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Por el camino de Marcel

Reja verde y vías del tren. Foto de Manny López
Reja verde y vías del tren. Foto de Manny López | Imagen: Manny López
Imagen: Manny López

En noviembre de 1913, la editorial Grasset publica (los gastos corrieron por cuenta del autor: sin idea clara de lo que estaban haciendo lo publicaron, el editor reconoció luego que no había leído el manuscrito) la primera parte de una de las más grandes novelas jamás escritas, una de las cumbres indiscutibles no sólo de la literatura, sino del arte y de la capacidad humanas: Por el Camino de Swann, el comienzo de A la búsqueda del tiempo perdido. El autor, que había sido rechazado por varias editoriales, que hizo que André Gide cometiera el error más grande de su vida, según el mismo Gide admitió muy rápidamente, era Marcel Proust, y la literatura, y multitud de lectores iban a cambiar para siempre. Algo sólo comparable a la Biblia, a Shakespeare y un puñado de obras que se pueden contar con los dedos de una mano, estaba entrando al mundo.

En el siglo XX ni siquiera Joyce, a quien se compara con Proust, lo alcanza. No, Joyce es, como vio tan bien Jung, la expresión de la esquizofrenia que sería la centuria entrante. Joyce marca, pero no queda; Joyce es aburrido, y feo, aunque es la genialidad total de la escritura fea, y el aburrimiento más genial y grande que se ha creado; Joyce es un genio, pero no llega, para mí, a Proust. Puedo perfectamente vivir sin Joyce, aunque lo tenga en mí, no así sin Proust. Tampoco Musil o Mann, quienes están muy cerca. Sólo quizás La muerte de Virgilio de Hermann Broch, que en algunos aspectos va más lejos que Proust, puede compararse.

De Proust parece que todo está ya dicho, sin embargo, la gran literatura es inagotable, es siempre un absoluto comienzo para quien llega a ella, y Proust es inagotable como la vida; y aún más, es una de las más cercanas aproximaciones a la eternidad que puede expresar el ser humano desde el tiempo. Entonces, más que el qué se puede decir sobre la novela, la cuestión es inversa, es qué dice Proust en uno.

En diciembre de 1989, a los 18 años, abrí yo el libro, la edición cubana de la colección de literatura universal, que tenía en casa desde hacía algún tiempo y no había leído. Comencé a leer y, sin darme cuenta del todo entonces, empecé a vivir lo que otros habían ya vivido antes, y lo que otros sin dudas vivirán: un antes y un después, el encuentro con lo absoluto de la belleza, el comienzo de un amor eterno, más grande que un Amor de Swann, un amor pleno: Proust entró para siempre y totalmente en mí.

Leía yo con 18 años, leía sin poder parar, aunque a menudo apartaba la vista del libro como en un ensueño; estaba en Combray; naturalmente, y definitivamente, era Combray en mí, como si algo que siempre había sabido en mí se estuviera desplegando, en una riqueza de detalles abrumadora, frente a mis ojos y dentro de mí. Esperaba el beso de la madre, oía a Swann hablar de las tormentas normandas de Balbec y sentía yo también el irresistible deseo de ir a Balbec; y salía a pasear por el lado de Guermantes, y luego por el de Méséglise; y de pronto, cuando el narrador, que ha visto a una muchacha con pecas en la cara, que ha sido visto por el amor, ha encontrado a Gilberta de Swann, regresa por el lado de Méséglise, se queda mirando los campanarios de Martinville en la distancia y siente algo, siente, aunque aún no lo sabe totalmente, su destino de escritor, de pronto yo estoy llorando mientras leo: Proust me había llevado totalmente por su camino, estaba totalmente a la búsqueda del tiempo perdido, yendo por el camino de Marcel.

Y el lado de Méséglise y el lado de Guermantes fueron también en mí, mi lado de Guermantes y mi lado de Méséglise, los aspectos de mi adolescencia donde ellos se estaban creando, aunque no lo supiera yo hasta que Proust me lo reveló. Así fue como si al leer algo se dijera en mí, algo que reconocía mío “…el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para mí, están unidos a muchos menudos acontecimientos de esa vida, que es la más rica en peripecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida intelectual.”

