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Memorial del Testigo. Selección de poemas de Gastón Baquero

En el 23 aniversario de la muerte de Baquero en el exilio, selección de sus mejores poemas preparada por el poeta y editor Felipe Lázaro.

Gastón Baquero.
Gastón Baquero.

Gastón Baquero es una referencia recurrente un puente de unión— entre todos los poetas cubanos, residan dentro o fuera de la Isla, y su obra poética, su ensayística y su no menos importante periodismo cultural, se valoran en las letras hispanas como una de las grandes voces del pasado siglo XX.

"El orgullo común por la poesía nuestra de antaño, escrita en o lejos de Cuba, se alimenta cada día, al menos en mí, por la poesía que hacen hoy —¡y seguirán haciendo mañana y siempre!— los que viven en Cuba como los que viven fuera de ella. Hay en ambas riberas jóvenes maravillosos. ¡Benditos sean! Nada puede secar el árbol de la poesía” (Gastón Baquero, 1991).                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

QUÉ PASA, QUÉ ESTÁ PASANDO

 

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo del jardín

que las rosas acuden sin descanso.

Qué está pasando siempre bajo ese oscuro espejo

donde nada se oculta ni disuelve.

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo de la sombra

que las rosas perecen y renacen.

Que nunca se desmiente su figura,

que son eternas sombras, idénticos recuerdos.

Qué está pasando siempre bajo la tierra oscura

donde la luz levanta rubias alas

y se despliega límpida y sonora.

Qué está pasando siempre bajo el cuerpo secreto de la rosa

que no puede negarse el cielo temporal de los jardines,

que no puede evitar el ser la rosa, precisa voluntad, sueño visible.

Qué pasa, qué está pasando siempre sobre mi corazón

que me siento doliéndola a la sombra,

estorbándole al aire su perfil y su espacio.

Y nunca accedo a destruir su nombre,

y no aprendo a olvidarme, y a morir lentamente sin deseos,

como la rosa límpida y sonora que nace de lo oscuro.

Que se inclina hacia el seno impasible de la tierra

confiando en que la luz la está esperando, creándose la luz,

eternamente fija y  libertada bajo el cuerpo secreto de la rosa.         

(Poemas, La Habana, 1942).

 

                         

TESTAMENTO DEL PEZ

 

Yo te amo, ciudad,

aunque sólo escucho de ti el lejano rumor,

aunque soy en tu olvido una isla invisible,

porque resuenas y tiemblas y me olvidas,

yo te amo, ciudad.

 

Yo te amo, ciudad,

cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza

amenazando disolverte el rostro numeroso,

cuando hasta el silente cristal en que resido,

las estrellas arrojan su esperanza,

cuando sé que padeces,

cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos,

cuando mi piel te arde en la memoria,

cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces,

yo te amo, ciudad.

 

Yo te amo, ciudad,

cuando desciendes lívida y extática

en el sepulcro breve de la noche,

cuando alzas los párpados fugaces

ante el fervor castísimo,

cuando dejas que el sol se precipite

como un río de abejas silenciosas,

como un rostro inocente de manzana,

como un niño que dice acepto y pone su mejilla.

 

Yo te amo, ciudad,

porque te veo lejos de la muerte,

porque la muerte psa y tú la miras

con tus ojos de pez, con tu radiante

rostro de un pez que se presiente libre;

porque la muerte llega y tú la sientes

cómo mueve sus manos invisibles,

cómo arrebata y pide, cómo muerde

y tú la miras, la oyes sin moverse, la desdeñas,

vistes la muerte de ropajes pétreos,

la vistes de ciudad, la desfiguras

dándole el rostro múltiple que tienes,

vistiéndola de iglesia, de plaza o cementerio,

haciéndola quedarse inmóvil bajo el río,

haciéndola sentirse un puente milenario,

volviéndola de piedra, volviéndola de noche,

volviéndola ciudad enamorada, y la desdeñas,

la vences, la reclinas,

como si fuese un perro disecado,

o el bastón de un difunto,

o las palabras muertas de un difunto.

 

Yo te amo, ciudad,

porque la muerte nunca te abandona,

porque te sigue el perro de la muerte

y te dejas lamer desde los pies al rostro,

porque la muerte es quien te hace el sueño,

te inventa lo nocturno en sus entrañas,

pasearse en tus jardines con sus ojos color de amapola,

con su boca amorosa, su luz de estrella en los labios,

la escuchas cómo roe y cómo lame,

cómo de pronto te arrebata un hijo,

te arrebata una flor, te destruye un jardín,

y te golpea los ojos y la moras

sacando tu sonrisa indiferente,

dejándola que sueñe con su imperio,

soñándose tu nombre y tu destino.

Pero eres tú, ciudad, color del  mundo,

tú eres quien haces que la muerte exista;

la muerte está en tus manos prisionera,

es tus casas de piedra, es tus calles, tu cielo.

