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La oposición y las elecciones en Cuba, una crítica constructiva

Póster de Martí con propaganda sobre elecciones en Cuba 2018
Póster de Martí con propaganda sobre elecciones en Cuba 2018 | Imagen: Francis Sánchez
Martí en un póster de las elecciones de 2018. | Imagen: Francis Sánchez

Casi inexistentemente transcurre la crítica en la oposición cubana. La descalificación ligera, el insulto engañoso, son frecuentes en la propagada oficial que busca liquidar a sus enemigos rápido. Pero, el análisis discutidor y la indagación son en verdad rarísimos hacia los disidentes.

Admitamos que vivimos circunstancias excepcionales, tanto para el desempeño político de la oposición como para su crítica. Durante años el gobierno ha evocado falsamente una situación de guerra imperialista donde él se presenta como victima frente al Goliat americano, cuando la realidad, en cambio, ha sido mucho más miserable y hasta más clásica: pertenecemos, en verdad, a la tradición romana de dictaduras que evocan un enemigo exterior para consolidarse.

Un combate desigual tiene lugar dentro de la isla, en efecto, pero las proporciones son inversas a las que el discurso oficial anuncia y el gobierno es inmenso frente a sus contrincantes triviales y desprovistos. Los bandos que se enfrentan son una extendida organización gubernamental dedicada a la inteligencia, por una parte, y por la otra aquellos ciudadanos que se atreven a desafiarla (en buena lid, el resto de nosotros, aislados, pertenece al otro bando).

Erik Jennische ha comprobado que una de las principales tareas de esa organización militar llamada “Seguridad del Estado” es la difamación de los civiles que la enfrentan. De manera que, ante ese ataque, se pone en funcionamiento entre nosotros una especie de solidaridad velada y espontánea que es más un estado general de aquiescencia que una unión real. Ante la acometida de la propaganda oficial, elegimos no negar públicamente a los otros, a los de nuestro bando, por “no darle armas al enemigo”.

Sin embargo, si las circunstancias nos fuerzan a excluir la crítica, no será esto algo que ayude a las circunstancias. Es posible que en algún momento excepcional de la historia hubiera que callar, pero en ningún caso ocurrió para bien de la historia. La ausencia de crítica, hasta donde alcanzo, sólo puede conducir a un estado de complacencia y letargo similar al que reina en el territorio oficial. Entiendo que ejercerla hoy con respecto a la oposición ya no entraña el peligro y el sinsentido de antes. Hace dos décadas era tan escaso el margen de acción de los opositores que no llevaba caso criticarlos, si apenas por divulgar un texto iban a la cárcel por cinco años. Aunque hoy continúa sobre ellos el metódico acoso de la Seguridad del Estado, la envergadura de sus proyectos ha crecido, se hacen más regulares, han ganado espacios y estabilidad. Un examen responsable de su actividad no sólo es posible, sino hasta deseable, si pensamos en su adelanto. Como valor añadido a este impulso que sería la crítica, tendríamos la comunicación y el entendimiento con la gente, quienes probablemente vean formuladas sus preguntas en el análisis y encuentren provecho en el gesto de ventilar al aire libre la actividad de la oposición, aún misteriosa (no lo subrayo demasiado) para la mayoría de los habitantes de la isla. ¿No fue por creer en la crítica, después de todo, que fuimos expulsados de Roma y ahora erramos en el in-silio?… Y aquí detengo el preámbulo, que ya se va pareciendo al exordio que hay que hacer para criticar alguna leve cosa dentro de la Revolución —cuando se enfrenta a un enemigo, también se corre el riesgo de imitarlo—.

