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"Hambre" y otros cuentos

Línea del tren. Foto: Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

SABROSA FILOSOFÍA

Detuve el cuchillo en el aire y lo miré. Él mantuvo la vista y movió la cabeza para recalcar sus palabras. La vida es cruel, me había dicho.

—Claro —le contesté—, si voy a comerte.

—No, que va —el puerco sonrió—. No se trata de eso.

— ¿Ah, no?

—Claro que no. Eso es normal. En el mundo todos nos estamos comiendo constantemente. Se trata de otra cosa.

«Caramba —pensé—, parece que me encontré con un puerco filósofo. Esto promete ponerse interesante». Clavé el cuchillo en un costado de la mesa y arrimé un asiento para continuar la conversación.

—Explícate —le estimulé.

—Mira, Dios creó...

—Espérate, espérate —le interrumpí—. ¿También eres religioso?

—¿Qué hay de malo con eso?

—Nada, nada... Continúa, por favor.

—Como te decía, Dios creó a todas las criaturas y las lanzó al mundo para que vivieran juntas, e incluso se comieran unas a otras, si lo entendían correcto. Si algunas fronteras les puso fueron los límites de sus medios: el aire, el agua y la tierra. Y para eso son bastante grandes.

—Anjá —le respondí, con la cabeza apoyada en las manos.

—No es justo entonces —continuó el puerco— que yo viviera la vida de perros que viví y que muriera de la manera en que lo hice.

—Entonces, ¿qué querías? —me burlé—, ¿haber tenido casa con aire acondicionado e Internet y carro particular, o estatal asignado, que es mejor? ¿Y haber muerto de viejo en un asilo?

—No claro, que no —prosiguió mi interlocutor, sin inmutarse—. Me hubiera gustado vivir en el monte, comiendo lo que quisiera, y no preso y alimentado con desperdicios saturados de carbohidratos. Y de carne, ni un pedacito. No sé a quién diablos se le ocurrió que nosotros somos vegetarianos.

—Vaya que eres exigente —le dije—. Nunca habría podido imaginar que los puercos fueran tan sensibles. Mucho menos, que hablaran.

—Bueno, lo de hablar, no lo sé. En cuanto a la sensibilidad, claro que la tenemos, y también nuestro orgullo. Por eso habría preferido morir de una manera más digna y, luego, servir de alimento a una persona de verdad necesitada. No a un tipo gordo y rozagante como tú.

—¡Vaya, de verdad que eres un puerco sorprendente!

Me paré, aparté la silla y le palmeé el hombro.

—Bueno, mi estimado —continué—, he tenido mucho gusto en conocerte. Quizás en otras circunstancias hasta habríamos sido amigos... Pero —me dije— el mundo es cruel, como ya mencionaste, y también injusto. Así que veamos por fin a qué sabe un puerco hablador y filósofo.

 

LA PIERNA

No existe manual, ni siquiera en la inconmensurable Internet, que explique el modo de cortar una pierna humana en casa. Mucho menos si está viva y prendida al resto del cuerpo. Y si es el propio dueño el que debe tronchársela, ni hablar.

Todo un problema. Acudir al hospital significaba delatarse: una persona herida por un cartuchazo de perdigones no es algo que se vea a menudo. No ir equivalía a la muerte por gangrena. Debía hallar, entonces, una solución intermedia. O sea, deshacerse del comprometedor apéndice por sus propios medios y hacer que pareciese casual.

Un dedo, un brazo, hasta una oreja, hubiera sido fácil. No una pierna. Nadie se la arranca en un accidente doméstico. Tiene que ser algo grande, como que le pase por encima una combinada cañera. O un choque automovilístico. O que le atropelle un tren. Lo último le pareció lo más factible. Después de todo, la línea pasaba justo por el fundo de la casa.

