamos ciertas responsabilidades y la primera, el respeto de nosotros mismos, nuestro natural decoro. No hay razón para no sentirse orgullosos de haber tenido hombres como Guy, Jorge, Manuel, Cosme, Mariano, o José Julián. No hay razón para no sentirse orgullosos de esta lista que podría hacerse mucho más extensa con una porción de humanidad cubana de variedad, riqueza y valía deslumbrantes. Todos comparten algo esencial con nosotros, somos cubanos, somos una comunidad de afectos e ideas con personalidad propia En la patria estaremos siempre aunque vivamos lejos de ella porque de los afectos que nos fundan es difícil prescindir. Pero aun podemos escoger en qué patria viviremos: en aquella desmemoriada y hostil, aquella en la que olvidamos y somos olvidados, postergados permanentemente, excluidos de nuestros derechos o en esta que, siguiendo su mejor vocación, la de estos hombres imprescindibles, quiere ser con todos y para el bien de todos.
Disertación en la 22 Peña del Júcaro Martiano, 26 de diciembre de 2015, Camagüey, Cuba, presentando el audiovisual “Con todos” (Dr. Rafael Almanza, 2015). En este audiovisual se puede escuchar completo el discurso de Pérez Cisneros en la tercera Asamblea General de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948, celebrando la creación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.