 

II

En 2018 se esperaba que una consabida Asamblea Nacional designara a un previsto “nuevo presidente de Cuba”, cuyo nombre sólo sorprende a los distraídos simpatizantes de la Revolución en el extranjero. Con motivo de las elecciones populares para ese obediente Parlamento (en Cuba, ¿lo recordaremos?, no se vota por el presidente), varios grupos opositores de diversas tendencias pusieron en marcha iniciativas que proponían desde el diálogo con el poder hasta el desafío más drástico. La acción más extendida en tiempo y en el espacio fue sin duda #Otro18, proyecto lanzado en 2015 que llegó a distribuir más de 170 activistas por toda la isla. Esta iniciativa aspiraba a presentar candidatos disidentes a las asambleas municipales del Poder popular que llevaran la agenda de la inconformidad al gobierno. Le siguió en envergadura Cuba Decide, que pedía a los cubanos marcar la boleta electoral con la palabra “plebiscito” o bien “Cuba Decide”, seguida por #MasCastrismoParaQué, que deploraba la asistencia a las urnas en general y convocaba a abstenerse de votar. Todas debieron funcionar dentro de las difíciles condiciones que prepara la Seguridad del Estado para aquellos que emprendan el desafío, factor innegable que afectó sin duda el resultado de cada campaña. Sin embargo, la intervención de este vasto enemigo no debió ser total y en ciertas etapas del proceso es probable que no incidiera directamente, como por ejemplo en el momento del diseño de la acción. De manera que un “deslinde de responsabilidades”, es posible.

Podemos reconocer que, pese al enemigo, en cada campaña se respiró un aire de irrealidad y se sintió un sabor de lo inacabado que les fueron propios e intentaré examinar:

De #Otro18 se ha hablado bastante. Se ha discutido si en definitiva legitimaba el sistema electoral al ceder a él presentando candidatos. Es un debate importante, que ganará relevancia en la Cuba futura, cuando nos acerquemos, quizás, a una puesta en escena semejante a la de Venezuela, donde el gobierno propicia opositores dóciles que lo acompañen, pero que no atenderé en este momento por no considerar ese peligro inminente para Cuba. Ningún candidato de #Otro18 iba a llegar al gobierno siquiera en el barrio. En la Cuba de hoy, el poder no concibe la menor confrontación pública y con ferocidad ataca a cualquier ciudadano que ose una protesta callejera (y hasta una diría que se sabe desprovisto para el reto). Ahí radicaba, de hecho, la dosis de irrealidad de #Otro18: en admitir teóricamente que la casta gobernante de Cuba aceptaría algo distinto a ovaciones largas y cerradas en sus asambleas municipales, provinciales, y mucho menos en la nacional. “Algo harán para impedirlo”, decíamos convencidos, y, efectivamente, vimos cómo la Seguridad del Estado fue minuciosa en evitar que cada aspirante de #Otro18 llegara a ser nominado, que muchos activistas llegaran incluso, físicamente, a la reunión misma de nominación en sus barrios. De manera que la ambición participativa del proyecto se comprobó inalcanzable. Sin embargo, y paradójicamente, podemos decir que precisamente en esta idea de la intervención electoral radicaba el gran potencial propagandístico y pragmático de #Otro18. Teóricamente apostaba a la ingenuidad, es cierto, pero en la práctica se acercaba a la gente (y el balance, en mi opinión, los favorece).

En efecto, la idea de la participación electoral no es extraña en las calles. No tenemos encuestas para verificarlo —ni podemos esperar por ellas—, pero nos sorprendería el número de cubanos, indoctos en sutilezas teóricas, que proponen desde su candor la misma cosa. En lo personal, temerosa de las aserciones, puedo decir que lo he escuchado toda mi vida: “¿Y por qué la oposición no se presenta a las elecciones?”, como quien descubre algo admirable. No importa que al mismo tiempo este descubridor sienta en lo íntimo de su ser que las elecciones serán trucadas y que los gobernantes harán de todo para mantenerse en el poder (la búsqueda de la coherencia es infrecuente porque hace sufrir y nuestro adelantado convivirá con su contradicción, distraída, pero tercamente), la gente entendería #Otro18, lo cual ya es decir bastante de un proyecto opositor.