 

Yo soy un pez, un eco de la muerte,

en mi cuerpo la muerte e aproxima

hacia los seres tiernos resonando,

y ahora la siento en mí incorporada,

ante tus ojos, ante tu olvido, ciudad, estoy muriendo,

me estoy volviendo un pez de forma indestructible,

me estoy quedando a solas con mi alma,

siento cómo la muerte me mira fijamente,

cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,

cómo habita mi estancia más callada,

mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.

 

Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,

yo soy quien vela el trazo de tu sueño,

quien conduce la luz hasta tus puertas,

quien vela tu dormir, quien te despierta;

yo soy un pez, he ido niño y nube,

por tus calles, ciudad, yo fui geranio,

bajo algún cielo fui la dulce lluvia,

luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,

la aurora, lo nocturno, lo imposible,

el fruto que madura, el brillo de una espada,

yo soy un pez, ángel he sido,

cielo, paraíso, escala, estruendo,

el salterio, la flauta, la guitarra,

la carne, el esqueleto, la esperanza,

el tambor y la tumba.

 

Yo ye amo, ciudad,

cuando persistes,

cuando la muerte tiene que sentarse

como un gigante ebrio a contemplarte,

porque alzas sin paz en cada instante

todo lo que destruye con sus ojos,

porque si un niño muere lo eternizas,

si un ruiseñor perece tú resuenas,

y siempre estás, ciudad, ensimismada,

creándote la eterna semejanza,

desdeñando la muerte,

cortándole el aliento con tu risa,

poniéndola de espalda contra un muro,

inventándote el mar, los cielos, los sonidos,

oponiendo a la muerte tu estructura

de impalpable tejido y de esperanza.

 

Quisiera ser mañana entre tus calles

una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,

navegarte la dura superficie dejando el mar,

dejarlo con su espejo de formas moribundas,

donde nada recuerda tu existencia,

y perderme hacia ti, ciudad amada,

quedándome en tus manos recogido,

eterno pez, ojos eternos,

sintiéndote para por mi mirada

y perderme algún día dándome en nube y llanto,

contemplando, ciudad, desde tu cielo único y humilde

tu sombra gigantesca laborando,

en sueño y en vigilia,

en otoño, en invierno,

en medio de la verde primavera,

en la extensión radiante del verano,

en la patria sonora de los frutos,

en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,

laborando febril contra la muerte,

venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,

en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.

(Diez poetas cubanos, La Habana, 1948).

         

 

MEMORIAL DE UN TESTIGO

 

I

Cuando Juan Sebastián comenzó a escribir Cantata del café,

yo estaba allí:

llevaba sobre sus hombros, con la punta de los dedos,

el compás de la zarabanda.

 

Un poco antes,

cuando el siñorino Rafael subió a pintar las cameranas vaticanas

alguien que era yo le alcanzaba un poquito de blanco sonoro

      bermejo,

y otras gotas de azul virginal, mezclando y atenuando,

hasta poner entre ambos en la pared el sol parido otra vez,

como el huevo de una gallina alimentada con azul de Metilene.

 

¿Y quién les sostenía el candelabro a Mozart,

cuando simboliteaba (con la lengua entre los dientecillos de ratón)

los misterios de la Flauta y el dale que dale al Pajarero

     y a la Papagina?  

¿Quién con la otra mano, e tendía un alón de pollo y un vasito

     de vino?

 

Pero si también yo estaba allí, en el Allí de un Espacio escribible

     con mayúsculas,

en el instante en que el Señor Consejero mojaba la pluma de ganso

     egandino,

y tras, tras, ponía en la hojita blanca (que yo iba secando con

     acedera meticulosamente)

Elegía de Marienbad, anén de sus lágrimas.

 

         Y también allí, haciendo el palafrenero,

cuando tuvo que tomar de las bridas al caballo del Corso

y echar a correo Waterloo abajo. Y allí, de prisa, un tantito

     más lejos, yo estaba

junto a un hombre pomuloso y triste, feo más bien y demasiado

     claro,

quien se levantó como un espantapájaros en medio de un

     cementerio, y se arrancó diciendo:

Four score and seven years ago.

 

Y era yo además quien, jadeante, venía (un tierno gramo de ébano

     corre por las orillas de Manajata)

de haber dejado en la puerta de un hombre castamente erótico

     como el agua,

llamado Walterio, Walterio Whitman, si no olvido,

una cesta de naranjas y unos repollos morados para su caldo,

envío secretísimo de una tía suya, cuyo rígido esposo no consentía

     tratos

con el poco decente gigantón oloroso a colonia.

 

II

Ya antes de todo tiempo yo había participado mucho. Estuve

     presente

(sirviendo copas de licor, moviendo cortinajes, entregando

     almohadones, cierto, pero estuve presente),

en la conversación primera de Cayo Julio con la Reina del Nilo:

una obra de arte, os lo digo, una deliciosa anticipación del

     psicoanálisis y de la radioactividad.