Y luego fue el amor de Swann, y la sonata de Vinteuil, y madame Verdurin, y la señora de Swann, cuando Odette de Crecy dejó de ser la cocotte y pasó a la condición arquetípica de las mujeres de Proust. Luego vinieron las otras partes, la duquesa de Guermantes, y estar “a la sombra de las muchachas en flor”; más que tener a Albertine prisionera ser prisionero de la lectura, más que saber que Albertine ha desaparecido, que es la fugitiva, saber que se están fugando todos los amores que pueda tener, y que indican su ilusión, la imposibilidad de conocer del todo al otro; pero más, que pese a ello, al buscar las leyes eternas que mueven la acción humana, al indagar en los meandros de la memoria y el tiempo, viendo la carátula de un libro (para mí nunca una novela de George Sand, pero sí otras), y sobre todo, más que con el sabor de una magdalena en el té con una canción, el peso demoledor del tiempo vendría a mí; el dolor y la belleza de la existencia, mientras leía, por primera vez leía a Proust, estaban ya viniendo a mí; porque estaba yo viendo la Literatura y aprendiendo a ver algo que nadie había hecho con semejante intensidad antes de Proust, y que nadie ha hecho todavía igual luego de él: la vida como literatura.

No una trama inexorable que teje el destino al modo de la tragedia griega; no, es otra cosa, aún más profunda si eso cabe, es algo que se despliega en la novela, entra en uno y hace que un extraño y último sentido aflore, que una belleza abrumadora parezca estar sobre y pese y dentro de todo, hace ver qué es la Literatura.

Por el camino de Swann, de Marcel Prouts. Récord en subasta
Ejemplar de la novela Por el camino de Swann, de Marcel Prouts, subastado por la cifra récord de 1.51 millones de euros en diciembre de 2018.

Sin saberlo yo entonces estaba sintiendo lo que luego leería que dijo el israelí Amos Oz “a veces puedo leer a Proust con los ojos cerrados”, porque cerraba los ojos y seguía la lectura en mí, porque al caminar en la calle veía a Albertine y a sus amigas, porque mi primer amor, que surgía en esos años, se iluminaba con el amor de Swann; y cuando yo también cierta vez salí desesperado a buscarla, yendo a todos los lugares donde pensaba que ella podía estar, ya no iba sólo, Swann iba conmigo, y mi propio dolor y amor era leído en lo que Swann sentía.

Sin saberlo estaba diciendo lo que dijo Philippe Lancon, quien un día tomó de la biblioteca de su madre, al azar, Albertine desaparecida, “nunca me recuperé de ello totalmente”.

Y ciertamente me parecerá luego que todo ha sido dicho por Proust, y ha sido dicho mejor; mas esto, lejos de amilanar, es una iluminación, y una total y permanente compañía.

La propia magnitud de la novela, la enormidad del mundo que se describe, hacen prácticamente imposible agotar a Proust, pero era algo más allá, era algo esencial lo que se revelaba en mí. Todas las descripciones y aparentes digresiones del texto no son más que el aproximarse a un centro medular, más quizás que la búsqueda del tiempo perdido, mucho más que el fin de una época: aquello que sobre toda época revela el drama de la existencia, y su comedia, aquello que se convierte en destino y, como la novela, va haciendo el destino, que asumiendo plenamente el tiempo hace salirse del tiempo, hace que se sienta y padezca totalmente con Swann cuando oye otra vez, al irse aplacando las tormentas de su amor por Odette, poco antes de descubrir que “había malgastado los mejores años de su vida con una mujer que ni siquiera era su tipo”, la frase de la sonata de Vinteuil; esa que luego buscaría yo en las obras que se cree la inspiraron: las sonatas de Cesar Frank y Camille Saint-Saëns, las que para mí ya no serían sólo la sonata de Cesar Frank o Saint-Saëns para violín y piano, sino la sonata de Vintueil. Y de igual modo que Swann sintió al oír la frase del violín que su amor volvía a la vida y se integraba en una dimensión atemporal, yo, leyendo a Proust supe con el narrador “...que Swann no iba muy equivocado al creer que la frase de la sonata existía en realidad. Aunque, desde ese punto de vista, era humana, pertenecía a una clase de criaturas sobrenaturales que nunca hemos visto, pero que, sin embargo, reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisible captura una de ellas, y la trae de ese mundo divino, donde le es dado penetrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo.” Yo supe que la novela era esa criatura sobrehumana donde un hombre, Marcel Proust, estaba haciendo para siempre visible lo invisible en mí.