Además de comprensible, el espectáculo de una oposición acudiendo en masa a las elecciones, habría enviado el mensaje de que existe un movimiento lo suficientemente organizado como para competir en el terreno político a la gente. De manera que la ventaja de #Otro18 no radicaba en legitimar o no el sistema —acatando elecciones o descubriendo el fraude final—: con un pueblo tan adormecido como el cubano, esa discusión no debería anteponerse a la mera premisa, urgente, de que despertemos. #Otro18 concibió un lugar válido para desperezarnos que quizás no fuera el ideal teórico del rechazo, como dicen sus críticos, pero que podía funcionar (querer empezar por el final, de hecho, puede ser la fórmula para no moverse). La ganancia de #Otro18, en definitiva, estaba en su capacidad para poner a la oposición en el imaginario colectivo, haciendo algo que por fin resultara comprensible y cercano para la gente. Su capacidad de llegar al pueblo era su ventaja.

Desgraciadamente este beneficio no se explotó y la iniciativa #Otro18 discurrió con una discreción casi enigmática. Por la prensa independiente sabíamos de activistas reprimidos aquí y allá, pero no del avance de la campaña ni de sus accidentes estratégicos en general. Un escueto sitio web y una muy poco actualizada página de Facebook fueron sus albergues en Internet. Apenas recuerdo un video propagandístico. Calculo que hubiera sido útil, por ejemplo, un mapa de campaña que nos permitiera ubicar en los barrios a los activistas y entender su progreso, esperarlos, saber si un día determinado, al doblar de la esquina, alguno pretendía ir a una asamblea…

Quizás los organizadores tomaron muy al pie de la letra la prohibición de hacer campaña electoral política en Cuba. Pero, incluso esa ley no impide la divulgación de un proyecto general o de circunstancias electorales —ventaja que explota incansablemente la Revolución, por no ir más lejos—.

Cuba Decide quiere hacer un plebiscito donde el pueblo responda si prefiere elecciones justas y transparentes, libertad de expresión, de prensa y de asociación, y, en fin, los valores de la democracia moderna. Para las elecciones de 2018 pidió a la gente que escribiera en la boleta la palabra “plebiscito” o bien “Cuba Decide”. Sus críticos observan dos flaquezas en el propósito: la primera es que somete a votación derechos que deberían darse por sentado; lo segundo, es el fracaso que sería organizar una consulta bajo el control del régimen, un plebiscito que discuta precisamente su permanencia en el poder y sea por tanto objeto de su fraude. En su página web, Cuba Decide se defiende alegando que la consulta se realizará en condiciones de transparencia y no bajo los términos de un gobierno tramposo. Si esto es así, entonces la discusión se habría desviado y la pregunta del plebiscito resultaría tan buena como cualquier otra, porque no iba a ser lo importante. Si el referéndum que sueña Cuba Decide se realizara en democracia, ya estaríamos en democracia, y la pregunta de si la indagación sobre si la preferimos o no sería mero trámite formal. Pero, nos desviamos hacia el concepto de la iniciativa y lo que nos interesa ahora es su papel en las elecciones.

Pongamos que asumen la pregunta del plebiscito como un acicate, como una simple marca en el paisaje que señalaría la meta. El problema de pedir a los cubanos que escriban “plebiscito” en la boleta electoral es que esta acción corresponde al final de un proceso que nunca ha tenido lugar. Antes de que muchos cubanos apuesten valientemente por el plebiscito de Cuba Decide debió ocurrir un camino persuasivo que comprendiera no sólo la propuesta específica del proyecto, sino nuestra complejidad sociológica frente a las urnas. Los cubanos no estamos esperando una iniciativa, una nueva idea original para desplegar nuestro activismo político: los cubanos necesitamos primero convencernos de que vale la pena comprometerse en algún activismo y apostar por vivir en Cuba, antes de salir huyendo en estampida, que es lo que hacemos.

Por su baja intensidad podemos concluir que #MasCastrismoParaQué consistió menos en una campaña que en la propagación de un concepto político. Surge, presumiblemente, en discusión con Cuba Decide, que Estado de Sats —promotor de la iniciativa— consideraba “una ilusión” y con #Otro18, que Estado de Sats consideraba propicia al gobierno. Contrario a esto, #MasCastrismoParaQué proponía la abstención al voto, que haría notorio y definitivo el desdén de los cubanos por el gobierno, y pedía además que cada cual se convirtiera en un activista autónomo y responsable en la lucha por la democracia. De esta manera repetía y amplificaba la urgencia que caracterizó a Cuba Decide, agravándola con la solicitud, no ya de una manifestación secreta del ciudadano (como sería el voto), sino de una declaración pública, al aire libre, con motivo de unas elecciones estatales. Estados de Sats nos postulaba súbitamente comprometidos, abiertamente belicosos, al escuchar el llamado de #MasCastrismoParaQué.