El reloj de pared de la cocina, con su cristal manchado por las moscas, le dijo que faltaba poco para el último tren de la noche. Se apresuró a preparar un coctel con todos los calmantes que encontró a mano, incluida media botella de ron. Lo tragó de un golpe y se fue cojeando hasta la vía férrea. Acomodó la pierna herida sobre un riel, exactamente por debajo de la rodilla, para preservar al menos esa articulación, y se quedó dormido. Más que eso: inconsciente.

El tren pasó con su habitual retraso y el conductor lanzó los frenos cuando vio el cuerpo. Los hierros chillaron y saltaron las chispas. El convoy se detuvo, pero después de que pasaran por encima de la extremidad la locomotora y los dos primeros vagones, cuyas ruedas realizaron una limpia operación quirúrgica. Horas más tarde, el paciente despertó en el hospital. Sin su pierna, curado y, sobre todo, feliz. Su plan había sido un éxito: junto con el miembro relleno de perdigones, se había librado de una cárcel larga y segura.

Así habría querido. Pero la realidad fue diferente. El tren pasó a su hora, porque los conductores estaban apurados para recibir el nuevo año en casa. Un maquinista sacó una botella de ron de un portafolio lleno de órdenes de vías y otros documentos, y le dijo a su compañero:

—Bueno socio, ya estamos terminando al viaje. Así que vamos a darnos el último buche del año.

Destapó la botella con los dientes y, antes de brindar, derramó el típico trago para los santos. Sólo en ese punto, el otro maquinista quitó la vista de las paralelas iluminadas por los potentes reflectores de la locomotora. No quería perderse la importante ofrenda, cuya duración fue la justa para no ver el cuerpo sobre la línea.

Un transeúnte madrugador fue quien lo encontró. Estaba en medio de un charco de sangre, con una congelada sonrisa y acompañado por varios perros. Los animales no sonreían, porque carecen de esa capacidad, estrictamente humana, sino que movían las colas intensamente. Pero el sacrificio no había sido en vano. La pierna delatora nunca apareció.

 

DIABLURA

Tras una ocupada semana reclutando almas en la tierra y friendo pecadores en el infierno, el Diablo sintió la necesidad de un poco de diversión. Se puso invisible para no delatarse con los tarros, el rabo puntiagudo y los ojos llameantes, y se fue a una pequeña iglesia que oficiaba sus acostumbrados bautismos dominicales.

Un perro callejero que estaba echado junto a la puerta sintió el tufillo del azufre y comenzó a ladrar. El tenebroso personaje lo dejó tieso y se trasladó hasta el fondo del salón, donde llenó la pila bautismal de peces saltarines. Después, apagó de un soplido las velas del altar y despeinó a los endomingados feligreses.

No conforme aún, le cambió al cura los textos de la Biblia por pasajes de novelitas rosa. Cuando había leído varios renglones, el representante de Dios cayó en cuenta del trueque y, aturdido, puso el libro bajo el brazo. Trató de improvisar y no pudo. ¿Cómo concentrarse, si el nuevo chiste del señor de las tinieblas era atiborrarle la mente con las imágenes y los pensamientos libidinosos más irresistibles?

Doblado por la risa, el Diablo vio cómo el pastor se olvidaba totalmente de su rebaño, para aflojarse el cuello blanco y desaparecer a toda prisa por un costado del altar, con la mano libre bajo la sotana.

 

TESTIGO PRESENCIAL

Las volteretas, el viento sobre la cara, la ingravidez de la caída libre. Esas sensaciones eran totalmente nuevas y placenteras para el niño. Pero duraron poco. Nada más que el tiempo de caer por el balcón y estrellarse varios pisos más abajo, sobre la rígida acera.

Instantes después, la mamá siguió la misma ruta. Si embargo, no lo disfrutó, sino que gritó, pataleó y trató de asirse al aire con uñas y dientes. Tal vez por eso desvió la trayectoria un par de metros y se incrustó sobre el asfalto de la calle, sin ningún techo de automóvil que aminorara el impacto, como suele ocurrir en las películas.