Y fue una iniciación, como toda verdadera iniciaión no es algo nuevo, sino un despertar de lo que está en uno. Una nostalgia abismal que no es sólo de lo vivido, sino como de la fuente de lo vivido, encontraba su expresión en mí y, en la novela, indicaba los cauces donde verla en mi memoria y ser, y desde donde se tejería luego en mí, como si en verdad la vida y la literatura no pudieran separarse; y aún más, como si la verdadera realidad no sea la que captan los sentidos en su fugacidad, sino esa que aparece en la obra, esa que hace la obra desde la vida, y conforma la vida por la obra.

Ya no era mi primer amor sólo mi experiencia adolescente, sino el lugar donde las claves de la vida humana aparecían por mí, donde, al buscar en ella mi propia respuesta, iba yo, sin saberlo pero a la vez, en lo profundo de mí, queriéndolo con todo mi ser, por el camino de Marcel. Y el camino de Marcel hizo que pudiera saber luego por qué no era ella mi tipo, y que, como leía en Proust, supiera cuánto fue una construcción de mí mismo, y al mismo tiempo, cuánto sería la forma en que la memoria iba reflejando el mundo en mí.

Estuve “a la sombra de las muchachas en flor”, porque mis amigas entonces ya no serían sólo las risueñas y lindas chicas que venían corriendo a abrazarme, sino el tejido de la literatura, el misterio de la vida, el ensueño y su pérdida, el tiempo perdido y las claves para recobrarlo luego.

Quedé fascinado con Charlus, y Saint Loup; y cuando de la mano de Proust llegué a la habitación de Saint Loup en el cuartel y el sonido de un reloj parecía estar en todas partes pero el narrador no puede determinar de dónde viene, supe yo, con y como el narrador también supe, que nunca conocemos totalmente al otro, que la realidad se nos escapa, aparece como el sonido del reloj desde una multiplicidad de detalles que se tejen uno al otro por innumerables redes donde memoria y percepción se funden, y desde donde la búsqueda de la literatura intenta luego reencontrarla cuando se ha ido sobre lo contingente por haber llegado al fondo de la percepción.

Pude, cuando la crueldad de amantes, la crueldad humana, vino a mí, ver a la hija de Vinteuil profanando la memoria de su padre, y ver también que esa crueldad era como el sonido del reloj, algo que tampoco estaba del todo claro en ellas y aparecía, desde oscuras regiones de lo inconsciente, siguiendo los ocultos cauces de la pasión, la vanidad y la comedia humanas.

Pude entender mi propia crueldad y darme cuenta, al morir mis seres más queridos que, como el narrador cuando ve morir a su abuela, la muerte nos revela la verdadera dimensión del amor, que mientras ese ser ha vivido a nuestro lado es parte de la rutina cotidiana, que nuestro egoísmo olvida, demanda como natural, con infantil y narcisista complacencia.

La abuela del narrador dio nueva vida a la mía, quien también solía leer y reír con sus lecturas, se fundió con mi madre y mi madre se hizo más absolutamente ella misma porque la veía también desde la perspectiva que Proust había revelado en mí.

Y la culpa, mi culpa por esos olvidos y egoísmos, esa culpa que ya no podemos subsanar porque han muerto a quien queremos decirle nuestro amor, pasó también a ser la literatura, y se hizo entonces otra vía del mismo camino, el camino de Marcel, el de la escritura, el de la búsqueda del tiempo perdido por irse más allá del tiempo. Peculiar y total redención, diría absoluta, donde al comprender uno es comprendido por algo que exonera y salva, integra la vida en sí.

Estuve yo también buscando en Albertine, quien sería el segundo amor para mí, y la vi dormir y sentí la insaciable curiosidad por saberlo todo de ella. Ella no me ocultaba nada a mí, no era como Albertine un misterio por sus secretos, pero como Albertine, y también como Gilberta, sería el total misterio de ser, sería la Mujer. La vi dormir yo, y vi su pelo sobre su rostro dormido, pero ya no veía sólo yo, Proust estaba viendo en mí, y yo estaba viendo también a través de Proust. Y luego, como pasa con los grandes amores, cuando ella no estuvo, el dolor fue total y supe que debía entender el porqué, ella, también como Albertine y Gilberta y la Duquesa de Guermantes, sería el cuerpo de la escritura, el cuerpo donde encontrar las claves de la memoria.