Obviamente, el día en que cada uno de nosotros deje de cooperar con el régimen, el día en que nos atrevamos a decir en público eso que decimos en privado, será el principio del fin del castrismo. Lamentablemente, estamos aún bastante lejos de ese día y el reto del activista consiste, en todo caso, en encontrar la forma de llegar a él partiendo de las condiciones reales del terreno (no del ideal teórico). Me temo que con solo indicar cuál es la actitud correcta no va a ser suficiente.

 

Boleta electoral Cuba 2018
Boleta electoral Cuba 2018
Boleta electoral, Cuba, 2018.

 

III

La realidad, que tan despiadadamente nos ignora, es que hasta la fecha el gobierno no ha necesitado manipular los resultados de las elecciones porque la gente en Cuba no sólo vota, sino que se levanta temprano para votar, como pide la propaganda, y marca la casilla que prefiere el gobierno. Después regresan a sus casas y se ponen a ver los programas de la televisión de Miami que copiaron del Paquete o por la clandestina antena parabólica.

La ley en Cuba permite que, al cierre de los colegios electorales, cualquier ciudadano se acerque a atestiguar el conteo de votos en su barrio. Si un activista de la oposición anuncia a viva voz que va a “observar” las elecciones, es probable que atraiga sobre sí la represión de la policía política, que reacciona como autómata. Pero, si uno les pasa por el lado sin aspavientos, te dejan estar y presencias el conteo sin dificultad. Hace años tengo la costumbre de dejarme caer de vez en cuando a la hora de computar votos en mi circunscripción y atestiguo el evento. La diferencia entre lo que veo y lo que dicen las cifras oficiales para La Habana no es mucha (dos o cinco puntos). Diario de Cuba, en las elecciones pasadas, realizó una encuesta entre activistas observadores del proceso y tampoco halló alarma en los números (salvo en un caso). El mismo fenómeno confirma la plataforma independiente ODE (“Observadores de Derechos Electorales”).

Tenemos entonces que aproximadamente un 80% de la gente de mi barrio fue a votar, lo mismo pasó en La Habana, y parecido en el país (85%). De ellos, para el puesto de Diputados, solo el 5.53% dejó las boletas en blanco o las anuló y un 80% de las papeletas depositadas en las urnas votaban por todos los candidatos de una vez, o sea, marcaron el “voto unido”, que es la apoteosis de obediencia hacia el gobierno.

Pongamos ahora que del 20% de personas que no fueron a votar, ninguno tuvo problemas personales o anduvo de viaje, sino que todos se declararon abiertamente en apatía, que el 20% de la población desafió al poder absteniéndose y un 5.58 % estropeó en silencio la boleta ¿Significa esto que el 75% del pueblo apoya a la Revolución? No lo creo.

Explorar las causas de esta incongruencia debe ser entonces misión principal para cualquier empresa que quiera lidiar con las elecciones, entender a los cubanos de hoy e incidir en su contexto. ¿Qué hace que una persona sola ante el papel el blanco, queriendo decir que no, ceda finalmente, en secreto, y obedezca?

Mi primer encuentro con esa pregunta ocurrió hace muchos años en mi barrio. Sucedía entonces que un grupo de veinteañeros se sentaba todas las tardes, digamos en el parque de La Copa, a hablar mal del gobierno. Era época de hambre, era época de apagones y nada que hacer. Esos jóvenes frustrados descargaban su ira en los alrededores: en la guagua que no pasaba, en el dirigente con gasolina que escapaba al primer fallo eléctrico, hasta en las mentiras del noticiero... Criticaban tanto y con tanto fervor que daba miedo.