 

La reina llevaba cubierta de velos rojos su túnica amarilla,

y el romano exhibía en cada uno de sus dedos un topacio

     descomunal, homenaje frustrado

a los ojos de la Asombrosa Señora. ¿Quién, quién pudo engañarle

     a él, azor tan sagaz, mintiéndole el color de aquellos ojos?

 

Nosotros en la intimidad le decíamos Ojito de Perdiz y Carita

     de Tucán,

pero en público la mencionábamos reverentemente como Hija

     del Sol y Señora del Nilo,

y conocíamos el secreto de aquellos ojos, que se abrían grises con

     el albor de la mañana,

y verdecían lentamente con el atardecer.

 

III

Luego bajé a saltos las escaleras del tiempo, o las subí, ¡quién

     sabe!

para ayudar un día a ponerse los rojos calzones al Rey Sol

     en persona

(la música de Lalande nos permitía bailar mientras trabajábamos):

y fui yo quien en Yuste sirvió su primera sopita de ajos al Rey,

ya tenía la boca sumida, y le daba cierto trabajo masticar el pan,

y entré luego al cementerio para acompañar los restos de Monsieur

     Blas Pascal,

que se iba solo, efectivamente solo, pues nadie murió con él

     ni muere con nadie.

¡Ay las cosas que he visto sirviendo de distracción al hombre

     y engañándole sobre su destino!

 

Un día, dejadme recordad, vi a Fra Angélico descubrir la luz

     de cien mil watios,

y escuché a Schubert en persona, canturreando en su cuarto

     la Bella Molinera.

 

No sé si antes o después o siempre o nunca, pero yo estaba allí,

     asomado a todo

y todo se me confunde en la memoria, todo ha sido lo mismo:

un muerto al final, un adiós, unas ceniza revoladas, ¡pero no

     un olvido!

porque hubo testigos, y habrá testigos, y si no es hombre será

     el cielo quien recuerde siempre

que ha pasado un rumoroso cortejo, lleno de vestimentas

     y sonatas, lleno de esperanzas

y rehuyendo el temor: siempre habrá un testigo que verá

     convertirse en columnilla de humo

lo que fue una meditación o una sinfonía, y siempre renaciendo.

 

IV

     Yo estuve allí,

alcanzándole su roja peluca a Antonio Vivaldi cuando se disponía

     a cantar el Dixit,

yo estuve allí, afilando los lápices de Mister Isaac Newton, el de

     los números como patitas de mosca,

y unos días después fui el atribulado espectador de aquel médico

     candoroso

que intentaba levantar una muralla entre el ceñudo

     portaestandarte Cristóbal Rilke                   

y la muerte que él, dignamente, se había celosamente preparado.

 

     Sobre los hombros de Juan Sebastián,

con la punta de los dedos, yo llevaba el compás de la zarabanda.

Y no olvido nunca,

guardo memoria de cada uno de los trajes de fiesta del Duque

     de Gandía, pero de éstos,

de estos rojos tulipanes punteaditos de oro, de estos tulipanes

     que adornan mi ventana,

ya no sé si me fueron regalados por Cristina de Suecia o por

     Eleonora Duse.

 

 

SILENTE COMPAÑERO

(Pie para una foto de Rilke niño.)

 

 Parece que estoy solo,

diríase que soy una isla, un sordomudo, un estéril.

Parece que estoy solo, viudo de amor, errante,

pero llevo de la mano a un niño misterioso,

que a veces crece de repente, y es un soldado aherrojado,

o es un hombre mayor meditabundo, un huésped del reino de los

     lúcidos,

y se encoge luego, se recoge hasta devolverse a la niñez,

con sus ojos denominables arcano, con su látigo inútil, con su

     estupor,

y este niño retráctil me acompaña, y se llama Rainiero en

     ocasiones,

y en otras el Presente, y el Caballero Huérfano, y el Soldado sin

     Dormir Posible,

y comulga con el comunicado mundo de ultratumba,

y conoce el lenguaje de os que abandonaron, condenados, el

     cuerpo,

y pelean a alma limpia por convencer a Dios de que se ha

     equivocado.

 

Parece que estoy solo en medio de esa fría trampa del

     universo,

donde el peso de las estrellas, el imponderable peso de Ariadna,    

es tan indiferente como el peso de la sangre,

o como el ciego fluir de la médula entre los huesos;

parece que estoy solo, viendo cómo Dios le da lo mismo

que la vida tome en préstamo la envoltura de un hombre o la

     concha de un crustáceo,

viendo lleno de cólera que Pergolesi vive menos que la estólida

     tortuga,

y que este rayo de luz no quiere iluminar nada,

y el sol no sospecha siquiera que es nuestro segundo padre.