Al caminar por los mismos lugares en que lo hice con ella, cuando ella ya no estaba, algo que había leído se leyó en mí, y no tenía que decirlo yo porque ya Proust lo había dicho por mí: “Bastaba con que la señora de Swann no llegara exactamente igual que antes, y en el mismo momento que entonces, para que la Avenida fuera otra cosa. Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años.”

No pertenecen los sitios que hemos conocido en verdad a este mundo del espacio y el tiempo donde los situamos para una mayor felicidad, sino son esas redes de la memoria y el tiempo que hacen la dimensión humana. Pero son más, y yo, cuando leía a Proust, quien no ha dejado de leerse en mí nunca, como recordando algo olvidado pero siempre presente, lo supe: su fugacidad indica algo más, su fugacidad pide ser recobrada, no en ellos exactamente, sino en lo que se va sobre ellos para tenerlo: en la literatura.

Hombre se aleja por un camino con niebla
Hombre se aleja por un camino con niebla | Imagen: Manny López
Fotos: Manny López

Y con Proust fui yo, por el camino de Marcel fui, buscando y siendo buscado por el tiempo, y por la literatura. Otra manera de nombrar el amor total, y el total dolor de ser humanos al máximo.

Supe que ese segundo amor, que se había ido físicamente de mi lado, en realidad no se había ido nunca, y que estaba pidiendo ser dicho, ser recuperado, y para siempre tenido; que las angustias y alegrías son también las frases de la escritura, que quienes he visto y amado y odiado, quienes han venido a mí, son partes también de la misma novela que es ser; y supe que no están limitados a lo que creen es su existencia, sino que están “ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días.”

Con Proust supe que tenía que recuperar el tiempo perdido, y definitiva y totalmente ir, siendo hecho y haciendo, por el camino de Proust, que en ese camino ninguno ha muerto y yo ya no soy la limitación de mi propia temporalidad, sino la expresión de esas leyes de la existencia humana que se leen y escriben en mí, que también debía yo descubrir y seguir, y que, para mí por la fuerza de ese segundo amor, pero también porque Proust vino para siempre a mí, debía escribir y estaban ya escribiendo en mí. Y supe, oscura pero definitivamente supe entonces, mientras leía a Proust lo supe, que para poder verla a ella y a mi propia vida tenía que ir dentro de mí, porque como el tintineo de campanas que oye el narrador poco antes de concluir la novela, cuando el tiempo ha sido recobrado, ella y todos quienes han venido a mi vida y se han ido, están en las regiones de la memoria donde sería preciso descender. Supe yo, como una iniciación y para siempre fue, mientras leía a Proust y Proust leía en mí lo supe, que era en la escritura, en lo profundo de la memoria, que el tiempo era como el tintineo que oía el narrador y que para “Para intentar oírlo de más cerca tenía que descender dentro de mí mismo”. Tenía yo, y por Proust supe que debía hacerlo, que descender a lo más profundo de mí, porque mi tiempo, mi pasado, mi vida no estaban en la simple normalidad de mis circunstancias, sino en lo profundo de mí. Mi amor, mi sentido, mi memoria, mis amigos, mis miedos y deseos, no estaban sólo en la superficie de los acontecimientos, sino en ese descenso a mí. Leyendo a Proust, con y por Proust lo supe: “era allí donde estaba, como estaba también, entre él y el momento presente, todo aquel pretérito indefinidamente desarrollado que yo no sabía que llevaba en mí.”

Arturo González Dorado

Arturo González Dorado, revista cultural cubana Independiente Árbol invertido

(Cienfuegos, Cuba, 1971). Premio “Farraluque” de Literatura Erótica, 1998. Premio de “Cuentos de Amor de Las Tunas”, 1999. Gran Premio de Ensayo en el IV Coloquio Iberoamericano sobre la obra de Dulce María Loynaz y del Castillo. En 1991 fundó en su ciudad natal, junto con un grupo de amigos, el “Movimiento xtropista“, de carácter artístico, lo que provocó que al siguiente año fuera expulsado de la universidad. Se exilió en Londres.

Comentarios:


Anibal Seminara (no verificado) | Vie, 26/07/2019 - 17:39

Muy bueno y muy interesante!!!. 

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