Los forenses recogieron los cadáveres, los bomberos limpiaron los residuos y la policía investigó. Esto último por pura rutina, porque todo apuntaba a un accidente-suicidio. Es decir, el niño cayó por descuido desde los brazos de la madre, y ella, en un irrefrenable ataque de culpabilidad, se lanzó al vacío detrás de él, para compartir la misma suerte.

Así lo confirmaron los detectives cuando conversaron con los vecinos. Les dijeron que ambas víctimas vivían solas y que el día de los hechos, como siempre, nadie les visitó, y a ella se le escuchó trajinar mientras el niño lloraba largamente. Luego salieron al balcón, con el consabido desenlace.

Y los policías cerraron el caso. Erróneamente, porque no entrevistaron al principal testigo. De todas formas, no se les puede culpar. A nadie se le ocurriría interrogar a un cigarro medio quemado. De hacerlo, habrían sabido la verdad.

La mujer lo sacó en el balcón, donde el niño había proseguido inconsolable, incluso luego de suplicarle, mecerlo, brincarlo y hasta mostrarle los pájaros en el cielo, y los carros y las personas, chiquiticos, en la calle. Entonces le prendió fuego y, sin darle siquiera una chupada, empezó a lanzar cosas por la baranda. En el siguiente orden: la cajetilla, la fosforera y… el hijo.

El testigo habría contado, también, que ella se recostó y le dio varias sorbidas, con toda calma. Luego, lo puso delicadamente sobre el borde de la baranda, con la candela hacia fuera, y se asomó, para comprobar la consumación del homicidio. No veía bien. Sacó parte del cuerpo. Un poco más. Otro tantico. Y perdió el equilibrio y cayó al vacío.

Pero nadie reparó en la insignificante colilla. Y se fue a la basura llevándose el secreto.

 

HAMBRE

La dentadura postiza tenía hambre de carne. La fatalidad la había destinado a la boca de un vegetariano. Por eso, en las madrugadas mordisqueaba a hurtadillas el interior de los labios de su dueño y se deleitaba con la sangre dulce y cálida. Pero incluso de esa pequeña prebenda fue despojada cuando, en represalia, le condenaron a pernoctar dentro de un vaso plástico.

El recipiente quedaba junto a la cama, con agua. Y la dentadura, en el fondo, presa. Hasta que, con mucho esfuerzo, aprendió a nadar y, luego, a aboyarse en la superficie, donde se entretenía cazando insectos desprevenidos. Después, comenzó a entrenarse en escalamientos y saltos. Así, logro trepar una madrugada por el pedazo de pared libre hasta el borde de la vasija, tomar impulso y brincar hacia la cama.

Guiándose por el sentido del tacto —el único que tenía, a falta de nariz, ojos y oídos— se arrastró delicadamente sobre la barriga del durmiente y se coló debajo del piyama.

Fernando Sánchez

Fernando Sánchez. Foto en revista Árbol Invertido

(Ceballos, Ciego de Ávila, Cuba, 1958). Graduado de Periodismo (Universidad de La Habana, 1987). Se desempeñó como fotorreportero y periodista en diferentes instituciones. Dirigió en el periódico Invasor el departamento de corresponsales y colaboradores. En 1982 ingresó a Radio Surco como periodista y a partir de entonces se convirtió también en el corresponsal de Radio Rebelde, especialmente del popular programa “Haciendo radio”. En Radio Surco, además de periodista, fue locutor, editor, escritor y director de programas. Reportó para la AIN (Agencia de Información Nacional). En estos momentos labora como cuentapropista en la rama de artesanía, continúa escribiendo, colabora con fotografías para algunas publicaciones y también ha acumulado experiencia como realizador de documentales y otros audiovisuales. Antologado en Dieta balanceada y otros cuentos (Ed. Ávila, 2012). Obtuvo uno de los tres premios del concurso nacional de cuentos “Casa tomada” de la UNEAC (2012). Autor del libro de narraciones para niños Los grandes dan lástima (Ed. Ávila, 2014).

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