 

Parece que estoy solo, y ese niño del látigo fláccido está junto a

     mí,

derramando como compañía su mirada sagaz, temerosa porque ha

     reconocido

el vacío futuro que le espera;

parece que estoy solo, y golpeándome el hombro está este niño,

este aislado de la multitud, lleno de piedad por ella,

que se inclina sobre el centro del misterio,

y golpea y maldice,

y hace estremecerse al barro y al arcángel,

porque es el Testimonio, el niño pródigo que trae la corona

     de espinas,

la verdad asfixiante del sordo y ciego cielo.

 

 Cuando yo mismo sueño que estoy solo,

tiendo la mano para no ver el vacío,

y esta mano real, ese concreto universo de la mano,

con destino en sí misma, inexorablemente creada para ser

     osamenta y ser polvo,

me rompe la soledad, y se aferra a la mano del niño, y partimos

hacia el bosque donde el Unicornio canta,

donde la pobre doncella se peina infinitamente,

mientas espera y espera, y espera , y espera,

acompañada por las rotas soledades de otros seres,

conscientes del misterio, decididos a insistir en sus preguntas,

reacios a morir sin haber encontrado la clave de esta trampa.

 

Parece que estoy solo,

pero llevo en derredor un mundo de fantasmas,

de realidades enigmáticas como el pan y la silla,

y ya no siento asombro de llamarme Roberto o Antonio

     o Segismundo,

o de ser quizá un árbol a cuyo pie descansa un peregrino

en cuya mente vive como metáfora de su realidad la persona que

      soy;

pues sé que estoy aquí, destruible pero ya

      irrevocable,

y si soy sueño, soy un sueño que ya no puede ser borrado;

y una lejana voz confirma todas las anticipaciones,

y alguien dice -¡no sé, no quiero oírlo!-

que de esta trampa ni Dios mismo puede librarnos,

que Dios también está cogido en la trampa, y o puede dejar

     de ser Dios,

porque la Creación cayó de sus manos al vacío,

tan perfecta y completa que el Señor, satisfecho,

se dedicó a crear otras creaciones,

y va de jardín celeste en jardín celeste, dando cuerda al reloj,

     atizando los fuegos,

y nadie sabe por dónde anda ahora Dios, a esta hora del día o de

     la noche,

ni en cuál estrella se encuentra renovando su curioso experimento,

ni por qué no deja que veamos la clave de esta trampa

la salida de este espejo sin marco,

donde de tarde en tarde parece que va a reflejarse la imagen

     de Dios

y cuando nos acercamos trémulos, reconocemos el nítido rostro

     de la Nada.

 

 Con ese niño del látigo en la mano voy hacia el amanecer o

        hacia el morir.

Comprendo que todo ya está escrito, y borrado, y vuelto a escribir,

porque la sucia piel del hombre es un palimpsesto donde emborrona

     y falla sus poemas

el Demonio en persona;

comprendo que todo está escrito, y rechazo esa lluvia sin cielo

     que es el llanto;

comprendo que nacieron ya las mariposas

que obligarán a palmotear de alegría a un niño que

     inexorablemente nacerá esta noche,

y siento que todo está escrito desde hace milenios y para milenios,

     y yo dentro de ello:

escrita la desesperación de los desesperados y la conformidad

     de los conformes,

y echo a andar sin más, y me encojo de hombros, sin risas y sin

      llantos, sin lo inútil,

llevando de la mano a este niño, silente compañero,

o soñándole a Dios el sueño de llevar de la mano a un niño,

antes de que deje de ser ángel,

para que pueda con el arcano de sus ojos

iluminarnos el jardín de la muerte.

 

 

RELACIONES Y EPITAFIO DE DYLAN THOMAS

 

Era como un biznieto de Federico Nietzche.

Era el acólito predilecto de Georges Sorel.

Era como el sobrino de Ernesto Hemingway.

Era el niño que lee a Splenger en lugar del Evangelio.

Era como el novio de Arturito Rimbaud.

Era el valet de chambre de Isidore Ducase.

Era el kinder compañero de Capote y de James Dean.

Era el office-boy de Arturo Strindberg.

Era el peor recuerdo de Oscar Wilde en París.

Era el robafichas de Dostoievski en Baden Baden.

Era el firma manifiestos de John Osborne.

Era el hijo secreto de Getrude Stein y Bertolt Brecha.

Era el cliente fijo de Freíd y María Bonaparte.

Era el pianista favorito de Bela Bartok.

Era el teen-agers que la noche cuelga en la 42.

Era el taquígrafo de Henry Millar y de Ezra Pound.

No nació en Gales: nació en un cuento de Williams, Tennessee.

 

Y con todo eso, un día, ¡chas!

Los bosques de Escocia sintieron caer un árbol

Que había sido muy remecido por el ventarrón de la poesía.

Y aquí yace, cubierto por la espuma de la cerveza

Y ahogado por la amarguísima leche de la vida,

                  Aquí yace, Dylan Thomas.

 

 

LOS LUNES ME LLAMABA NICANOR

 

Yo los lunes me llamaba Nicanor.

Vindicaba el horrible tedio de los domingos

Y desconcertaba por unas horas a las doncellas

Y a los horóscopos.