Llegó el día de unas elecciones muy esperadas porque (sentía yo) “la cosa” estaba tan mala que era imposible que el pueblo no se revelara por esa vía. Ese fue el primer año en que asistí como testigo al conteo de votos de mi circunscripción para comprobar que no nos hicieran trampa. Comprobé muy bien que apenas un 15% de los votos en las urnas se habían rebelado negando el proceso entero o inculpándolo. Comprobé que hubo una participación de más del 90% y la gran mayoría había votado por todos, “que es votar por la Revolución”. Es así que, espantada de todo, me dirigí al parque de La Copa, donde seguramente encontraría a los jóvenes vecinos amotinados para compartir con ellos el azoro hacia la mansedumbre vecinal que nos rodeaba. Ellos también habían votado, supe en cuanto llegué al parque. También habían hecho acto de presencia en el colegio, y de ninguna manera habían garabateado consigna alguna clandestina en la boleta o despachado en blanco su apatía, sino que habían hecho su cruz correctamente (no me atreví a preguntar si “por todos”), habían depositado tiernamente la boleta en la urna, y habían regresado al parque a repasar ceñudos los alrededores.

Yo podía entender que hubieran ido a votar (porque uno necesitaba un aval del CDR para la escuela de cocineros que quería, porque el otro necesitaba una recomendación para el permiso de salida, etc.) pero ¿¡votar bien!? “Había cámaras” fue la respuesta colectiva que recibí de los muchachos allí reunidos esa tarde y ellos “no eran bobos”, añadieron entre señas de obviedad y complicidad que se hicieron entre ellos.

De nada valieron mis juramentos y datos para desmentir tamaño despliegue invisible de vigilancia en todo el país, para el que habría hecho falta una cantidad de recursos impensable y, además, cargar con el riesgo de que cualquiera del barrio lo descubriera y allí mismo se formara el escándalo. No: detrás de la humilde cortina en la cabina electoral no había cámaras. Entonces había, titubearon mis vecinos a la media hora, “la manera de reconocer las boletas” ¡Eso! Las boletas estaban marcadas de alguna manera para que al final se supiera lo que votó cada quien. “¿Para qué crees que te piden tu nombre y tu número de carné de identidad cuando entras, lo anotan, y solo después te dan la boleta?”, preguntaron con astucia.

Yo volví a mi casa cabizbaja. Confundida y angustiada pregunté a una persona de confianza que había estado en la mesa de votación si las boletas tenían un número de serie y me juró que no. La temporada siguiente me demoré una hora dentro de la cabina delante del papel en blanco para descubrir alguna señal, algún leve numerito o marca que delatara el truco de identificarlas. Regresé al parque en franca pendencia con mis vecinos, convencida de que nadie observaba nuestro voto, con el fin de persuadirlos. Por conclusión diré que ellos quedaron con la idea de que yo era muy crédula, muy ingenua, sin ceder un ápice en su imaginación. No pude disuadirlos de que nadie sabe lo que votan. Pensé: quizás si lo dijera un periódico, o una televisora lo creerían, pero mientras se lo diga yo, la hija del carpintero, no lo van a saber. Nadie es profeta en su barrio.

Simpatizantes o no del régimen, la gran mayoría de los cubanos se cree vigilada o se pronostica vigilada si da determinados pasos. Ese miedo propio de los regimenes de terror totalitario también es creativo: como cualquier otro temor inventa fantasmas, cree fervientemente en ellos, y estos a su vez expanden su territorio incorporándose a la realidad de una manera a veces irrisoria, aunque no menos “real”. En general, este fenómeno ofrece un territorio fértil y hasta seguro a los activistas para actuar (el territorio imaginativo del miedo) donde habría que luchar apenas con fantasmas. En el caso particular de las elecciones en Cuba, encontramos a nuestra disposición una mitología bastante estable, compuesta de números visibles o invisibles en las boletas, cámaras ocultas, toma de huellas digitales a papeletas culpables de desacato, etc. Mientras escribía este artículo un joven de 20 años me regaló la historia de su primer voto en blanco. Era un adolescente. Su padre le había dicho “si no te gusta nadie, déjala sin marcar”. A él le temblaban las manos. Cuando salió del colegio electoral imaginó con pavor que, de alguna manera, los de la comisión iban a ser capaces de abrir la urna y extraer esa boleta suya, precisamente, que lo delataría para siempre ¿Exageraba? No lo creo. No podemos pedir al miedo racionalidad y mesura —y “ellos” lo saben—.