 

El martes es un día hermoso para llamarse Adrián.

Con ello se vence el maleficio de la jornada

Y puede entrarse con buen pie en la roja pradera

Del miércoles,

Cuando es tan grato informar a los amigos

De que por todo ese día nuestro nombre es Cristóbal.

 

Yo en otro tiempo escamoteaba la guillotina del tiempo

Mudando de nombre cada día para no ser localizado

Por la señora Aquella,

La que transforma todo nombre en un pretérito

Decorado por las lágrimas.

 

Pero ya al fin he aprendido que jueves Melitón,

Recadero viernes, sábado Alejandro,

No impedirán jamás llegar al pálido domingo innominado

Cuando ella bautiza y clava certera su venablo

Tras el antifaz de cualquier nombre.

 

Yo los lunes me llamaba Nicanor.

Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos

Ni cómo me tocaría hoy llamarme en vano.

(1965)

 

 

FÁBULA

 

Mi nombre es Filemón, mi apelllido Ustariz.

Tengo una vaca, un perro, un fusil y un sombrero;

vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo,

vivimos cobijados por el techo más alto:

ni lluvias ni tormentas, ni océanos ni ríos,

impiden que vaguemos de pradera en pradera.

Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido.

No dormimos dos veces bajo la misma estrella;

cada día un paisaje, cada noche otra luz,

un viajero hoy nos halla junto al río Amazonas,

y mañana es posible que en río Amarillo

aparezcamos justo al irrumpir el sol.

Somos como las nubes, pero reales, concretos:

un hombre, un perro, una vaca, un sombrero,

apestamos, queremos, odiamos y nos odian,

vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo

-Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido-;

los míos me acompañan, lucientes o sombríos,

pero con nombres propios, con sombras bien corpóreas,

seres corrientes, sueños, efluvios de una magia

que hace de lo increíble lo solo que creemos.

Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido;

somos materia cierta, cifras, humareda,

llevados por el viento, hambrientos de infinito,

un perro, una vaca, un palpable sombrero;

simples y sin misterio seguimos el viaje:

por eso yo declaro al tomar el camino,

que es Filemón mi nombre y Ustariz mi apellido

que la vaca se llama Rosamunda de Hungría,

y que al perro le puse el nombre de una estrella:

le digo Aldebarán, y brinca, y ríe, y canta,

como un tenor que quiere romperse la garganta.

 

(Memorial de un testigo, Madrid, 1966).

 

 

MANOS

 

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?

Te pregunto otra vez.

Vicente Huidobro

 

Me gustaría cortarte las manos con un serrucho de oro.

O quizás fuera mejor dejarte las manos en su sitio

Y rodearte todo el cuerpo con una muralla de cemento,

Con sólo dos agujeros precisos

Para que por ellos sacases las manos a que aleteasen,

Como palomas o como prisioneros de un rey implacable.

 

Tus manos estarían bien guisadas con tiernos espárragos,

Doradas lentamente al horno de la devoción y del homenaje;

Tus manos servidas por doncellas de cofias verdes,

Trinchadas por Trimalción con tenedores de zafiro.

Porque después de todo hay que anticiparse a la destrucción,

Destruyendo a nuestro gusto cuanto amamos:

Y si tus manos son lo más hermoso de tu cuerpo,

¿Por qué habíamos de dejar que pereciesen envejecidas,

Sarmentosas ya, horripilantes manos de anciano general o

     magistrado?

 

Procedamos a tiempo, y con cautela: un fino polvo de azafrán,

Unas cucharaditas de aceites de la Arabia perfumante,

Y el fuego, el fuego santificador, el fuego que perpetúa la belleza.

Y luego tus manos hermosísimas ya rescatadas para siempre.

Empanizadas y olorosas al tibio jerez de las cocinas:

¡Comamos y salvemos de la muerte, comamos y cantemos!

 

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? Creo que sí.

Por esto te suplico pases por el verdugo mañana a las seis en

     punto,

Y dejes que te cercene las manos prodigiosas: salvadas quedarán,

Habrá para ellas un altar, y nos reiremos, nos reiremos a coro,

De la cólera ya inútil de los dioses.

 

 

EL GATO PERSONAL DEL CONDE CAGLIOSTRO

 

Tuve un gato llamado Tamerlán.

Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,

y melodías de Schubert.

 

Viajaba conmigo: en París

le servían inútilmente en mantelitos de encaje Richelieu,

chocolatinas elaboradas para él por Madame Sevigné en persona,

pero él todo lo rechazaba,

con el gesto de un emperador romano

tras una noche de orgía.

 

Porque él sólo quería masticar,

hoja por hoja, verso por verso,

viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,

y escuchar incesantemente,

melodías de Schubert.

 

(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,

a Katherine Mansfield, y ella,

que era todo lo delicado del mundo,

tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,

melodías de Schubert.)

 

Tamerlán se alejó del modo más apropiado:

paseábamos por Ámsterdam, por el barrio judío de Amsterdam

     concretamente,

y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,

Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura

      en sus ojos,

y saltó al interior de aquel oscuro templo.

 

Desde entonces, todos los años,

envío como presente a la vieja sinagoga de Ámsterdam,

un manojo de poemas.

                  De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,

por la melancólica señorita llamada Emily,

Emily, Tamerlán, Dickinson.

 

 

JOSEÍTO JUAI TOCA SU VIOLÍN EN EL VERSALLES

DE MATANZAS

 

Cuando el niño Joseíto Juai tocaba el violín en el patio de la casa,

el gallito malatobo,  el filipino, y el valenciano,

enarcaban sus cuellos y cantaban el quiquiriquí

de las grandes fiestas,

creyendo que había llegado el mediodía.

 

Dale que dale el niño, en su éxtasis,

entraba y salía sin cansancio de las melodías,

con el paso ligero de un enanito vestido de rojo

que corretea por el bosque y tararea

cancioncillas de los tiempos de Shakespeare,

y hace jubilosa cabriolas en festejo del sol,

porque él vive tan sólo de lo luminoso y lo diáfano,

y ama más que nada la luz convocada por el violín de este niño.

 

Cuando Joseíto Juai tocaba su violín, allá en el Versalles de

     Matanzas,

las mariposas se detenían a escucharle,

y también las abejas, los solibios, los sinsontes clarineros,

el tomeguín comedido, y las palomas, ¡siempre las palomas!,

las altísimas y las grises, con ese cuello que tienen

tan cuidadosamente irisado por los pinceles de Giotto.

 

Cuando ese niño tocaba su violín,

la puesta de sol se hacía lenta, llena de parsimonia,

porque el Señor del Mediodía no aceptaba perderse ningún sonido,

y sólo se decidía a hundirse en la extensión del horizonte

cuando la madre tomaba de la mano al niño y le decía:

-“Ya está bien de estudiar, que va a enfriarte el relente de la

     tarde;

deja por hoy tu violín: mañana volveremos a vivir en el reino de

     la luz,

y volverá el gallito malatobo a cantar su quiquiriquí de gloria”.

 

(Magias e invenciones, Madrid, 1984).

 

 

CON VALLEJO EN PARÍS –MIENTRAS LLUEVE

 

Metido bajo un poema de Vallejo oigo pasar el trueno y la centella.

“Hay bochinche en el cielo” dice impasible el indio acorralado

en callejón de París. Furiosa el agua retumba sobre el techo

blindado del poema. Emprésteme Abraham, le digo, un

      paraguas, un cacho

de nube seca como el chuño enterrado en la nieve. Estoy harto

de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir, de la

     frente al talón.

Alguien tiene que tenderme una mano que sea como un túnel

por donde al final no haya un cementerio. Dígame, Abraham,

cómo se las arregla para parir el poema que es ruana recia del

     indio,

y es al mismo tiempo hombreante poema panadero, padrote,

     semental poema.

Me cobijo, me enclaustro, me escabullo amigo Abraham en ese

     parapeto

de un poema suyo donde se puede agüaitar, arriba, el paso del

     hambre

que sale por el mundo a comerse gente carniprieta, a devorar

pobres y más pobres, requetecienmil pobres tiritando de hambre.

Oiga, Abraham, llamado César como un emperador de toga negra

     y corona

de espinas, ¿cómo se las arregla para tristear sus poemas, si

     nunca cesa

de llover miseria humana, y se nos tuercen todos los tacones

de los viejos zapatos, y el agua cala impiadosa los remiendos del

     poncho?

Y qué risa me da que use usted nombre de imperial romano.

     Usted

tendría que llamarse eternamente Abel o Adán, pero Abraham

      está bien:

la mamacita de usted le llamaba Abrancito y le decía niño no

     pienses tanto,

que en el pobre pensar no sirve para nada, pensar es sufrir más.

 

                                           Oiga lo que le digo, Abraham:

tanta hambre paso en París que voy al Louvre a comerme el pan

     y los faisanes

de un bodegón holandés. Le arrebato a un hombre de Franz Hals

     un jarro

de cerveza y me harto de espuma. Salgo del museo limpiándome

     el hocico

con el puño cerrado y digo ¿cuándo parará de llover en este

     mundo, cuándo

en el techo de los pobres no rebotarán más piedras y lloverá maíz

     en vez de luto?

Y agarro el bastón de Chaplin, me subo el cuello de la chaqueta y

     salgo

en busca de un refugio, de un cobijo donde pasar lo que reste de

     llanto.

Me siento a caminar por la tristura y vengo aquí al providente

     amigo

a pedirle emprestado un jergón para echarme a dormir, déjeme

por un siglo no más un poema suyo, testicular semilla, antihambre

     poema,

antiodio poema vallejiano, déme un alarido sofocado por miedo al

     carcelero,

un alarido en quéchua o en mandinga, pero con techo y suelo

     donde echarse a morir,

digo, a dormir, me contradigo, me enrosco, me encuclillo, vuelvo a

      ser feto

en el vientre de mi madre; me arrebujo y oigo su rezongar andino

      sollozante:

a París le hace falta un Aconcagua, y voy a lloverle a Dios sobre

      su misma cara

el sufrimiento de todos los humanos.