Hace dos ciclos electorales que noto un cambio que no puede ser ingenuo: la cabina de votación ha desaparecido de mi colegio. Ahora el ciudadano debe votar en una oficina aledaña al recibidor donde se encuentra sentada la comisión. El elector llega, entrega su carné de identidad en la mesa, firma, y apenas a un metro de distancia se encuentra la oficina con la puerta que permanece abierta donde debe entrar y marcar su boleta en el primer buró que encuentre. Se trata de una oficina mediana, empleada cotidianamente por una empresa del barrio que cedió el local a las elecciones. Está amueblada, por lo tanto, con el natural abarrotamiento de escritorios, archivos, lámparas, ventiladores, de una intendencia que todos los días cumple su función burocrática. De manera que en pocos segundos (en los pocos segundos que dura el acto de apoyarse en el primer buró que uno encuentra para marcar la boleta) la persona no puede hacerse una idea cabal del recinto y de todo lo que en él se encuentra. De manera que, si antes mis vecinos veían una cámara inexistente en una cabina cerrada, qué no verán en ese espacio amplio y colmado donde, puestos a ello, puede haber una persona sentada en una esquina sin que uno se percate. Este año me dediqué a indagar entre conocidos y más de la mitad confirmó el cambio: la cabina electoral desapareció de sus colegios. Ahora votan en un aula de cualquier escuela, o en una oficina siempre abierta. La hipótesis de que se trata de una nueva y sutil estrategia diseñada por el vasto ministerio cuya especialidad es nuestro miedo, es más que verosímil.

Pero hay algo peor que el temor en la sociedad cubana hoy. El miedo representa, en verdad, el triunfo del sistema de terror sobre nuestro carácter. Pero también implica una pequeña rebeldía en quien lo experimenta: un sentir que existe otro camino, que no se puede tomar por el momento porque algo más fuerte que nosotros lo impide, pero que sabemos ahí.  Hay, sin embargo, un estado mental diverso (o anterior), que implica el triunfo del sistema sobre nuestra conciencia:

Interrogados sobre sus móviles para votar, no pocas personas en Cuba alegarán que lo han hecho porque “no hay más na”, porque “había que hacerlo”, porque “total, todo va a seguir igual”. Es un particular automatismo cuyas raíces se encuentran en la anulación de la iniciativa individual que opera en el régimen totalitario —y que tan bien ha estudiado Hannah Arendt, en relación al fascismo y al estalinismo—. Privados desde hace muchas décadas de participación espontánea en la vida política del país, buena parte de la población computa de antemano nula cualquier acción suya en la esfera pública. Esta larga inercia no discute, en la mayoría de los casos (y apenas reflexiona), cualquier convocatoria del gobierno a la obediencia, simplemente la cumple como un trámite hipócrita más, para luego correr a olvidarla. Yo diría que la propaganda, unida a la suspicacia sobre esa misma propaganda, ha jugado un papel psicológico muy peculiar en el caso de las elecciones-

Unas semanas previas al sufragio, se pone en marcha la maquinaria publicitaria del régimen que nos conmina no sólo a votar, sino a “votar por todos, que es votar por la Revolución”. En el caso de los Diputados a la Asamblea Nacional y a las provinciales, el elector puede aprobar uno, dos, o todos los candidatos que recibe (por lo general tocan a dos aspirantes por colegio).

Harto de formalidades, el gobierno distribuye por la isla el mismo número de candidatos que necesita en el Parlamento, sin concebir que alguno reciba menos de la mitad de los votos y quede repentinamente una silla vacía en la Asamblea. El régimen nos pide, además, a los pobladores, que no reparemos en nombres, que no cedamos al espejismo del individuo: todos los candidatos son idénticos y cumplirán igual papel en la Asamblea, que consiste en ponerse a las órdenes de la Revolución. Por tanto, pueden elegirse todos de un golpe —y hasta pone una casilla para el “voto unido”—. De manera que la propaganda, por una vez, no miente: “votar por todos es votar por la Revolución”, el ente superior que nos anula. El ciudadano medio no sabe siquiera los nombres de sus candidatos. Si le preguntaran a boca de urna no sabría decir por quién votó, y la mayoría vota por todos, efectivamente.

Ahora bien, entendamos que es aceptable (incluso para la cámara invisible) hacer la cruz al borde de un solo candidato en lugar de marcar el círculo del voto unido. No es lo ideal, pero se admite. En el supuesto caso de que ese acto fuera descubierto, no habría represalias. El miedo (aunque puede existir) esta vez no debe ser quien guíe el lápiz del ciudadano hacia el círculo obediente en la boleta.

Hemos oído tantas veces que marchar es demostrar total apoyo a la Revolución cuando sabemos que no es así, que resistimos la adversidad porque amamos la Revolución y no es así, que los médicos se van a otros países por solidaridad socialista y no es así, que cuando la propaganda advierte (sin mentir, por una vez) que “votar por todos es votar por la Revolución”, escuchamos la falsedad y el vacío de toda la vida. Si le dices a cualquiera que venga de votar unido que con esto ha confirmado su fe en la Revolución, te mirará condescendiente, enternecido por tu ingenuidad. “Sabemos que nadie creerá que hemos elegido la Revolución porque votamos por todos”, nos decimos después de hacerlo, porque hace años nuestra actividad política se ha vaciado de significado. Para las elecciones, además del miedo, nos guía el abandono. Esta desidia necesitará de los activistas, en el futuro, sucesivos avisos que revivan la conciencia.

 

 

La Habana, Cuba.
La Habana. Cuba.

 

IV

Ninguna de las anteriores sombras fue emplazada por las campañas de la oposición que tuvieron como blanco las elecciones de 2018 (especialmente aquellas que pedían nuestro protagonismo): ni los fantasmas particulares del miedo o su mitología, ni los complejos mecanismos sociológicos que hacen del fenómeno un epítome de nuestro comportamiento político.

He llegado a pensar que algún pudor impide a ciertos opositores reconocer el hecho de que los habitantes de Cuba sí votan, porque esto equivaldría a conceder la victoria final a la Revolución. Negar la realidad, por principio, nos priva de afectarla con eficacia. Nos priva además de verla: el hecho de que la gente vote significa, en efecto, un triunfo del régimen, pero una victoria de su oscuridad, no de sus luces, de su terror, no de su persuasión, y esto merece querella. Es verdad que el sistema electoral cubano está diseñado para garantizar que quienes detentan el poder permanezcan ahí. Con ese fin, de manera directa o enmascarada, los gobernantes seleccionan candidatos al Parlamento que después tendrán la misión de elegirlos a ellos como gobernantes. Pero hay un momento decisivo en que el pueblo participa siquiera para aprobar esos candidatos, un momento durante el cual sin darnos cuenta comunicamos algo. Creo que hasta la fecha hemos expresado nuestro temor y nuestro letargo, pero podría no ser así.

Mi conciencia sobre las elecciones la debo, por supuesto, no a la propaganda oficial (cuyo contenido nunca oímos), sino a una iniciativa lanzada a finales de los 90 por el “Grupo de trabajo de la disidencia interna” —y por la cual sus integrantes recibieron condenas de entre 4 y 5 años de cárcel—. En aquel entonces la oposición apenas contaba con una emisora de radio en el extranjero de audiencia clandestina en Cuba, que yo no oía, y mis fuentes de información se limitaban a la poca televisión estatal que veía y la poca prensa oficialista que leía, y nada más. Pero, un amigo enterado me hizo saber un día que “el hijo de Blas Roca” nos convocaba a repeler las elecciones, o bien anulando la boleta, o simplemente no asistiendo a las urnas.