 

                                                            Alguien dice carcasse

y yo digo esqueleto. Hasta de espaldas se ve que está llorando,

     pero empresta

el refugio piadoso que le pido, y me echo a morir, digo, a dormir,

     acorazado

por el poema de Abraham; de César, digo; quiero decir, Vallejo.

 

 

MANUELA SÁENZ BAILA CON GIUSEPPE GARIBALDI

EL RIGODÓN FINAL DE LA EXISTENCIA

 

Para Carlos Contramaestre y

Salvador Garmendia

                                                I

El mar ya estaba acostumbrado a adormecerse junto al puerto de

     Paita

con la cantinela armoniosa de aquella voz de mujer hecha

     seguramente

al mando y  a la declaración impetuosa de sus pasiones.

                                Aquella voz

entraba en el mar con la autoridad de quien está acostumbrado

a dominar los cueros y las almas de los hombres, mujeres,

     caballos,

arcabuces, espadas.

                                Párrafos enteros de Plutarco

fascinaban desde aquel violoncelo los entresijos del mar, y los

     peces de Paita,                                       

 familiarizados con páginas de Tácito y cartas de Bolívar,

iban y venían por el océano del Sur,

como van y vienen llenos de orgullo por su belleza

los leopardos de Kenia.

                                      La mujer de voz de contralto

decía poemas, repetía proclamas y ardientes textos de amor

que le enviara un hombrecito endeble pero resistente a

     extinguirse,

un hombrecito fosforescente de quien ella había sido

la esposa y el marido, la emperatriz y la esclava.

          

                                               Atónito el mar le escucha decir:

“Porque diciéndole en una ocasión Temístocles a Arístides que

la dote mayor de un general era

prevenir y antever los designios enemigos, respondíale Arístides:

“Bien es merecido esto, ¡oh, Temístocles, pero lo esencial y loable

en quien manda es conservar puras las manos!”.

 

                                                                         Y los ecos del mar                                           

 paseaban por el firmamento, desde el sillón de ruedas de la mujer

     de Paita,

palabras de Alejandro o repetían: “El sol, suspenso en la mitad

     del cielo

aplaudirá esta pompa. ¡Oh sol, oh padre!” Y a veces,

el mar se quedaba ensimismado, porque Manuela, vistiendo con

     gran gala

su uniforme de Coronel de Ayacucho congregaba

con suave autoridad a los niños indios y negros y mulatos de Paita,

y acompañada a la quena por un ciego cantaba en voz de plata

un grave himno, el que escribiera un viejo amigo suyo,

un hombre como ella infortunado, golpeado, despreciado,

                                    quien sin embargo

sacaba de su pecho y retumbaba más que Píndaro un discurso,

para cantar las Armas y las Letras de los siglos dichosos.

 

                                             II

Una tarde ya casi anochecida callaron los conjuros sobre el mar.

Fue empujada suavemente la puerta, la del solitario vacío

de aquella alma de aleteante gaviota. Bellos ojos en llama,

carbunclos con el mirar del otro, del Bolívar de fiebre

la envolvieron, y el torbellino de la cabeza rubia

vistió de oro las entrañas de la anciana, colgando en los salones

    de su alma

recamadas cortinas, tapices con escenas de amor, vergeles de

     erotismo.

Diciendo un verso de Poliziano en su lengua nativa entró el

     Desconocido:

Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano, vengo a

     suplicarle

que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que Él adoró.

      Dante

nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo

     prohibido.

Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que

     su cuerpo

pase al mío el calor de aquel Hombre, su furia infantil para hacer

      el amor,

su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y

      cubrirla de hijos.

 

La levanto, la arranco de esa silla de ruedas que es el trono

de la viuda misma de Dios, la paseo en mis brazos, la llevo

       hasta el mar,

la balanceo al compás de un rigodón. Sus senos vuelven a ser

       erectos

como espuelas que elevan hasta el cielo el frenesí del deseo.

 

                                                                             Voy a poseerla

como nunca hombre alguno poseyera a Thais o a Ninon. Sólo le

      ruego,

Doña Manuela, Doña Manuelita, que piense usted en Bolívar

      mientras tanto,

que imagine hallarse entre sus brazos, sentirlo enloquecido

      por el fuego

que tiene usted encendido para siempre. Aquí estoy desnudo ante

      usted,

me llamo Giuseppe, Giuseppe Garibaldi, quiero ser para usted

       únicamente

el joven que bailaba como nadie el rigodón en las fiestas de Quito.

 

                          El joven

que sólo aherrojado por los brazos de usted alcanzó a descubrir

el sabor y el perfume de la vida.