Si mi conducta política se hubiera mantenido como en aquel entonces, viviendo en eso que la mayoría de los cubanos llama “normalidad”, mi saber sobre las campañas de 2018 hubiera sido el mismo o menor que hace veinte años. Verdad que entonces la voz de Radio Martí corría más largo por el país y uno podía enterarse. Verdad que vivíamos un despertar y había avidez de contenidos y hoy sucede más bien lo contrario porque estamos frustrados y diezmados. Pero, quienes no se resignan a la mengua y aspiran al cambio y creen que pueden colaborar con él, cuentan hoy con mejores recursos para comunicarse que podrían explotar mejor. Después de todo, el hastío actual tiene el mismo origen que la ceguera de antes: nuestro aislamiento y nuestra ignorancia.

Yania Suárez Callyero

Escritora y periodista Yania Suárez en la revista Árbol Invertido

(La Habana, 1975). Narradora y ensayista. En 2002 se licenció de Letras en la Universidad de La Habana, y en 2009 recibió el grado de Master of Arts por la Universidad de Western-Ontario. Estudia la obra de Jorge Luis Borges. Ha publicado el libro de cuentos Usted tiene derecho a hacer silencio (Casa Editora Abril, La Habana, 2002) y colaborado con ensayos en diversas revistas nacionales y extranjeras. Ha sido becaria de Akademie Schloss Solitude. Un régimen de censuras e injusticias la lanzaron a los márgenes de la vida cultural en Cuba y desde 2013 colabora también con la prensa independiente.

Comentarios:


Jorge Juiz (no verificado) | Vie, 01/02/2019 - 22:16

GRACIÑAS por tan grande descripción de ka "democracia" cubana. 

He estado un mesen esa maravillosa tierra y tengo dis repirtahesen preparación; sus títulos

1 - "-¿ Y la basura?!

- La basura al suelo"  

Por un hecho que me ocurrió en Ciego, (esperando una guagua, si venía, para hacer un gran triángulo en vez de una línea recta para ir al pueblo en el que estaba) cuando, en un puesto de granizados, pedí "uno de agua sin hielo" (¿?!) para tomarme una pastilla efervescente. Me tuvo que tirar el hielo varias veces y me dijo si me echaba "más" agua (apenas había); como la pastilla venía envuelta en alumnio se me ocurrió hacer la pregunta del título...

2 - "Dos realidades" de los días en La Habana y cosas en zona "turista" y zona "cubano". La visita a Copelia, los detalles que aún me duelen en el pecho del pan, los huevos ... Las cartillas de racionamiento; el límite de compra aún teniendo dinero; los autobuses de lujo (en la web) que no eran tal en la realidad, sus horarios...

GRACIÑAS!

Frida Masdeu (no verificado) | Mar, 05/02/2019 - 15:21

He descubierto una joya del periodismo independiente cubano. Elegante prosa, irrefutable argumento.. obviamente una intellectual de primera. La segurié Ms. Callyero.

Gracias.

Cubanón Regusanón (no verificado) | Mié, 06/02/2019 - 20:28

Muy buen análisis. Gracias. Pienso que la oposición debe aglutinarse alrededor de una plataforma y creo que esa plataforma es la constitución de 1940 que tutela el Estado democrático que entiendo los que estamos en contra del castrismo, aspiramos a tener. Hay quienes la ven obsoleta, pero no se dan cuenta que si se aplicara, muchos de los males que aquejan al país se resolverán. Es una declaración de principios democráticos contrarios al autoritarismo que nos han impuesto por 60 años. Darla a conocer al pueblo le posibilitará a este contar con un guión, un Norte hacia el cual dirigirse. Ahora mismo el pueblo no ve salida, está como aturdido, sin saber qué camino tomar. Esa Constitución sería la luz que alumbra el sendero hacia la libertad. Hay que leerla como yo hice y uno se dará cuenta de sus ventajas. Seguir los opositores tirando cada uno por su lado, enarbolando sus proyectos, no va a conducir a nada. Al cubano hay que despertarle su conciencia cívica, esa Constitución es toda una clase de civismo.

Jorge-Juan Juiz Seco (no verificado) | Lun, 11/02/2019 - 01:15

Perdón por los errores cometidos: era reportajes y más. 

La pregunta fue:

- "Y ¿la basura?!"

La respuesta:

- "La basura, al piso!"

GRACIÑAS!

José Martí Jomarron (no verificado) | Lun, 11/02/2019 - 14:35

Excelente Artículo!!!!

 

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