 

OSCAR WILDE DICTA EN MONMARTRE A TOULOUSE-LAUTREC

LA RECETA DEL COCKTAIL BEBIDO LA NOCHE ANTES

EN EL SALÓN DE SARAH BERNHARDT

 

(Según Roland Dorgeles, en casa de Sarah

bebieron esa noche un raro cocktail. Un hombre

preguntó cómo se hacía. Y Sarah dijo:” Este es

un secreto de Oscar. Oscar, ¿querría usted darle

en privado la receta a mi dulce amigo el señor

de Toulouse-Lautrec?”)

                                                      

“Exprima usted entre el pulgar y el Índice un pequeño limón verde

traído de la Martinica. Tome el zumo de una piña

cultivada en Barbados por brujos mexicanos. Tome

dos o tres gotas de elixir de maracuyá, y media botella

de un ron fabricado en Guayana para la violenta sed

de nuestros marinos, nietos de Walter Raleigh.

Reúna todo eso en una jarra de plata, que colocará

por media hora ante un retrato de la Divina Sarah.

Luego procure que la mezcla sea removida

por un sirviente negro con ojos color violeta.

Sólo entonces añadirá, discretamente,

dos gotas de licor seminal de un adolescente,

y otras dos de leche tibia de cabra de Surinam,

y dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí,

que vosotros llamáis sésamo, y Haroum-Al-Raschid llama tajina.

Convenientemente refrescado todo eso,

ha de servirlo en pequeños vasos de madera de madera

de caoba antillana, como nos lo sirviera anoche

la Divina Sarah. Y nada más, eso es todo: eso,

Señor Toulouse, es tan simple

como bailar un cancán en las orillas del Sena”.

 

(Poemas invisibles, Madrid, 1991)

 

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Nota:

 

Esta selección de poemas de Gastón Baquero conforma el Apéndice de la 5ª edición del libro Conversaciones con Gastón Baquero (Betania, 2019), que se puede adquirir en AMAZON.

Para esta  breve selección de poemas de Gastón Baquero, he usado —principalmente— dos antologías. Me refiero a  Poesía completa de Gastón Baquero (Madrid: Verbum,  1998 y 2013) y a Gastón Baquero, la patria sonora de los frutos (La Habana: Editorial Letras Cubanas,  2001), selección, prólogo, notas y compilación del Apéndice de Efraín Rodríguez Santana.  También he revisado otras dos antologías que merecen ser mencionadas: Gastón Baquero. Poesía Completa, 1935-1994 (Salamanca, Fundación Central Hispano, 1995), edición a cargo de Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart, y Gastón Baquero. Palabra inocente. Antología poética, 1935-1997 (Madrid: Visor, 2017), edición a cargo de Carlos Javier Morales.  F. L.

Gastón Baquero (Banes, 1914 – Madrid, 1997). Poeta, ensayista y periodista cubano. Doctor en Ciencias Naturales e ingeniero agrónomo por la Universidad de La Habana. En la capital cubana colaboró en las revistas literarias Verbum, Espuela de Plata y Poeta, y fundó los cuadernos poéticos Clavileños. Vinculado a la generación de la revista Orígenes, encabezada por José Lezama Lima. Fue Jefe de Redacción del Diario de la Marina, uno de los más prestigiosos periódicos cubanos, y académico correspondiente de la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba.

Se exilió en 1959 y, desde entonces, residió en Madrid, donde trabajó en el Instituto de Cooperación Iberoamericana y en Radio Exterior de España; además de ejercer como profesor en la Escuela Oficial de Periodismo. Como periodista fue asiduo colaborador de periódicos y revistas, tanto cubanas y españolas, como del mundo hispano. 

La Universidad Pontificia de Salamanca publicó Celebración de la existencia. Homenaje internacional al poeta cubano Gastón Baquero (Salamanca, 1994) y la Fundación Central Hispano editó dos tomos con su obra poética y ensayística: Gastón Baquero: Poesía y Prosa (Madrid, 1995).

Su poesía ha sido analizada en Lo cubano en la poesía (La Habana, 1958 y 1970) de Cintio Vitier, en Estudios de la poesía cubana contemporánea (Nueva York, 1967) y en Diez años de poesía cubana (Madrid, 1972), ambas de José OIivio Jiménez.

 

Felipe Lázaro

Poeta Felipe Lázaro en revista Árbol Invertido

(Güines, 1948). Poeta, narrador y editor cubano. Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Graduado de la Escuela Diplomática de España. Máster en Administración de Empresa por el Instituto de Empresa de Madrid.

Desde 1987 dirige la editorial Betania en España. Obtuvo la Beca Cintas (1987-88). Sus últimos títulos publicados son: el libro de relatos Invisibles Triángulos de Muerte. Con Cuba en la memoria (2017), la 5º edición de Conversación con Gastón Baquero (2019) y Tiempo de exilio. Antología poética (4º edición, 2021) que se pueden adquirir en AMAZON.

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